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El Cristo de la luz |
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III A la siguiente mañana toda la villa supo el asesinato de D. Gonzalo y la prisión de Vicente. Sólo dos personas conocían la verdad de lo ocurrido, doña Clara que no diydó un instante quien fuese el autor de semejante desgracia, y D. Felipe Velasco que se guardó muy bien de presentarse ala justicia, dejando que otro expiase una falta cometída por él en un momento de acaloramiento y de celos. D. Ginés quiso con tal motivo, para que el nombre de su hija no figurase en el asunto, acelerar la boda, pero la joven que hasta entonces se había mostrado con sus admiradores coqueta y voluble, cayó gravemente enferma y pasaba llorando noche y dia el prematuro fin de un hombre que había muerto por su causa y quizá pensando en su amor. Felizmente para el anciano Aguilar, como nadie sabia las relaciones de doña Clara y D. Gonzalo, se atribuyó aquella desdicha a muy distinta causa, y aun hubo quien pensó. sí Teresa amaría al caballero y Vicente le habría matado al sorprenderle rondando la humilde casa de la pobre y desgraciada niña. Porque ésta ya no callaba el lazo que la unía al prisionero; para librarle había declarado sus citas nocturnas, pero aquella confesión no hacía sino aumentar las sospechas que recaían sobre Vicente. Todos los días iba su padre a saber qué noticias había, siguiendo paso a paso aquel proceso y no eran nada satisfactorias las que llevaba a su esposa y a su hija. La causa se alargaba demasiado por falta de pruebas y de testigos, pero llegó un día en que los jueces se cansaron, creyeron haber tabajado bastante para que se aclarasen los hechos, y obligados por los parientes de D. Gonzalo, que pedían para el criminal un pronto y ejemplar castigo, condenaron a muerte al desgraciado joven. —Tengo que pediros un favor, uno solo, antes de morir—les dijo Vicente después que le leyeron la terrible sentencia—Llevadme bien guardado, sujeto con cadenas si queréis, a ver el Cristo de la Luz; deseo rezar ante él por vez prostrera. Accedieron a su deseo, y aquella noche fue conducido por sus guardianes a la calle del Cristo. Aunque habían procurado rodear aquella salida del mayor secreto, alguien debió, revelarla, porque el trayecto que había de seguir Vicente se hallaba ocupado por una multitud inmensa, ansiosa de verle, los unos como a un criminal hipócrita, los otros como a un hombre honrado al que condenaban terribles apariencias. Pálida y llorosa Teresa se hallaba detrás de aquella reja, testigo de sus amantes coloquios en otro tiempo, apoyando su cabeza en el seno de su madre. Ella también dirigía una muda súplica a aquel Cristo de piedra. D. Felipe estaba en casa de D. Ginés asomado solo a una de sus ventanas; algunos hilos de plata se mezclaban con sus oscuros cabellos y rodeaba sus ojos un círculo azulado. Como los demás, deseaba saber qué motivaba aquella última súplica del reo. Al pasar Vicente por delante de la casa de su amada, dirigió a ésta una mirada triste pero llena de confianza en aquel Dios misericordioso a quien iba a invocar. Llegado a la esquina de la calle del Cristo, se detuvo el condenado a muerte ante la santa imagen, y en voz alta y serena murmuró: —Tú, santo Cristo de la Luz, que protegiste mis amores porque eran puros, y mi trabajo porque siempre fue honrado; tú, que de día y noche velas por los pobres habitantes de esta villa y más cuando te sirven con fe sincera y corazón agradecido; tú, testigo único de lo ocurrido aquí la noche en que fue muerto D. Gonzalo, haz un milagro por mí; sálvame de un fin ignominioso que sabes no merezco; prueba mi inociencia, y señala al asesino de ese pobre joven, a quien yo conocí moribundo, si es que se encuentra entre la muchedumbre que me rodea en este instante. Siguió a sus palabras un profundo silencio, todos miraron primero a Vicente y al Cristo después. El Salvador del mundo, cuya imagen de piedra parecía haber escuchado al joven con cariño, extendió uno de sus brazos hacia la casa de D. Ginés, señaló a D. Felipe, y cuando todos hubieron visto aquel prodigio, quedó de nuevo inmóvil, iluminado, como siempre por la débil luz de la lamparilla. Dos hombres se arrodillaron, el agradecido Vicente y el asombrado D. Felipe. —Perdón Señor, exclamó éste, reconozco tu bondad y tu justicia. A mí los celos me han perdido, a ese hombre su fe le ha salvado. Sí, yo fui el matador de D. Gonzalo; pero le maté lealmente en duelo, mi único crimen era dejar que ese desgraciado sufriera el castigo por mí. Desapareció de la ventana con objeto de entregarse a la justicia; pero D. Ginés, enterado de todo, le hizo salir por una puerta falsa, le dio un caballo y D. Felipe pudo huir del castigo que le impondrían los hombres, pero no de los remordimientos que debían amargar el resto de sus días. Vicente fue llevado en triunfo por el pueblo y aclamado por una multitud de hombres, mujeres y niños que le rodeaban.
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