¿Sabéis vosotros lo que son las flores?
Yo lo ignoraba cuando las veía en un jardín colocadas en sencillas macetas o engalanando graciosos arbustos. Me encantaban sus delicados matices, el aroma que exhalaban, y muchas veces, al encontrarme sola en mi cuarto, soñaba con ellas y me extasiaba su recuerdo.
Un día me extravié en un campo.
Llegó la noche y me fue imposible hallar mi camino. Vagaba sin rumbo ni guía, y así pasaron rápidas las horas sin que pudiese alejarme de aquel inculto laberinto.
Al fin logré salir del bosque, y un delicioso jardín apareció a mi vista. La débil y rosada voz de la aurora empezaba a iluminar la tierra, y como la entrada del jardín estaba abierta, penetré sin vacilar en aquel vergel encantador.
No he visto antes ni después un paraje más delicioso que el que hoy voy a tratar de describir, aunque imperfectamente, al lector.
Era un extenso parque, en el que se elevaban majestuosamente miles de árboles gigantescos, proyectando su sombra sobre el césped cubierto de rocío. Algunas caprichosas fuentes dejaban escuchar el monótono sonido de la caída de sus aguas. Varias estatuas de bellas ninfas se divisaban a lo lejos, pareciendo las divinidades protectoras de aquel lugar.
Los pájaros empezaban a entonar sus cantos melodiosos. Unos daban un triste adiós a la noche, otros saludaban con júbilo el día.
Los insectos revoloteaban alrededor de las plantas, y brillaban en el espacio como astros luminosos.
Las flores... ¡no he visto flores más encantadoras en mi vida! La rosa, la magnolia y la azucena, perfumaban el ambiente; la camelia, el pensamiento y la margarita, embellecían el jardín.
Todas las flores estaban allí reunidas sin excepción; desde la victoria regia, que crece a orillas de los grandes ríos de la América meridional, hasta la poética y humilde violeta, que se cultiva en casi todos los jardines de nuestra España.
Imposible me hubiera sido decir cuál de aquellas plantas era más bella o atraía más mis miradas.
-¡Qué hermosas son! Exclamé, inclinándome sobre ellas. Y extendí la mano para coger una rama de miosotis.
Iba a tronchar la flor, cuando me pareció escuchar un gemido. Asombrada y confundida me aparté involuntariamente buscando alguna explicación a una cosa tan incomprensible para mí. Parecía que el gemido había sido lanzado por la misma flor.
-¿Acaso, me pregunté, sufrirán las plantas cuando las maltratamos arrancándolas de su tallo?
-Sí, me respondió un acento armonioso que no parecía pertenecer a este mundo.
-¿Tienen, pues, alma las flores? proseguí.
No obtuve ninguna respuesta, o si la obtuve nada oí, abstraída como me hallaba ante el extraño espectáculo que se presentó a mi vista.
Las flores abrieron sus cálices, y de cada uno de ellos salió... ¿podré acaso decirlo?
¿Se sabe describir cómo es el aire, o cómo es un rayo de sol? Lo que salió de las flores no era un hada, ni una luz, ni un insecto, sino una esencia más pura, más ideal que cuantas pueda imaginar el hombre.
Yo la contemplaba absorta, embebecida, y sin poder darme cuenta de lo que pasaba en mi derredor.
Muchas veces había oído decir que las flores tienen alma, pero jamás lo había creído; y aun cuando no lo hubiera dudado, nunca hubiese podido sospechar que esa alma pudiera abandonar la planta y vagar por el espacio como el espíritu del hombre hace sin duda mientras el cuerpo se entrega al reposo. ¿Adónde iban esas almas? ¿Qué querían? ¿Qué es lo que buscaban?
Se hallaban allí seguramente buenas y malas, queridas y odiosas para mí. Sentía la benéfica influencia de las unas, el fatal contagio de las otras.
-¿Quiénes sois? les pregunté fascinada.
-Yo, me dijo una azucena, soy un alma cándida y sencilla, más blanca que mis hojas, más pura que el aroma que exhalo.
-Yo, prosiguió una rosa, soy un alma ardiente, apasionada; mi amor es vivo, animado, como mis pétalos; mi vida breve.
-Yo, añadió un pensamiento, soy un alma reflexiva que goza con sus recuerdos.
-Yo, continuó una violeta, soy un alma modesta; amo la oscuridad y el silencio, me albergo bajo las hojas para buscar en su escudo amparo y protección.
-Yo, murmuró una margarita, tengo un alma virgen, un corazón de oro, sencillo y puro como el de un niño.
Y así fueron hablando todas las plantas, unas altivas, otras amantes, algunas indiferentes. Y a medida que me decían sus nombres y sus atractivos, aquella esencia iba desapareciendo, y las flores volvían a quedarse bellas, pero sin vida. En balde las llamé, en vano las hablé; ninguna pudo contestarme ni comprenderme.
Pero ¿qué me importaba ya? ¿Acaso no sabía que velando a esas horas podía contemplar semejante fenómeno diariamente?
Muchas veces me había encontrado a media noche en las calles de la ciudad, pero sabido es que en ninguna de ellas hubiera podido hallar el extraño espectáculo que acababa de ver.
La impresión que me dejó fue igual a la que produce un sueño.
Cuando al cabo pude salir de aquel parque, la noche había huido llevándose mi encanto.
Las plantas llenas de rocío se inclinaban tristemente hacia la tierra. Las aves cruzaban el espacio.
Los insectos se posaban libremente sobre aquellas flores poco antes llenas de vida.
El sol lanzaba sobre aquel lugar sus primeros rayos.
Sabido es que la luz del sol hace olvidar todas las quimeras; pero en esta ocasión no fue así.
Volví a mi casa triste y pensativa... Las flores solo viven de noche; los mortales solo de día ¿Serán acaso unas mismas almas las que nos animen?
Madrid, diciembre de 1884. |