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Julia de Asensi

"El día de los difuntos"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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El día de los difuntos
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El coco azul
Las buenas hadas
Los fantasmas del bosque
El gato negro
Ginesillo el tonto
El pozo mágico
 
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La primavera
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Mayo. Las flores
Junio. La noche de San Juan
El estío
Julio. El sueño del segador
Agosto. La procesión
Septiembre. La cazadora
 
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Veinte años antes brillaba todavía por su figura, por su talento, por su discreción; todo el mundo le conocía, era el encanto de las mujeres, el terror de los maridos, el modelo que buscaban los jóvenes calaveras. Tenía amigos numerosos, entrada libre en los círculos; no había reunión amena ni agradable jira campestre si no estaba él. Era poeta, y sus versos, aunque fuesen vulgares e incorrectos, se admiraban y aplaudían. Había nacido con buena estrella, nadie era más feliz que él, pero.... Don Juan no debe llegar a viejo, Don Juan debe morir joven, o en un desafío o en una emboscada.

Don Felipe de Mendoza había cumplido los sesenta años, y en vano evocaba al espíritu del mal que le rejuveneciese como Mefistófeles a Fausto; hacía algunos meses que había dejado de teñirse el pelo y la barba, convencido de que las mujeres no podían amarle ya, ni temerle los maridos. Era pobre; su capital, herencia de sus honrados padres, había sido derrochado en numerosas aventuras, y vivía en una miserable habitación sin más criados que un sirviente más viejo que él, hombre bueno y desinteresado. Don Felipe no le pagaba jamás su salario, pero sí correspondía a su sincero afecto.

Ya no vestía Mendoza con su proverbial elegancia, y el día en que le encontramos, una tarde fría y lluviosa de Noviembre, llevaba sobre el raído traje, una capa oscura, que contaba ya varios inviernos, y en la cabeza un sombrero negro de anchas alas que ocultaba su frente surcada de arrugas.

Por la primera vez de su vida se dirigía hacia un cementerio, y había elegido para aquella extraña visita el día de difuntos.

El campo santo, en el que se veían muchísimas personas, no presentaba esta tarde el aspecto triste y severo de otras veces. Multitud de luces y coronas adornaban tumbas y mausoleos, recuerdos que a los muertos dedicaban padres, esposos o hijos.

Mendoza se inclinó ante el sepulcro; de sus antepasados, y vio con emoción los unos, con indiferencia los otros, aquellos que encerraban las cenizas de las mujeres amadas o de los amigos vendidos o ultrajados. Llegó al último patio, el más pobre de todos; en él los arbustos eran más escasos, las luces más débiles, la concurrencia menos numerosa. Estaba cansado y se sentó en un escalón de piedra. Allí meditó un instante, y sus ojos se fijaron maquinalmente en una losa pequeña, rota y empolvada, que cubría una modesta sepultura. Se levantó, leyó las letras y los números, que apenas pudo descifrar, se sentó de nuevo, sacó su cartera y en una de sus hojas trazó con lápiz los siguientes versos, sin cuidarse de si alguien le observaba, ni de si se acercaba la noche, ni darse cuenta exacta de lo que hacía:

«¡Qué sola estás, qué triste, que olvidada!
Hoy, que de los difuntos es la fiesta,
que fosas, panteones, mausoleos,
de amor o vanidad galas ostentan;

Todos tienen coronas, todos tienen
lámparas encendidas, y de ellas
ni una adorna tu blanca sepultura,
ni una su viva claridad te presta.

Apenas se distinguen de tu nombre
las ya confusas o borradas letras,
mas sé que eras mujer, casi una niña,
según indican las grabadas fechas.

¿No sentiste? ¿No amaste? ¿Entre los hombres
dejaste tan furtiva y leve huella
que de tu triste paso por el mundo
ni una sola persona ya se acuerda?

¿O es quizá que los seres que te amaron
tu muerte lloran en lejanas tierras,
y en tu humilde y sombría sepultura
sin encontrar consuelo acaso piensan?

Diles, si fuera así, si algunas veces
a mitigar sus males te presentas,
que hay un ser que ha sabido tu aislamiento
al ver tu fosa en el misterio envuelta,
un ser que no hallará quien le recuerde
cuando vuele su espíritu a otra esfera.»

Firmó los versos, puso al lado de la firma la fecha, y al ir a guardar la cartera, observó que una mujer alta, delgada, vestida de negro y cubierto el rostro con un velo espeso, se hallaba junto a él.

-Debe ser una viuda, se dijo, que viene por fórmula a visitar la tumba del ya olvidado esposo.

La enlutada no miraba, sin embargo, sepulcro ninguno, y parecía tener fija toda su atención en Don Felipe. Este vio que la noche avanzaba, que solo estaban en aquel patio del cementerio la mujer y él, e hizo un ademán para levantarse. La encubierta le alargó su mano delgada y fina, él la tomó maquinalmente, y ambos cruzaron de un extremo a otro el campo santo sin encontrar la puerta, ni hallar tampoco alma viviente.

-Han cerrado ya, dijo la mujer hablando por vez primera con un acento dulce, y melodioso; volvamos ahora donde estabas; quiero allí contarte mi historia.

Entraron de nuevo en el último patio, y Don Felipe vio con extrañeza que la losa aquella que le inspiró los versos, estaba levantada, dejando descubierto un hoyo negro y profundo. Se sentaron los dos, y la enlutada, sin alzar su velo, dijo así:

- «Hace treinta años tenía yo diez y seis; dicen que era hermosa, sencilla, apasionada. Huérfana y pobre, vivía con un hermano militar que me adoraba, y con una anciana criada. No había amado nunca hasta que conocí un día al caballero más valiente, más bello y más temido de aquel tiempo. Salía yo de la iglesia al anochecer, pues había empezado a rezar una novena, cuando le encontré discutiendo acaloradamente con varios amigos. Al pasar me miró con fijeza, dejó de pronto a sus compañeros, y me siguió. Me habló poco, pero lo bastante para encender en mi corazón el fuego del amor. Supe por él que era hermosa y que podía ser amada; mi espejo me lo repitió desde entonces todos los días. Dando dinero a mi vieja criada logró que esta le introdujese en mi casa, cuando mi hermano no se encontraba en ella, y allí me declaró su amor, siendo correspondido, porque yo le quería desde que le vi. ¿Cuánto duró mi dicha? Según él, nuestras relaciones habían sido las más largas que había tenido; según yo, fueron una sola gota de la copa de la felicidad que siempre está llena porque no hay mortal que la apure.

«Me dejó triste, desesperada, y mi hermano, que no sé por dónde conoció nuestros amores, desafió a mi amante y tuve la inmensa fatalidad de que por mi causa muriese en un duelo. Sola en el mundo, quise retirarme a un claustro, pero mis recuerdos me perseguían y comprendí que no podía consagrarme a Dios. Caí gravemente enferma y, a pesar de los cuidados de mi vieja sirvienta, llegó mi prematuro fin, sin que nadie llorase por mí, ni me conservase en su memoria. La criada fue a ver a mi antiguo amante, le habló de mi muerte y le pidió una limosna para mi entierro. Se la dio, y gracias a él tengo esa fosa, cuya lápida ha destruido el tiempo, lápida que te ha inspirado los últimos versos que escribirás.»

La enlutada había terminado su relación; alzó su velo y Don Felipe reconoció en aquella mujer a una de las menos queridas de cuantas jóvenes habían formado el libro de su existencia.

Entretanto iban avanzando hacia Mendoza sombras confusas, vestidas también de negro, cogidas de la mano. Formaron corro al rededor del viejo calavera, uniose a ellas la narradora, se oyó una música extraña, y a la vez alzaron todas sus velos dejando descubiertos sus repugnantes rostros de siniestra y repulsiva expresión.

-Somos las mujeres que amaste y que ya no viven, dijeron.

-Las que amé eran todas hermosas, murmuró Don Felipe.

-Es que entonces veías la envoltura y hoy contemplas el alma. Elige la que quieras por compañera para después de tu muerte.

Mendoza extendió los brazos, hacia la única bella, la de puro corazón y dulces sentimientos, a la menos amada antes y adorada ahora. Ella se unió a él embelesada y le condujo a una frondosa alameda que Don Felipe no conocía y de la que no se veía el término.

* * *

Cuando al día siguiente el guarda del cementerio paseaba distraído por los patios, llamó su atención en el último una masa inerte; se acercó y reconoció en ella el cadáver de Mendoza con el rostro vuelto hacia la tierra, como si estuviera besando la humilde losa que inspiró sus versos. El juez fue más tarde a levantar el cuerpo, y un médico, llamado para que certificase aquella defunción, declaró que había fallecido Mendoza de muerte natural y repentina. El anciano fue enterrado en el último patio, en el mismo sitio donde había sido encontrado su cadáver, al lado de la olvidada tumba. Solo visitó su sepultura y lloró su muerte el viejo criado.

Madrid, 1884.

"El Álbum de la Mujer", 2 de noviembre de 1884

 

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