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El Cristo de la luz |
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II No advirtieron que al dar la una el caballero del traje negro entraba en la vecina calle y se detenía delante de una ventana, cerrada aún, de la vivienda de D. Ginés de Aguilar. Al cabo de un momento se abrió aquella, y detrás de la reja apareció la esbelta figura de una hermosísima mujer. —¡Don Gonzalo!—exclamó—no creí que me siguiéseis hasta aquí. —¿Podía yo evitarlo, señora?—preguntó él.—Culpad a vuestra belleza que me atrae y me fascina. Cuando partísteis con vuestro padre de Toledo pensé morir de pesar, y por eso vine a esta villa para veros, para adoraros siempre. —Ya sabéis que yo también os amo, que no amaré a nadie más que a vos, pero mi padre, tirano de mi dicha, quiere casarme con D. Felipe Velasco, y éste me cela como si fuese mi esposo. Desconfiad de él, es capaz de tender un lazo. —No temáis, vengo armado; D. Felipe es un caballero y no me matará a traición. —Velad por vuestra vida, no tanto por vos como por mí. —¿Qué haríais si yo muriese por vuestro amor, doña Clara? —Encerrarme en un claustro. —¿Sin pesar? —Con la pena de haberos perdido habría bastante para amargar mi vida. —¿Lo juráis? —Lo juro—dijo la dama extendiendo su mano hacia el ángulo de su casa donde se hallaba el Cristo de la Luz.2.27.42 — Os creo—murmuró D. Gonzalo. — ¿Cuándo volveré a veros? —Mañana en la parroquia, a las ocho. Colocaos junto al pilar primero de la derecha; desde mi reclinatorio podré contemplaros sin dificultad. —¿Y hoy a qué hora os retirareis ? —Muy pronto; mi padre no se ha acostado, a pesar de lo avanzado de la hora, y pudiera sorprendernos. —¿Me dais esa flor que lleváis prendida en el pecho?—preguntó el joven. —Tomadla—dijo ella entregándosela. Al cogerla estrechó D. Gonzalo la mano de doña Clara, y viendo que ella no se ofendía, la llevó con pasión a sus labios. —Parece que siento pasos—murmuró la dama— mejor será que os alejéis. —Hasta mañana, amada mia. La ventana se cerró, y D. Gonzalo se dirigió Lacia la calle Mayor, se detuvo en la esquina y miró a la luz que ardia ante el Cristo la rosa entregada por doña Clara de Aguilar. La guardó luego sobre su corazón, y ya iba a alejarse, cuando el caballero de la capa le cerró el paso. —Parece que tenéis amores felices—dijo a D. Gonzalo—aún no hace ocho días que la bella hija de nuestro amigo D, Ginés ha llegado a esta villa y ya la galanteáis con sin igual fortuna. —No sé con qué derecho me interrogáis ni me detenéis, D. Felipe Velasco—respondió el joven. —¡Ah, me habéis conocido! Perfectamente; entonces no ignoráis que soy el futuro esposo de esa dama, y que tengo serios motivos para pediros cuenta de vuestra conducta. —Que me niego a daros. —Sabed que me casaré con ella. —Ella no os ama. —Pero su padre me admite. —¿Y juzgáis que me lleváis ventaja por eso? ¿Vale más para vos el consentimiento de ese anciano que la promesa de su hija ? —Yo os juro que será mi esposa. — Y yo os juro que no. — Me batiré con vos y os mataré. — Me defenderé y acaso seréis el muerto. — Sacad vuestra espada, D. Gonzalo. — En guardia, D. Felipe. El combate fue largo y rudo, ambos se batieron con valor, mal alumbrados por la oscilante lamparilla, y como no siempre vence la justicia, quedó Velasco levemente herido y de gravedad su adversario. Al verle en tierra vertiendo sangre de su noble pecho, huyó D. Felipe por la plaza al tiempo que llegaba por la calle Mayor Vicente, al que su novia había detenido a su pesar, temiendo que perdiese la vida en aquella reyerta que oían distintamente, pero sin poder precisar el número de los que la sostenían. — Si quisiesen ayuda, pedirían auxilio, le había dicho Teresa—y él, que necesitaba poco para no alejarse, había permanecido junto a ella hasta que se extinguió el último eco del combate. Vicente se acercó a D. Gonzalo; el noble joven estaba espirante y dirigía su postrera mirada a la casa de doña Clara de Aguilar. —¿Quién os ha herido?—preguntó el amante de Teresa. Pero el moribundo no pudo contestarle, de sus labios se exhaló un gemido y cerró sus apagados ojos para no volver a abrirlos más. Una ronda nocturna pasó por allí en aquel momento, y lentamente se dirigió al grupo formado por el hombre muerto y Vicente, que lo contemplaba con profunda pena. —¡Alto!—gritó el alcalde. —Ved a este desgraciado—murmuró el sencillo joven— ha muerto sin confesión hace un momento. —¿Y vos que hacéis junto a él? —Venía... de casa de unos amigos,al pasar le oí... me acerqué... Vacilaba en hablar por no comprometer a Teresa. —Tenéis sangre en la ropa. — No es extraño, me he acercado a él... —Me sois sospechoso y os detengo. —Pero señor, yo soy inocente. —Eso ya lo probaréis cuando os juzguen. —Soy un hombre honrado... —Otros iguales han caído. -Soy... —Basta: alguaciles, cumplid con vuestro deber y llevad a este hombre a la cárcel.
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