Poco antes de dar las doce el reloj del Ayuntamiento, las veinticuatro como decimos hoy, se hallaban reunidos casi todos los habitantes de Aldeachica en una gran plazoleta en la que se elevaban gigantescos árboles y en cuyo centro había una hermosa fuente.
La noche era clara y serena, una noche de estío en la que se respiraba con delicia el aroma de las flores del campo y de las plantas que crecían en los montes. La tierra estaba cubierta de hierba y entre ella lucían sus galas algunas margaritas y amapolas.
A corta distancia se divisaba el pueblo que no tendría más de cincuenta casas y una iglesia pequeña. Había varias huertas a la entrada y a la salida del bosque y en éste la plazoleta donde se hallaban los aldeanos al terminar el 23 de junio y dar principio el 24. Más lejos se elevaban las obscuras montañas con grandes manchas verdes que eran pinos en unas, zarza y retama en otros.
Un grupo de jóvenes de ambos sexos que se había internado en el bosque se acercaba entonando la conocida canción:
... El trébol, el trébol,
a coger el trébol la noche de San Juan.
Al dar las doce, los jóvenes y los niños metieron sus cabezas en el pilón de la fuente entre grandes risas de las mozas y de las niñas que por no descomponer sus peinados renunciaban gustosas a aquella parte del programa con que se inauguraban los festejos. Luego empezaban las disputas sobre quién se había zambullido el primero, disputas que por milagro de Dios no acabaron como otras veces a garrotazos.
Los habitantes de Aldeachica se entregaron después a la inocente ocupación de buscar entre la hierba el trébol para ver quién hallaba el de cuatro hojas que es el que proporciona la felicidad. Era difícil la tarea por ser el trébol muy pequeño, y apenas encontraban uno, aunque fuese de tres hojas, lanzaban gritos de alegría, que repetía el eco como si quisiera asociarse al contento de aquellos buenos campesinos.
Al fin una niña de diez a once años, rubia, pálida y revelando en su semblante privaciones y sufrimientos, dijo mostrando la pequeña planta que había buscado con tanto afán:
-¡Aquí está, aquí está el trébol de cuatro hojas!
Todos los aldeanos la rodearon felicitándola.
Aquella pobre criatura era hija de una viuda que tenía cuatro niños más, tres menores que ella, uno un poco mayor. Aunque la madre trabajaba mucho, no reunía lo suficiente para sostener a tan numerosa familia. Pasaban hambre, apenas tenían ropas con que cubrir sus cuerpos y vivían en una de las más miserables casas del lugar. Había allí muy pocos medios de ganar dinero y ninguno para hacérselo ganar a los demás.
La niña se llamaba Margarita y su hermano mayor Mauricio. La primera puso el trébol entre sus cabellos sujetándolo con una horquilla.
Luego empezó el baile que duró hasta la madrugada. Un mozo del pueblo, el hijo del juez, se acercó a Margarita y le dijo:
-Si me das el trébol que te has encontrado pago por él una peseta.
La niña se lo quitó de su cabeza, dirigió a aquellas cuatro hojitas una triste mirada, se las dio al que todos llamaban en la aldea el señorito y recibió una moneda de plata que representaba para ella la comida de aquel día, esto es, un poco de descanso, para su infeliz madre.
Luego Margarita y su hermano se fueron a su casa para dormir un poco y levantarse para ir a las diez a la función de iglesia en la que diría el sermón un cura que iba de la ciudad expresamente para eso.
El señorito se retiró del bosque cuando era ya de día, pero habiendo querido presenciar todas las fiestas, hasta por la noche no se encontró a solas en su cuarto. Ya en él se dijo:
-Cuenta la tradición que el poseedor del trébol de cuatro hojas recibe por cada una de ellas un beneficio. Uno de estos será seguramente la fortuna y si la obtengo me marcharé de este villorrio para llevarme una gran vida en la capital. Adiós entonces todo lo que aquí me aburre, las amonestaciones de mi madre, las rancias ideas de mi padre, el inevitable trato con estos rústicos, los apuros de dinero y tantas molestias como me agobian. ¡Qué feliz voy a ser y qué buena vida me he de dar!
Arrancó una de las hojas, luego otra y otra y al fin la cuarta. Las hojitas en vez de caer al suelo flotaron un momento por el aire y después impulsadas por una suave brisa, salieron por la ventana no deteniéndose hasta la casa de Margarita donde entraron y fueron a posarse a los pies de la niña. Ésta vio con asombro que su humilde habitación mal alumbrada por un cabo de vela, se cubría de una espesa niebla, luego se iluminaba con una luz rosada y a su resplandor divisó a cuatro mujeres de sin igual belleza, vestidas de blanco y llevando en sus manos diferentes objetos. Se adelantó una y dijo a Margarita:
-Yo soy la riqueza que nunca acaba.
-Yo, añadió otra de las jóvenes, soy la felicidad eterna.
-Yo, murmuró otra, soy la hermosura que no se marchita.
-Yo, terminó la cuarta, soy la virtud que no muere.
La primera entregó a la niña una caja llena de oro, que ella puso sobre una mesa; la segunda un talismán; la tercera una joya, que Margarita dejó igualmente; la última una flor de plata que conservó en su mano dándole preferencia sobre los otros dones, por ser el emblema de la virtud; pero las cuatro mujeres le dijeron:
-Todo es para ti, cada una de las hojas del trébol te concede una gracia y serás rica, feliz, bella y virtuosa. Compartirás tu fortuna con tu familia porque el oro de esa caja no tendrá fin...
-Pero, interrumpió la niña, eso no será mío, porque yo he vendido el trébol a un hombre.
-Los bienes que produce el trébol son para el que lo halla, no para el que lo compra. Al arrancar las hojas el que te lo ha pagado nos ha hecho presentarnos aquí. Adiós afortunada niña, nosotras te protegeremos y te amaremos siempre.
-Adiós, respondió Margarita, que estaba atónita, adiós y gracias. Yo nunca os olvidaré.
Se desvaneció la visión, se disipó la niebla, pero allí quedaron los objetos con que la niña había sido obsequiada.
Un grupo de muchachos pasaba por la calle cantando:
A coger el trébol la noche de San Juan.
Pero ninguno encontró el de cuatro hojas que crece entre la hierba.
Y mientras el señorito continuaba aburriéndose en el pueblo, la modesta familia de Margarita vivía rica, feliz, en aquella casita en que había nacido, agrandada y restaurada, habiendo comprado tierras en las que trabajaba Mauricio, pudiendo recibir los niños esmerada educación, siendo todos por su excelente comportamiento y su ventura, la envidia de los malos y la alegría de los buenos.
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