Aunque escribo esta carta pensando en ti, mujer, no es para que tus queridos ojos claros la desfloren, ni para que tu corazón apresure su latir oyendo la confesión del mío.
Me dirijo a ti, en pensamiento. No eres tú quien está lejos de mí, sino tu corazón. No exento de triste voluptuosidad me abro a ti, de fantasía, como remedo pesaroso del tiempo, aun cercano y tan dulce, en que hablábamos de amores, las cabezas muy juntas, mis ojos en tus ojos, tus manos en las mías.
Sin embargo, verás estos renglones. Después de todo, tienes derecho a mirar por la rendija de luz que abrieron tus ojos en mi alma. Ahora no será, sino algún día, cuando yo me aleje más de tu memoria; y de ti no quede en el corazón del bardo errante más que un recuerdo, terrón de mirra, de esos que aroman la juventud.
Lo más dulce de nuestro amor fue su génesis: el espacio del primer saludo al primer beso; lo más noble su plenitud: el paréntesis de felicidad; lo más inquietante su ocaso, que, como toda agonía, es un dolor.
Hoy es sábado. Algunas semanas atrás este día era para nosotros de encanto. Nos complacíamos, por una extraña convención, en adornarlo con las rosas florecidas en esta mañana de juventud. Lo imaginaste un día propicio; y era en efecto un día de locura. Aunque, a la verdad, tu capricho no lo comprendo ahora; para nosotros ¿cuál día no era sábado?
¡Hoy, cuán distinto! nos separamos, huyéndonos. Tú correrás a tus amigas, o al parque, o al vértigo de la avenida; yo me encierro voluntario en estos muros, abro la jaula a mis tristezas y las miro batir las alas de sombra.
¿Vuelan tus horas tranquilas? ¿Nunca me consagras tu pensamiento? ¿Es verdad tu ficción? ¿Nada turba tus noches? Tu máscara es de impasible. No revelas sino harmonía y bienaventuranza.
Pero dudo que indiferente vayas, hoy mismo, adonde yo solía acompañarte, sitios que este sábado tal vez andarás sola.—¿Nada te dirá la mudez elocuente de las cosas; de esas mismas cosas cuyo acento silencioso interpretabas ayer por favorable a nuestro amor?
Si conocieras hoy la curiosidad de mi pluma y de mi espíritu, radiante de júbilo me creerías enamorado. Y de veras te digo: nunca me despertaste más interés que ahora, cuando te pierdo.
Yo te he visto junto a mí, delirante de pasión. Yo he sentido rodeado mi cuello de tus brazos, blancas serpientes de amor; y tus caricias me han envuelto en fogosa nube. Yo he oído tus confesiones, entre besos. Yo vi el oriente puro de todas las perlas de tu alma. Tu cuerpo y tu corazón fueron míos. ¡Y nunca te amé como ahora! Te amo con el amor piadoso de lo que se va: como ama el jardinero la planta que un día cultivó, y ve deshojándose; como ama el padre, entre sollozos, al hijo que se muere.
Tus primeras caricias me fueron dulces, muy dulces, doblemente dulces; representaban una conquista sobre tu corazón y un robo a tu marido. Tú eras «la fruta del cercado ajeno.» Eras manzana de oro de un jardín hespérido, guardado celosamente; y tu conquista valía por un trabajo hercúleo. Eras, en ilusión, la Elena a cuyo rapto ardería Troya.
Además, vi tu hermosura intrépida, casi desdeñosa, afrontar la granizada de lisonjas, que llovía sobre tus primaveras, aun en flor; y tuve por valerosa la empresa de rendirte, en lid galante.
Roto el hielo, enfrenado tu indiferentismo, siendo ya mía por cópula ideal, me produjo tu amor dulces horas de dicha, tan dulces, ay, como fugaces. Paseé tu gentileza de mi brazo, por entre los disparos de la envidia, frente a rivales sin fortuna, bajo miradas rabiosas. Mi vanidad se adornó con tu hermosura. Te lucí como una joya.
Y cuando tu cariño se cristalizó en besos, cuando florecieron las ternuras, estuve lleno de alegría y de vanidad pensando cómo desterré de tu corazón a tu esposo. Entonces fue cuando una gran orquesta rompió en dulzuras líricas, allá adentro en mi alma. Algo cantaba en mi corazón; pero en voz de sirena, suave y pérfida.
Supe un día, con detalles que arrancan gritos de angustia, toda tu historia. Con tu marido no eras feliz. La mujer frágil, de alma tierna, no se compadecía con el obeso patán. El marrano de tu esposo no te merecía. Las pezuñas del cerdo no eran para tus formas delicadas. Cuanto a tus amadores, ¡eran tan insulsos! Fui yo el primero, me dijiste, cuya necedad no te acidulaba los galanteos. Por eso fueron para mí tus más zalameras coqueterías. Por eso me amaste.
No bien supe de tu boca estas miserias íntimas, cuando comenzó a suceder en mí una cosa extraña; algo semejante a lo que debe de ocurrir al espectador, si luego de seducido por el encanto de las decoraciones, entra en el escenario. Allí verá las aureolas desvanecerse. Allí verá que la magia es obra del tramoyista; cómo las lágrimas las dicta el apuntador.
De tus confesiones mi vanidad de amante salía maltrecha. Tus confidencias mataban mi ilusión. ¿Cuál era mi triunfo? ¿Sobre quién vencía? ¿Sobre tu esposo? No lo amabas. ¿Sobre tus pretendientes? No los apreciabas. ¿Sobre tu corazón? Tu corazón era, ahora lo veía, una presa fácil. Ya no me envanecí de tu afecto.
Tú, entretanto, me querías más. La flor de tu alma, rociada por vez primera con blando rocío de amor, abría sus pétalos, rosados y llenos de perfume. Por eso padeciste de veras, en tu orgullo y en tu amor, cuando empezaste a advertir la tibieza o el cambio de mi afecto.
¿Qué pasó por tu alma? Casi me atrevería a decírtelo. Pensaste primero, que era ficción de enamorado feliz; luego fue cuando comprendiste que una como racha de invierno penetraba en mi pecho, marchitando queridas y verdes ilusiones. Allá en tus mientes no me juzgas con generosidad; me supones más cruel que infeliz. Y ¿cuándo será que te perdones el haberme amado?
Sin embargo, sabe que soy la víctima, en esta novela sentimental; víctima de una idea, de una preocupación, de una locura, de algo más fuerte que mi voluntad, de algo que tuerce el cuello a una dulzura dentro de mi alma.
Perdiéndote se apaga un sol de mi cielo. Te distancio de mi corazón, a mi pesar; a tí, en cambio, te separa del mío el orgullo. Te dices ofendida con mi proceder. El sacrificio de tu amor es el tributo que pagas a tu vanidad.
Ave de paso, yo volaré lejos, muy lejos, más allá de los horizontes. Padeceré la nostalgia de tus caricias; y los besos nacidos en mi boca, para tu boca, los besos que nunca te dí, me abrasarán.
Pero correrá el tiempo. Cultivaremos nuestras almas; y otra cosecha de amores, acaso más rica, un día colmará nuestra ventura. Cuando se abran las nuevas rosas, y sus pétalos nos llenen otra vez de fragancia, recordaremos con melancolía el viejo amor.
Este amor, que es ahora un dolor, será mañana una memoria dulce. El alma nunca se arrepiente de haber querido; y con más ternura guarda, en el estuche de los recuerdos, la memoria de un amor desgraciado, que la de un amor feliz.
Cuentos de poeta, 1900
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