Cuando Zantigua franqueó la entrada en el gabinete, daba cima a un poema galante Luzbel, adorable poeta cuyas estrofas vuelan como irisadas mariposas; poeta gentil que cincela serventesios a modo de joyas; poeta cuyos cantos, llenos de juventud, rebosantes de vida, empapados de sentimiento, vibran como cuerdas de arpa, enternecen como caricias de mujer, fulguran como perlas de rubí, como zafiros luminosos.
Zantigua avanzó hasta el poeta. Luzbel, sumergido en éxtasis beatífico en la contemplación de su obra, llena todavía el alma con la música de sus versos, no advirtió la presencia de su amigo. Este puso la diestra en el hombro del poeta. Luzbel se volvió un poco sobresaltado.
—¡Oh, tú! Siéntate.
Pero Zantigua no obedeció; antes bien, plantándose enfrente de su amigo, mirándolo al rostro con fijeza, una sonrisa maliciosa en los labios y en los ojos, le dijo:
—¡Poeta, vengo a reírme de tí!
—Conmigo, dirás.
—No, mi querido poeta, vengo a reírme de tí.
Esta resolución del leal compañero de juventud fue tan peregrina al bardo; era tan burlesca la mirada de Zantigua, que Luzbel de súbito se sintió presa de un acceso de hilaridad; acceso que contagió al otro, de suerte que por espacio de unos momentos ambos se desternillaron de risa. Se reían con una risa estúpida de muchachos o de locos; risa que era en el escritor, asombro, burla en Zantigua.
Cuando hubo concluído aquella tempestad de buen humor, cuando aquel simoun violento de alegría pasó, y los rostros se serenaron, el recién llegado interrogó maliciosamente a su amigo:
—¿Desde cuándo no ves a Carmen?
La pregunta, fulminada sin preámbulos, no extrañaba al poeta; de seguro nada inaudito tenía para él.
Carmen era una antigua amada del poeta. Cuando éste la conoció era ella una muchacha llena de hermosura, blanca como un mármol, cariñosa como un niño. En otro tiempo Luzbel la quiso mucho, mucho. Zantigua no ignoraba la historia de aquellos amores.
Carmen, huérfana de padre y madre, encontró, en medio de su infortunio, puesto en una lavandería. Allí se la explotaba con cinismo: a trueque de un mendrugo se ponía a contribución toda su infantil actividad; pero al menos en la lavandería no hubiera perecido en las manos descarnadas y trágicas del Hambre. El instinto alzaba en el pecho de la joven mudas voces de gratitud.
Luzbel la encontró, la vez primera, en casa de una cómica, por cuyas ropas iba Carmen todos los lunes, para restituirlas luego, el sábado, deslumbrantes de blancura.
Conocerla Luzbel y prendarse de la hermosa abandonada fue todo uno. Carmen contaría a la sazón catorce o quince primaveras; su belleza comenzaba a entreabrirse como una rosa; el botón de carne, rompiendo la clausura de la niñez, comenzaba a deslumbrar con el esplendor de sus matices; matices de azul hondo y trémulo en la pupila, de oro pálido en la cabellera, de rojo de frambuesa en los labios, de blancura de jazmín en las manos y en la frente.
Lunes y sábado se veían el poeta y la muchacha.
Carmen llevaba y repartía las ropas del lavado en una carretilla, a cuyo peso se cimbraba la joven, como una palmera al soplo del viento; pero Carmen sonreía de felicidad en su faena, porque bajo el plomizo cielo de otoño, pisando el lodo de la calzada, recibiendo trompicones, por entre los coches disparados como flechas, por entre los ómnibus torpes como elefantes, al través de la populosa capital, Luzbel, enamorado, junto a ella, iba diciéndole ternuras, cantándole en los oídos un lisonjero canto de amor.
Un buen espacio de tiempo se amaron mucho. Ella se dio al poeta ingenua, pura, enamorada. Y en medio del naufragio de su existencia, el bardo la condujo a las queridas playas de Citeres.
En el fondo de su alma comprendió Carmen que adoraba a Luzbel porque era dulce, joven y bueno, porque se consagró a ella en un delirio de amor.
Él respiraba unas como brisas bienhechoras. Amor lustral, puro cuanto cabía serlo, aquel amor limpiaba su alma, poco a poco, de negros y desolantes pesimismos.
Pero no transcurrió mucho tiempo sin que nubes amenazadoras empañaran la brillantez de aquel claro cielo azul. Se encapotó el horizonte. Centelleó el espacio. La tempestad se desató en los corazones.
Ella, la enamorada, lo engañó; lo engañó con un músico, artista extranjero, bohemio errante. La hija del montón, nostálgica de aventuras; la gitana, acaso la artista, se despertó en Carmen, y ya no hubo para la bella alondra fascinada, sino el soñar con placenteras noches azules, en lejanos países, entre un coro de admiradores deslumbrados por su belleza, ebrios de champaña y de amor.
Él, al principio, tuvo tentaciones de pegarle. Pero no podía ser. Reaccionó. Carmen, hija del lodo, en el lodo se despeñaba. Víctima, sin saberlo, de una dolorosa herencia de infamia; renuevo anónimo, espuma de la hez, era una flor de la hampa, pálido nelumbo abierto en el légamo.
Luzbel recordó las dolientes historias que supo, en noches de amor, en horas confidenciales, bajo el ala de los besos, de la misma boca de Carmen. Padre, jamás lo tuvo. A su madre la vio morir, en mísera buharda; más de inanición que de mal alguno conocido, como no fuera de la gran tristeza de vivir ahogándose en la onda amarga de todas las miserias.
El poeta creía escuchar en la sombra una voz que razonaba de esta suerte:
—Luzbel, Luzbel, ¿qué derechos tienes tú sobre Carmen? ¿No debes nada, por ventura, ni siquiera la libertad, a la bella cautiva?
Ella te consagró las primicias de su amor y de su juventud. Tú, el primero, te has embriagado en las copas blancas de sus blancos senos. ¿Qué resta en esos cálices perfumados, para los futuros amadores, sino la hez? No debieras indignarte contra la pobre niña, pródiga de su hermosura, porque brinde las nevadas copas de su cuerpo a otros labios sitibundos, para que escancien, llenos de regocijo y gratitud, residuos de savia, frías sobras de amor.
Luego de una violenta lucha consigo mismo concluyó el poeta por separarse de su querida. Ella se fue a vivir con el músico. Poco tiempo después abandonó al artista; y entonces fue cuando comenzó para ella la dolorosa romería de los amores, el repugnante comercio de sonrisas, el tanto por ciento del afecto; entonces fue cuando ella conoció la usura de los comerciantes de amor, el forzoso despilfarro del placer en las mujeres de su oficio, la miseria profunda y degradante de una vida de alquiler.
Como un cazador sigue el rastro de la pieza al través de los marjales, y por el intrincado laberinto del bosque, así el poeta siguió las huellas de Carmen por entre las aventuras de una vida errante; y vio a la pobre muchacha hundirse, poco a poco, en el vicio.
Un día no supo más de ella. Se había empequeñecido tanto la pobre niña, que el enamorado hubiera menester de un microscopio, para percibir el mísero corpúsculo, pegado allá, en lo más negro de la más negra capa social.
Pronto empezó a brillar nuevamente como lucero que, velado en nubes, rompe a fuerza de irradiaciones cortinajes de sombra, y en el cielo, ya claro, fulgura, brillante de oro en la cima de encantada cabellera azul.
Llegó hasta el triunfo supremo; triunfo consistente para una mujer galante en que extraña leyenda la corone, en que su vida dé pábulo a la pública admiración.
Corrían diversas versiones tocantes a esta mujer.
—Es hija de un millonario extranjero, decían. Y expresaban que, muerto el padre, en posesión la muchacha de cuantiosa fortuna, se había dado a la más novelesca y desordenada vida.
Pocos se resignaban a creer que Carmen fuese, sencillamente, una cortesana en auge.
Pero el círculo de admiradores fue mermando, mermando; el aura dulcísima de la celebridad no jugó más con su riza cabellera de oro; nuevas emperatrices de la hermosura destronaban a Carmen; de sus manos caía el cetro de la moda.
La belleza es uno como astro mágico. Primero, en su plenitud, deslumbra, a manera de sol; luego se transforma en pálida luna de nácar; después en remota estrella de oro, en chispa de diamante, en polvo de luz, en nada.
Carmen apenas era ya, sino melancólica, blanca luna, perdida en un rincón de cielo azul.
Zantigua, íntimo del poeta, sabía todo esto mejor que persona alguna; sabía también cómo Luzbel conservaba siempre en el fondo del alma un rescoldo de cariño, de la que fue un tiempo llama de amor, rescoldo a cuyo tibio aliento se calentaba la memoria de Carmen.
Tampoco ignoraba Zantigua que Luzbel, en varias ocasiones, con detrimento de su orgullo, consintió en recibir a Carmen, bien para satisfacer alguna exigencia de la antigua amada, o solamente como remembración de felices horas muertas, corridas juntas, en medio de caricias embriagantes, bajo el ala de la ventura.
Zantigua ridiculizaba a menudo aquel sentimiento que en el alma del poeta se abrasaba, como terrón de mirra, esparciendo místico perfume. Algunas veces decía a Luzbel, aludiendo a Carmen:
—Deja a esa pobre Margarita callejera, candidata del hospital.
Y en otras ocasiones:
—No quieras ser Redentor porque puedes morir en cruz.
El poeta procuraba defenderse sonriendo.
Hoy Zantigua volvía a las andadas. No bien hubo entrado en la habitación; apenas hizo promesa de burla, y lanzó francas risotadas, como anticipo de la mofa, cuando comprendió Luzbel que estaba a punto de ser víctima de un interrogatorio, acaso de severa reprimenda.
Bien pronto vino a confirmar sus sospechas la pregunta de Zantigua:
—¿Desde cuándo no ves a Carmen?
—Desde hace poco tiempo, contestó.
—¿Y con qué motivo, puede saberse?
—Sí, señor, puede saberse: con motivo de una desgracia que le ha ocurrido.
Zantigua se amostazó. Cómo creía Luzbel en patrañas.
—¡Conque una desgracia! Pues, escucha: yo la he visto anoche, en un café, entre mozos, bebiendo y comiendo.
El poeta expresó que nada de particular tenía el que una mujer galante se divirtiese en un café, entre amigos.
Zantigua gritó:
—Es verdad; lo que sí tiene de particular, lo que tiene mucho de ridículo, es que esos amigos se rían de tí, se diviertan a tu costa.
—No te comprendo, querido.
Entonces Zantigua contó una escena de la noche precedente. Medio borracho uno de los comensales derramó la salsera en el traje de Carmen, un precioso traje color de fresa. Otro de los conviviales dijo, en tono guasón:
—Esto es un bautismo de salsa.
Alguno refiriendo el percance a la parte económica, y apostrofando al causante de la malaventura, exclamó:
—Judío, quieres arruinar a Carmen.
A tales voces, ella, radiante de júbilo y de vino, refirió cómo era posesora de rico ajuar, regalo de un amigo poeta. Y tu nombre, el nombre de Luzbel, comenzó a rodar mezclado con frases llenas de mala intención, frases cortadoras como navajas de afeitar.
Zantigua, indignado contra el poeta, le reprendió estas liberalidades. Pero éste a la sazón más filósofo que no poeta, hacía maldito el caso de las vociferaciones de su amigo.
—Díme, pecador, ¿es cierto que has regalado a Carmen esas ropas?
—Sí, padre.
—¿Y crees por ventura en la fidelidad de una ramera?
—No, padre; ni lo creo, ni lo intento.
—Entonces, ¿por qué derrochas en Carmen tu dinero y tu tiempo? ¿Por qué?
Zantigua había permanecido en pie, nervioso y colérico, durante la conversación; pero al llegar aquí, como en espera de una respuesta, jadeante y refrescándose con el pañuelo la frente sudorosa, se dejó caer en una mecedora de bejuco, regalo de la pereza.
Entonces Luzbel se puso a defenderse, como ante numeroso auditorio, con mucha calma, casi con majestad.
—Una mañana, al principio del mes que hoy concluye, dijo, se presentó Carmen en esta misma habitación. Llegaba despavorida. Me refirió cómo un incendio, ocurrido en su casa la noche anterior, acababa de empobrecerla. Las joyas, sus muebles, sus trajes, cuanto constituía su lujo, su tesoro, ardió entre las llamas. De repente se encontraba a bordo de ese buque naúfrago, cuyo nombre es la Miseria, buque espectral que navega en aguas betuminosas, siniestro buque tripulado por pálidos y horrendos fantasmas.
Zantigua interrumpió al poeta, bruscamente.
—¿Por qué no solicitó amparo entre sus constantes amigos de francachela? ¿Por qué vino a tí, gemebunda, en la desgracia, la que te abandonó contenta, feliz? Y tú, ¿por qué pagas sus perfidias con dinero?
Se hubiera creído que Luzbel no escuchaba las razones de su amigo. En su hablar numeroso y pausado, prosiguió:
—Vi al borde del dolor a la que un tiempo amé, y le tendí la mano. No me arrepiento. Yo quise mucho a esa mujer. La felicidad la conocí un poco de cerca junto a Carmen. Carmen iluminó mi juventud con el resplandor de su belleza. Si estrellas irradiaron en mi sombra a sus ojos lo debo. Si una ráfaga de felicidad oreó mi frente a su cariño lo debo. Esa mujer es mi acreedora. Un día me traicionó, es verdad; yo no pude seguir pagando en besos mi deuda de amor. El antiguo afecto, casi muriente, renace hoy trocado en lástima, ante la ignominia de esa vida. Menesterosa de amparo viene a mí la pobre mujer en desgracia. Tóme, tóme dinero; cómpre vistosos trajes; vista sedas; váyase por ahí enamorando a los hombres. Yo me diré feliz con tal de que esos trajes, esos míseros trajes de seda, puedan proporcionarle horas de triunfo, dulces conquistas, instantes de placer; así al menos retribuyo a Carmen siquiera un poco de la ventura con que un tiempo me colmó.
Zantigua extrañado, casi vencido por aquel análisis piadoso, ante la franca exposición de aquella alma lacerada y melancólica, apenas pudo murmurar, en tono de reconvención y cariño:
—¡Poeta, poeta!
Y sucedió que el bardo, orgulloso de su triunfo, con la misma voz pausada y melodiosa, empezó a recitar, en obsequio de su amigo, el poema recién concluso; poema cincelado a manera de florentina joya; poema cuyas estrofas, llenas de juventud, rebosantes de vida, empapadas de sentimiento, vibran como cuerdas de arpa, enternecen como caricias de mujer, fulguran como perlas de rubí, como zafiros luminosos.
Cuentos de poeta, 1900
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