Una india bruja habitaba entre las peñas, no lejos del Guaviare. Pero nadie lo sabía sino los indios. Y la vieja era miserable e infeliz.
Por allí no abundaba el caucho, como a las márgenes del Orinoco y del Casiquiare; y aquello era un desierto.
Un hombre de Ciudad Bolívar, que vivía en el Alto Orinoco desde sus mocedades, descubrió un día dos o tres leguas de cauchal, no lejos del Guaviare, en un caño de este río. Fuese el descubridor a San Fernando de Atabapo y obtuvo del gobernador la concesión del cauchal, mediante el pago de los derechos. Instaló allí su barraca y en la barraca a su familia. Ranchos de peones, poco a poco, se fueron levantando en torno. La colonia empezó a prosperar.
No distante de la colonia moraba la bruja del Guaviare. Pero nadie en la ranchería le hizo jamás el menor caso, ni le dio jamás una miga de pan cuando la mendigaba, hambrienta, la anciana.
Aquella vieja india echábala de bruja y curandera, anunciaba el tiempo de lluvia y la sequía, y gozaba de gran predicamento entre los indios que venían a consultarla desde lueñes tierras. Alimentábase la hechicera de raíces y de animales inverosímiles, apenas finada la escuálida ración de mañoco que solían dejarle, de cuando en cuando, admiradores indígenas que la visitaban con un motivo u otro.
Había escogido por palacio la anciana cierta oquedad en una montaña de piedra, no distante, como se ha dicho, de la colonia. Único respiradero en aquella galería de granito era la apertura de acceso por donde, junto con la luz cotidiana, filtrábase, cuando llovía, el agua del cielo.
Un peoncillo de cortos años e innúmeras pillerías, tuvo cierta noche la diabólica idea de amontonar paja seca, chamiza y leña a la boca del antro y prender fuego al montón de combustible. La vieja, a pesar de toda su brujería, se iba asfixiando.
El patrón se puso furioso y amenazó al bergante con despedirlo. La furia del barraquero no era por la travesura en sí, ni por la vieja hechicera, sino por temor de que la tostada sibila zuzase contra la colonia a los indios. Pero la pitonisa greñuda y esquelética no conjuró a los indígenas contra la ranchería, sino que, acertando con el malintencionado que obró aquella diablura, le predijo una próxima y desesperada muerte. El amo se tranquilizó y el zagal, poco aprensivo, rióse a mandíbula batiente.
Días más tarde, bañándose en el Guaviare, el peoncillo fue presa de un calambre, lejos de la orilla, y se ahogó.
«La maldición de la bruja», exclamaron todos.
Por las pieles más tranquilas y osadas corrió un escalofrío. El prestigio de la vieja hechicera, entre los blancos, que ya no solo entre indios, extendióse hasta las márgenes del bermejo Atabapo, del Orinoco y del Inírida.
Desde entonces ya no comió animales ni raíces inverosímiles, sino que se regalaba diariamente con huevos de gallina, pescado fresco, y el más rico mañoco de la barraca.
Sorprendida al principio de aquellas liberalidades de la colonia, la vieja bruja, al fin, comprendió.
Y se dejaba temer.
Cuentos americanos, 1904
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