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Rufino Blanco Fombona en AlbaLearning

Rufino Blanco Fombona

"Cuento filial"

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Cuento filial
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Aquella noche la pobre anciana enferma se moría. Pronta a extinguirse, al menor soplo, oscilaba en su cuerpecillo endeble la llama de la existencia. No bastó a darle vida, a su naturaleza extenuada, humano auxilio; los consuelos de la religión no la consolaban de su muerte. La vieja se aferraba a la vida. Estrechando las manos de sus hijos, que la rodeaban, decía gemebunda:

—No; no quiero morirme.

Aquella lucha de la anciana con la muerte llevaba treinta horas.

—Los viejos son así, expresaban concienzudamente los médicos; y contaban en presencia de los deudos más animosos o más indiferentes historias de moribundos septuagenarios que, en lugar de consumirse de un tirón, como la pólvora al fuego, se chamuscaban poco a poco, a manera de torcida.

De entre los hijos de la anciana el inconsolable era José. La vieja, achacosa y maniática desde hacía algunos años, dio en la flor de no permitir que cuidase de ella sino José. Este, de índole suave, casera y femenil, se amoldó a los caprichos de la anciana. Los demás hermanos, las hembras inclusive, le cedieron generosamente el puesto en el corazón y la vida de la vejezuela, por donde vino él a ofrendar muchos de los mejores años de la juventud al cariño materno.

Para no distraerse de tan noble ocupación, aplazaba su dicha, no desposándose con Celina, hermosa mujercita a quien amaba.

José permanecía en un rincón, sollozante como un niño. De cuando en cuando abrazándose a un hermano de él, murmuraba:

—Se nos va; se nos va.

Y las lágrimas empapaban su voz.

La anciana lo llamaba a menudo.

—José, José: agua, dame agua.

O bien decía llorosa:

—Hijo mío, yo me muero; sálvame, hijo mío.

El dolor hundía todos sus puñales en el alma del pobre José. Por centésima vez interrogaba a los médicos.

—¿No hay esperanza, doctores; no hay esperanza?

La ciencia nada podía. Los médicos no lo engañaban. José, alma profundamente religiosa, sollozaba por lo bajo:

—Virgen María, sánala tú.

Y el buen hijo formulaba, mentalmente, mil locas promesas.

Por fin la anciana como que se resignaba a morirse. Desde la tarde yacía en un quietismo cadavérico. Antes de hundirse en aquel letargo agónico hubo una escena dolorosa. La anciana llamó a su hijo predilecto y a Celina, la prometida esposa de José. Los miró, les juntó las manos, y se dispuso a hablar; pero la palabra se negó a salir de su boca pálida, sus labios, fríos, se plegaron, y de aquellos ojos turbios corrieron lágrimas silenciosas. Las lágrimas de la moribunda conmovieron profundamente; aquellos labios moviéndose en una mueca trágica fueron de una elocuencia inaudita: José y Celina se abrazaron gimiendo sobre el cuerpo inanimado de la anciana; todos se miraban enternecidos; de los rincones partían sollozos; se respiraba en el aposento un aire de dolor.

Ya era muy entrada la noche. La noche era una tristeza más. Sólo una vela, tras pantalla color de rosa, esparcía pálida luz en la habitación; a esa temblorosa claridad las cosas tomaban relieves fantásticos, y las personas, al andar, parecían espectros. El rostro de la moribunda se perfilaba entre las almohadas. No había en él esa dulce resignación de cristiana absuelta, pronta a comparecer sin mácula ante el Dios de su fe; sino una como rebeldía, algo como terror, extraña expresión de pena.

De remedios ya nadie hablaba. Ahora para nada servían. Los frascos, las cucharas, las botellas, allí estaban, testigos inmóviles, silenciosos, de la próxima separación. Sobre la piedra del lavabo un reloj de oro, abierto, que indicó poco antes la hora del medicamento, sólo marcaba minutos de angustia. Cada movimiento de agujas arrollaba los hilos últimos de aquella existencia. Junto al reloj, en negro estuche de caucho, estaba el termómetro; y por allí salía, de entre un papel blanco de seda, la punta amarillenta de la vela del alma.

Una hija de la anciana empapaba, de cuando en cuando, con un algodoncillo húmedo, los labios resecos de la enferma. También, de cuando en cuando, partían sollozos vibrantes como flechas.

Y en medio de aquella tenebrosidad de muerte y de noche las almas, llenas de pesadumbre, gemían, los ojos se nublaban en llanto, las cosas tomaban relieves fantásticos, y las personas, al andar, parecían espectros.

***

José, perdida toda esperanza de salvación, aguardaba por momentos la muerte de su madre.

De pronto dejó el asiento, a la cabecera de la enferma, miró la hora de la media noche en el reloj abierto sobre el aguamanil, y en la punta de los pies salió de la pieza, exclamando a media voz:

—Dios mío, Dios mío.

En el patio se detuvo. El aire fresco de la noche oreó su frente. En la habitación de la anciana, la atmósfera ardía como un horno. José experimentó alivio al respirar la brisa nocturna, perfumada con el azahar de los naranjos, ornamento y orgullo del jardín solariego. Los jazmines blanqueaban en la sombra, y la sutil esencia de las rosas produjo en José extraña sensación de voluptuosidad. Un momento pensó en lo bien que estaría durmiendo, en un lecho blanco y muelle. Abrió las fauces, bostezando, y se desperezó como un ebrio. De repente la idea de la moribunda embargó su alma otra vez, y a la vista de tánta sombra, sintiendo un vago estremecimiento de horror y pensando en el martirio de la anciana, repitió:

—Dios mío, Dios mío.

Quizo rezar e instintivamente caminó hacia un ángulo del patio, sitio del oratorio. A medida que andaba fue observando más distintamente las cosas. De la capilla, abierta, salía un débil chorro de luz. Pudo distinguir a Celina, arrodillada, en el centro del oratorio. La pobre niña, radiante de belleza y dolor, hermosa y pálida, como una camelia, la frente hundida en la siniestra mano, y deshecha en lágrimas, pedía consuelo a Dios para el alma pura del hijo, y la salud eterna para el alma limpia de la anciana. El joven, desde el umbral, miraba y admiraba a Celina. Todo allí era caro a José: el altarito resplandeciente, en cuyo centro agonizaba un Cristo de marfil; aquella atmósfera mística, ambiente de su alma religiosa; los reclinatorios de ébano sembrados de cojines de púrpura; la alfombra misma en la cual tantas veces abismó él los ojos, cuando el sacrificio del altar, meditando en la formidable grandeza del Todopoderoso, y en el misterio sacratísimo de la Redención.

Entre las flores del altar, cuasi frescas, apenas si empezaban a marchitarse las rosas, al calor de los candelabros ardientes. Para las flores del Señor siempre había tiempo, aun en medio de las mayores tribulaciones. Manojitos de heliotropos odorantes, blancos y azules, espiraban rico aroma. En un jarrón, se apiñaban en desordenado ramillete, campanillas, nardos purísimos, margaritas de plata, corazones de un rojo pálido, y espigas verdes, muy verdes.

En el centro se abría, perfumando, un varillaje de lirios. Por dondequiera rosas, muchas rosas.

Y en medio de la capilla, arrodillada, Celina, radiante de belleza y dolor, hermosa y pálida como una camelia, la frente hundida en la siniestra mano, y desecha en lágrimas, pidiendo consuelo a Dios para el alma pura del hijo, y la salud eterna para el alma limpia de la anciana.

José, en transporte de amor y gratitud se llegó a Celina, y silenciosamente estampó un beso casto, un beso tímido, en la nuca de la bella, blanca y mórbida, entre rizos de oro. Celina se volvió, llena de mansedumbre, como si hubiese presentido aquella caricia, y sin desplegar los labios le dio las gracias a su novio. José también se comprendió deudor de aquella hermosura que buscaba la sombra para derramar lágrimas y pedir al cielo un lenitivo a los dolores de su alma filial, rota a la vista de la madre muriente. Y la volvió a besar... Ella se puso en pie y devolvió la caricia. Por un espacio permanecieron abrazados, vertiendo amargo lloro. Se sentaron, mudos, pero diciéndose muchas cosas tristes con la mirada. José la apartó de sí suavemente, puso las manos en los hombros de ella, miró como en éxtasis beatífico el rostro de la hermosura, ya sereno, y estampó un beso hondo, muy hondo, en la boca, deliciosamente encendida, de la bella adorada.

Corrieron los instantes. Él alisaba con afecto los bucles alborotados de Celina; y concluyó por besarla nuevamente. Celina dejó caer su cabecita rubia en el hombro de José, abandonándose en los brazos queridos de su novio. Él juntó las manos de la niña y las acarició largo tiempo con dulzura. Después la besó en la frente. Ella, inclinada sobre el hombro de José, puso los labios en la nuca del joven. Entonces él la tomó entre sus brazos y la besó una, dos, tres, muchas veces, primero poco a poco, en seguida con calor, luego furiosa, locamente. Ella devolvía las caricias, sintiéndose como arropada por una onda creciente de calor purpúreo. Y en medio a aquella tempestad de caricias no esperadas, en aquel frenesí, rodaron por la alfombra, él en brazos de ella, ella en brazos de él, las bocas juntas, las carnes trémulas.

El cuello de la camisa saltado en la lucha amorosa de los brazos, la corbata por cima del chaleco, los puños fuera de las mangas, rojo de besos, José estaba magnífico de horror a los ojos de Celina. El deseo, un deseo violento, fulminante, había encendido fúlgidas llamaradas en los ojos del joven. El cuello nervioso y fuerte se lo estaba mirando Celina, merced a la camisa desgarrada; y sentía, con placer inefable, en las delicadas formas, la mano de su amador, ruda y nerviosa. José tuvo la osadía suprema: se permitió atentar contra aquella virginidad temblorosa bajo el ala de los besos. Ella opuso reparos. Entonces él, enloquecido, rugió algo entre dientes.

Y rodaron por el suelo, luchando, en presencia del Cristo de marfil; en medio de aquella atmósfera mística, ambiente del alma de José; por entre los reclinatorios de ébano, sembrados de cojines de púrpuras; sobre la alfombra misma en la cual tántas veces abismó él los ojos, cuando el sacrificio del altar, meditando en la formidable grandeza del Todopoderoso, y en el misterio sacratísimo de la Redención.

En la capilla comenzaron a oírse grandes voces, empapadas en llanto:

—Se muere; se muere.

—José; José.

Celina se estremeció. Quizo arrojar de sobre sí al mozo, que la abrumaba con su peso, y temerosa de que alguien penetrase repentinamente en el oratorio, le dijo, la angustia en la voz:

—Oye, José: tu madre; se está muriendo tu madre; mira que nos encuentran. Por Dios.

Los llantos se escuchaban claramente, y las voces proseguían:

—José, José.

Pero José, sordo, feroz, magullando a la pobre niña, rugió:

—Déjenme.

Y la besó de nuevo.

—Por Dios José, tu madre...

—No importa; déjame.

***

La historia de José corrió de boca en boca. Se proponía a todos como un modelo. Nunca la admiración que inspira una conducta noble subió más alta, ni llegó más lejos. A todos se decía cómo después de haber consagrado el mejor lustro de la juventud a la enfermedad y los caprichos seniles de su madre, José, la noche en que murió la anciana, fue encontrado en el jardín, como un loco, la cabellera en desorden, el traje descompuesto, dándose puñadas, mesándose los cabellos, inconsolable, y exclamando, al pie de un naranjero en flor:

—Me desprecio profundamente. Perdóname, Dios mío.


Cuentos de poeta, 1900

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