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Los dos vecinos |
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V Llegó el otoño y ni Rafael ni Carlota pensaron en volver a la corte. Ambos vivían felices en medio de aquella soledad que les rodeaba; se amaban con ternura, y nada había más puro ni más poético que sus conversaciones nocturnas, que iban siendo más largas conforme anochecía más temprano. Un día la joven faltó a la cita, y Rafael, lleno de ansiedad, la aguardó inútilmente hasta que lució el alba. A la mañana siguiente envió a Roque a preguntar qué sucedía, con encargo de llevar una carta para Carlota. El fiel criado supo por Dominga que su señora se hallaba enferma, y que no había podido desde la víspera abandonar el lecho. Avisado el médico había dicho que la joven estaba muy grave de la afección al corazón que padecía, y desesperaba de curarla. El dolor de Rafael no tuvo límites, no bastando para consolarle la presencia de sus tres amigos, que acababan de llegar al pueblo con objeto de pasar con él una corta temporada. Una mañana, las campanas de la parroquia lanzaban un fúnebre tañido. Carlota había muerto sin que Rafael lograse verla antes de espirar. Lo que no había pensado en vida de la joven quiso realizarlo después de muerta; anheló mirarla de cerca una vez al menos, y cuando supo que había llegado la hora del entierro, se dirigió lentamente al cementerio acompañado de Anselmo, Genaro y Santiago, que conocían sus amores y no habían querido separarse de él. Pronto se detuvo a la puerta del camposanto el coche que conducía los restos mortales de la infeliz joven. Cuatro hombres bajaron el ataúd, lo llevaron junto a una sepultura abierta, y lo depositaron en el suelo. Descubierta la caja, y mientras el cura recitaba con monótono acento las oraciones de los difuntos, Rafael dio algunos pasos hacia adelante, murmuró varias palabras ininteligibles y hubiera caído al suelo sin sentido, a no haberle sostenido en sus brazos sus amigos, que corrieron a él con solícito interés. Lo primero que hicieron fue alejarle de aquellos tristes lugares guiándole a un sitio apartado del mismo cementerio, desde el que no se veía el entierro de Carlota, y gracias a los cuidados de los tres, volvió el joven en sí. –¿Dónde está? ¡Quiero verla!– exclamó desasiéndose de los brazos de sus compañeros. –Apóyate en mí y te conduciré donde se halla su cuerpo–, dijo Genaro. Cuando llegaron, el ataúd estaba dentro de la sepultura, casi cubierto por la tierra que sobre él arrojaba el enterrador. –¡Demasiado tarde! –murmuró Rafael. Un viejo que lloraba le miró sorprendido. –Señor –dijo–, yo soy Gil, el criado de la señorita Carlota, y no puedo menos de agradecer el dolor que demuestra usted por su muerte. Dígame su nombre para que eternamente lo recuerde. –Me llamo Rafael. –¡Rafael! –repitió Gil con asombro–. ¿Era usted su vecino? –El mismo. –¡Cuánto le quería ella a usted! ¿Por qué no fue a visitarla nunca? –Hoy que Carlota ha muerto, no tengo para qué ocultarlo –dijo tristemente Rafael–. Imaginaba a mi vecina una mujer tan bella como espiritual; sabía que mi figura debía desagradarle, y le hice el amor a la luz de las estrellas, cuando Carlota no podía verme bien. Creo que mi alma vale más que mi cuerpo, puesto que ella me quiso, mientras las demás mujeres que me vieron me desdeñaron, y esto me obligó a ocultarme constantemente a mi vecina. Por eso huí las ocasiones de verla, para que Carlota no me viera a mí. –Pero ¿por qué, señor? –El por qué no puede oscurecérsete –murmuró Rafael–. ¿No ves mi cuerpo contrahecho y mi rostro feo y repulsivo? –¡Señor, señor! –dijo el criado–, esa no era causa suficiente para que no se presentase usted a mi ama. Ella también huía las ocasiones de encontrar a usted; le atormentaba la idea de que al conocerla no la amase; ella se había hallado igualmente abandonada por los hombres en los que no encontraba cariño ni protección; temía que si usted la viera la olvidase... –Pero ¿por qué? –interrumpió Rafael. –Tenía una vejez prematura, sus cabellos habían encanecido, arrugas precoces surcaban su frente, lloraba mucho su desdicha, y solo encontraba consuelo, antes en la música, después en su amor. Apenas llegaba la noche, su rostro se animaba, parecía quo no tenía alma más que para escuchar a usted, y en aquellas horas recobraba vida y fuerzas para el siguiente día. ¿Por qué no fue a verla? Dice que no es hermoso, que el cielo le ha castigado haciéndole lisiado. ¡Ah! D. Rafael, mi señora no lo hubiese sabido, ella le hubiera adorado siempre y usted la hubiera adorado de igual modo. –Pero mi figura... –Mi ama no la hubiera visto: la señorita Carlota era ciega de nacimiento. –¡Dios mío! –murmuró Rafael–. He perdido la única mujer que me hubiera querido en la tierra.
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