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Los dos vecinos |
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IV Cuando Anselmo, Santiago y Genaro regresaron al pueblo, Rafael no pudo decirles aún cómo era el rostro de su misteriosa vecina. Aunque el tiempo se había serenado, la luna salía tan tarde que Carlota y Rafael se retiraban antes que la reina de la noche esparciese su luz de plata sobre la tierra. Parecía que ambos jóvenes ponían especial cuidado en no encontrarse en calles o paseos, lo que nada tenía de particular, porque Carlota no abandonaba jamás su vivienda. En cuanto a Rafael, a causa del luto por su tío, no iba a ninguna diversión, y únicamente visitaba a sus amigos. Estos se alejaron de nuevo de aquel lugar, prometiendo a Rafael volver a verle pronto. Así estaban las cosas, cuando el joven se decidió por fin a decir a Carlota que la amaba, teniendo la inmensa satisfacción de saber que era correspondido. Fueron aquellos unos amores por demás extraños. Se hablaban de noche, no se conocían, ni parecían desear verse. Él comprendía que ella era alta, esbelta y elegante, pero no podía descubrir sus facciones; ella creía adivinar que él tenía mediana estatura, que su porte era distinguido, pero ignoraba si era feo o hermoso. ¿Qué les importaba esto? Su amor tenía mucho de ideal y algo de fantástico, ambos soñaban con la belleza del alma, importándoles poco su envoltura; pero esto no se lo decían jamás, y los dos vivían en un error del que nadie podía sacarlos. Rafael tenía un criado que le profesaba verdadero cariño, y Carlota, como ya hemos dicho, dos viejos servidores que la habían conocido desde niña. Los tres criados se hablaban con frecuencia, y un día por la mañana se hallaron en la calle la anciana Dominga y el buen Roque. –¿Qué tal está tu señora? –preguntó él –Algo delicada –respondió ella–; ¿y tu señor? –Mi amo sigue bueno –contestó Roque. –Veinte; tenía ella cinco cuando entré en su casa; la quiero como si fuera una hija mía. Quedó huérfana muy niña y era ya muy débil y enfermiza; ahora se ha fortalecido algo; pero los médicos me han dicho en secreto que no vivirá largos años. No sé cómo podré estar sin ella. –Y... ¿es hermosa tu ama? ¿Cómo son sus cabellos? –Así... rubios. –¿Y sus facciones? –No me he fijado. –¿Cómo son sus ojos? –¿Sus ojos? ¡Ah! No sé. Y tu señor, ¿cómo es? –Como otros muchos hombres respecto a la figura; pero ¡es tan bueno! ¡No quisiera cambiar nunca de amo! –¡Ojalá tuviéramos los mismos señores! –suspiró Dominga. –¡Ojalá! –repitió melancólicamente Roque. Y ambos se separaron tristes y pensativos.
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