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Los dos vecinos |
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II Cuando Rafael entró en su cuarto, en vez de hacer alumbrar la habitación, dio orden a su criado de que se retirase, y asomándose a la ventana, se apoyó en el alféizar, fijando sus miradas en la casa de enfrente. La noche estaba obscura, el aire era tibio, y hasta el joven llegaba el aroma de las flores que adornaban los balcones de la vivienda de su vecina. Las persianas de aquellos estaban cerradas, y apenas se veía entre alguna un débil rayo de luz. Lo que sí percibía claramente Rafael era el sonido dulce y melancólico de una pieza musical tocada magistralmente en el arpa. –¡Cuánto daría por ver a la que así expresa con la música las sensaciones de su alma! –exclamó. Poco a poco se fueron extinguiendo todas las luces; la casa de enfrente quedó como la de Rafael, envuelta en la sombra, y entonces oyó el joven el ruido de una persiana que se abría. Vagamente divisó la figura esbelta y graciosa de una mujer vestida de blanco, que se asomó a uno de los balcones, apoyando sus brazos en la barandilla. Así pasó un cuarto de hora, y al cabo de él las campanas de la iglesia cercana empezaron a tocar con tal precipitación, que los dos vecinos no pudieron menos de asombrarse. Sin embargo, la sorpresa de Rafael no fue de larga duración, porque bien pronto vio a lo lejos un resplandor rojizo y una columna de humo que se elevaba al cielo. Un hombre pasó rápidamente por la calle. –Dios mío, ¿qué sucede? –preguntó ella dirigiéndose sin duda al transeúnte, que no la oyó. Rafael, al escuchar aquel dulce acento, se sintió impresionado, y se apresuró a contestar. –Señora, es un incendio. –¡Un incendio! ¿Y se sabe dónde? –Debe ser en la fábrica de papeles pintados que hay no lejos de aquí. –¡Qué desgracia! –exclamó la vecina–. ¡Cuántas familias quedarán pereciendo si el fuego es de consideración! –Corro a verlo y traeré a usted noticias. Media hora después volvía Rafael a ocupar su puesto en la ventana de su casa. –Señora –dijo a su vecina que permanecía inmóvil–, el incendio ha sido cortado y no hay que lamentar grandes pérdidas. El pueblo en masa ha trabajado con ahínco para que se extinga. –Gracias al cielo, puedo retirarme tranquila. Le agradezco el servicio que me ha prestado, pues sé que no tengo ninguna desdicha que lamentar. –¿Se va usted ya? –Es muy tarde. –¿Quiere usted hacerme un favor? –Si está en mi mano... –Precisamente: que antes de retirarse a sus habitaciones toque un momento el arpa. La vecina se retiró, y poco después volvían a sonar los suaves acordes del instrumento. Rafael no se apartó de la ventana hasta que la vecina dejó de tocar; entonces se alejó; y durante toda la noche no cesó de soñar con ella.
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