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Julia de Asensi

"La hija del gigante"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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La hija del gigante
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El coco azul
Las buenas hadas
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Mayo. Las flores
Junio. La noche de San Juan
El estío
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En la ciudad donde vivía, que era una de las mejores de España, le llamaban León el Grande. Tenía una estatura verdaderamente extraordinaria, como no se ve ya en estos tiempos, ni aún en los países donde son los hombres más altos. Su rostro era franco y simpático, su carácter dulce y bueno, su alma candorosa como la de un niño. Dotado de una fuerza excepcional, sólo la empleaba para defender al débil; así es que era temido por los unos e inspiraba vivas simpatías o profundo cariño a los otros. Era rico, había perdido a toda su familia y su única aspiración era formarse una, porque era entusiasta de los encantos del hogar. Pero la cuestión de hallar novia era para él difícil, porque siendo excesivamente tímido, no se atrevía a hacer el amor a ninguna muchacha.

Una vez, pasando por una plaza, vio asomada a una ventana una joven cuya belleza le cautivó; a la mañana siguiente, que era un domingo, la esperó a la puerta de su casa para ir a la misma misa que ella. La doncella no salió hasta las diez; pero al verla a su lado León sufrió una decepción terrible, porque era de tan corta estatura que no podía menos de hacer una figura ridícula a su lado; desistió de la conquista porque algunos de sus amigos se rieron al verle junto a la joven, que no podía mirarle sin molestia.

Cuando iba a un baile, no tomaba parte en la fiesta porque ninguna mujer alcanzaba a su brazo para bailar con él. Su estatura colosal le causaba más disgustos que beneficios.

Al fin un amigo que había sido de su padre le habló de una señorita a quien él conocía, en estos términos:

-Desde hace un año soy tutor de una muchacha que reúne las mejores condiciones para ser tu esposa. Es bella, honrada, rica y tiene una estatura que, aunque no llega ni con mucho a la tuya, no resultaría mal al lado de un gigante como tú. Los demás hombres parecen muñecos cuando pasan junto a ella. Ven mañana a comer a mi casa, te presentaré a Fernanda, que así se nombra, y si no te parece fea y ella te encuentra bien, yo me encargo de arreglar la boda, con lo que habré labrado vuestra felicidad y la mía, pues no sé qué hacer de esta pupila que no cabe en ninguna parte. Será preciso construir una casa muy alta de techo para vosotros, porque no es cosa que la lleves a la que hoy habitas, que debe contar muchos siglos. Es verdad, que en las modernas no podrías estar en pie y harto haces cuando visitas a alguien con sentarte en sillas y comer en mesas que para ti son bajas. Conque no faltes a las siete en punto.

Claro está que León no faltó. Miró por primera vez sin la menor molestia a una mujer y esta no le desagradó ni él a ella tampoco. Desde entonces visitó a menudo a su anciano amigo, y antes de que pasase un mes el gigante ya había declarado su amor a la joven y ella le había correspondido.

Se verificó la boda al cabo de algún tiempo y fueron a habitar una hermosa casa de dos pisos construida expresamente para ellos, pero que en su exterior tenía la altura de las de cuatro.

León y Fernanda vivieron allí completamente felices, salían poco y recibían contadas visitas; era para los dos tan incómodo hacerlas como que se las hiciesen, porque las sillas tan altas no permitían a ninguno de los amigos apoyar los pies en el suelo y, aunque para subsanar esa falta habían mandado llevar unas banquetas, los asientos no resultaban nunca cómodos.

Al año de matrimonio, Fernanda tuvo una niña que, aunque muy hermosa no parecía llegase a ser de la extraordinaria altura de sus padres. Pero al poco tiempo empezó a crecer de tal modo que pronto no le sirvió la cuna, ni hubo niñera que pudiese tenerla en sus brazos.

Mientras estaba en la casa de los padres la cogían ya el uno, ya el otro, y para salir idearon comprarle un coche tirado por un borriquillo, llevando a la niña bien sujeta al asiento para que no se cayese.

Si aquella familia hubiera sido pobre, habría podido ganar una fortuna mostrándose al público por dinero en algún local.

La hija del gigante, como todo el mundo la llamaba, nombrábase Camila y era una criatura bellísima, de carácter dulce y tan miedosa que hasta de una mosca se asustaba. Nunca logró jurar con niñas de su edad, porque su estatura la hacía parecer de muchos más años; así es que no pudiendo amoldar sus gustos a los de sus compañeras, resultaba que no se divertía. León veía con pesar que su hija iba a ser tan alta como él; a los diez años era casi igual a su madre y ya no le permitían tomar parte en los juegos fuera de su casa porque todo el mundo se reía de ella.

Por esa época tuvo una gran pena León; su esposa, la tierna compañera de su hogar, murió después de una enfermedad muy breve. El esposo y la hija no hallaban consuelo para aquel dolor.

Viendo que pasados algunos meses, la aflicción del viudo y de la niña no se mitigaba, los médicos aconsejaron a León que hiciese un viaje, y él resolvió poner en práctica aquel proyecto. Pero para realizarlo era preciso hacer con el buque, pues el viaje iba a ser por mar, lo mismo que se había hecho con la casa; construirlo expresamente para León y para Camila. Esto los detuvo algún tiempo, pero al fin lograron su deseo embarcándose en el buque de su propiedad una hermosa mañana.

La niña iba muy asustada y sufrió además las molestias del mareo; así es que apenas salía de su camarote. Su padre la acompañaba casi siempre, pues verse al lado de ella era ya la sola ventura que a León le quedaba. Viajaron por todas las partes del mundo, deteniéndose en muchos de sus países más notables para ofrecer a Camila algún descanso. Al fin ella se acostumbró a ir a bordo, el mareo cesó, el temor al mar fue disminuyendo y León vio tranquila y más contenta a su niña.

Una noche, poco después de haberse acostado el gigante, le fue a buscar uno de los marinos que le acompañaban en el buque y le dijo en voz baja para que Camila, que dormía en la cámara contigua, no le oyese:

-La noche está obscura, el mar agitado, todo anuncia la proximidad de una tormenta.

-¿Corremos peligro? -preguntó León.

-Sí, y por eso he venido a avisarle. Con un tiempo como el de hoy y un buque como este de poca resistencia, no sé lo que podrá ocurrir.

-¿No sería posible ir a tierra?

-Estamos lejos de la costa.

-¿Entonces, qué hacer?

-Prepararse a arrostrar el riesgo que vamos a correr en breve.

Apenas se alejó al marino, León hizo que su hija se levantase y, aunque no le dijo lo que les amenazaba, la previno que anunciaban una tormenta. Camila no quiso separarse de
su padre y temblando esperó a que se realizasen los tristes pronósticos.

La tempestad que estalló a poco fue horrible. La niña lloraba abrazada a su padre, que en vano trataba de calmar su agitación. Cuando oyó que el buque hacía agua y que no había salvación posible, Camila perdió el conocimiento.

Algunas horas permaneció sin darse cuenta de lo que en su derredor pasaba. Al volver en sí, se halló en un hermoso campo a la orilla del mar. Era de noche y en el cielo brillaban la luna y millares de estrellas sin que ni la más ligera nube indicase la pasada tormenta. Árboles gigantescos de grueso tronco y grandes hojas de diversos matices, desde el verde más claro al más obscuro; flores desconocidas en su mayor parte, de vivos colores y embriagador aroma; pájaros preciosos que iban a refugiarse en sus nidos; una aldea formada de chozas; algunos animales, al parecer domésticos, pero que Camila no recordaba, haber visto nunca; un calor sofocante y una soledad absoluta en lo que a los mortales se refiere; he aquí lo que halló la hija del gigante cuando volvió de su desmayo. Ni su padre, ni los marinos, ni el buque habían dejado el menor rastro.

Camila advirtió que su ropa estaba mojada y que tenía una ligera herida en una mano. Para que León hubiese abandonado a su niña era preciso que hubiera muerto; así la pobre criatura que se creyó ya sola en el mundo, no pudo contener el llanto y ocultó el rostro entre sus manos vertiendo copiosas lágrimas. A su pena se unía el temor de estar en un sitio desconocido, de noche y abandonada.

Una música de instrumentos metálicos, así como platillos o hierros, vino a distraerla y no tardó en ver por un sendero, distinto de aquel en que ella estaba, una comitiva de negros y negras llevando en unas angarillas el cuerpo inerte de una mujer. Algunos de los hombres tocaban aquella música que ella había oído, pero todo quedó en silencio cuando llegaron a una plazoleta donde se pararon.

En el centro había una gran piedra que apartaron, dejando un hoyo profundo descubierto. Después de ejecutar una danza acompasada, cogieron el cuerpo de la mujer y lo depositaron en el hoyo. Los negros lanzaron grandes gritos y luego echaron sobre el cadáver flores, ramas, joyas de más brillo que valor y hasta armas. Tocaron de nuevo sus instrumentos de metal y cubrieron con la piedra aquella sepultura. Sobre ella depositaron pieles y otros objetos y volvieron a emprender su marcha lentamente.

Camila vio con terror que aquella turba tomaba el camino donde ella se hallaba y el mismo miedo le impidió ocultarse para que no la descubrieran. Pronto estuvo rodeada por los negros y las negras que lanzaban gritos de algazara. La hicieron levantarse para que los siguiera, pues la niña estaba sentada, y el asombro de los salvajes no tuvo límites cuando observaron que Camila era mucho más alta que ellos.

-¡Una mujer blanca! -dijo uno en su idioma, que la hija del gigante no comprendía.

-¡Una doncella hermosa! -prosiguió otro.

-¡Qué buen manjar!

-¡Qué gran hallazgo!

Un negro, el que parecía el jefe, que era joven y hermoso, pues no tenía las facciones abultadas de los de su raza, les habló así:

-Nuestra reina ha muerto; le hemos pedido que nos indique cual debe ser su sucesora, y nos ha enviado a esta niña blanca para reemplazarla. Llevémosla en triunfo al palacio y que las mujeres de esta tierra le ofrezcan bellas telas y ricas joyas.

-¡Viva la reina! -gritaron los negros.

Con ramas formaron prontamente una silla de manos, donde colocaron a la fuerza a la asustada Camila. La niña creyó llegado su último momento y empezó a llorar llamando a su padre. Entonces el hermoso negro procuró tranquilizarla hablándole con dulzura y haciéndole comprender que no debía temer nada. La llevaron a una ciudad de más importancia, donde fue recibida por el ejército de aquel país, que se componía de mujeres negras, generalmente bellas, dotadas de singular valor y energía, como nos han descrito a las amazonas de África. Camila, la criatura más medrosa que se ha visto, no tuvo más remedio que ponerse al frente de ellos y hacer arriesgadas excursiones a los pueblos vecinos.

Poco a poco, y gracias al hermoso jefe, pudo aprender el idioma de aquellos salvajes que la adoraban y civilizarlos un tanto. Lo que no logró evitar, fue que la casaran con el joven negro; pero él se mostró tan apasionado y tan sumiso con ella, que acabó por acostumbrarse al color de su esposo y le quiso realmente.

Algunos años más tarde, unos exploradores que llegaron a aquella parte desconocida de África, fueron hechos prisioneros y presentados a la reina. Entre ellos iba León, que había recorrido una infinidad de tierras en busca de su hija, a la que perdió cuando el naufragio de su buque, en el que habían perecido todos menos los dos.

Camila, a la que llamaban la reina Mila, reconoció a su padre, y a aquel encuentro siguió una conmovedora escena. León no podía creer en su felicidad. Después de las primeras expansiones, la joven le presentó a su esposo y a sus hijas que, a la edad de dos y cuatro años, ya prometían ser de la misma raza de gigantes que su abuelo y su madre.

El pobre León suspiró melancólicamente al ver a aquella familia de ébano, pues las niñas eran negras como su padre; pero conociendo que la reina Mila era feliz, se dijo:

-Más vale, después de todo, que se haya casado aquí; su marido es bueno y quién sabe el hombre que le hubiera tocado en suerte. No siempre son negros los salvajes, ni viven en el interior de África.

León no se separó ya de la joven, y la ayudó con su experiencia y sus consejos a gobernar aquel país, donde tanto los reyes como los súbditos gozaron un grato bienestar.

Allí no volvió a entrar ningún europeo; sólo la casualidad hizo que la joven fuera arrojada a aquellas orillas, y el amor paternal que León lograse encontrarla al cabo de algunos años.

En España todo el mundo creyó que la hija del gigante y este habían perecido en el naufragio.

 

 

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