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Capítulo 10
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CAPÍTULO 10 |
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Coloquio de Agustín con su madre, acerca del reino de los cielos |
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22. Acercándose ya el día en que mi madre había de salir de esta vida, el cual para Vos, Señor, era tan sabido como para nosotros ignorado, sucedió, sin duda disponiéndolo Vos por los medios ininvestigables de vuestra providencia, que mi madre y yo estuviésemos solos y asomados a una ventana, desde donde se veía un jardín que había dentro de la casa que habíamos tomado en la ciudad de Ostia, donde, apartados del bullicio de las gentes, pudiésemos descansar de las molestias de un largo viaje y disponernos para la navegación. Estando, pues, los dos solos, comenzamos a hablar, y nos era dulcísima la conversación, porque olvidados de todo lo pasado, empleábamos nuestros discursos en la consideración de lo venidero. Buscábamos en la misma verdad, que sois Vos y que estabais presente, qué tal sería aquella vida eterna que han de gozar los santos, que consiste en una felicidad que ni los ojos la vieron, ni los oídos la oyeron, ni el corazón humano es capaz de concebirla. Abríamos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos que manan de la inagotable fuente de la vida, que está en Vos, para que, rociados con sus aguas, según nuestra capacidad, pudiésemos de algún modo pensar una cosa tan sublime y elevada. 23. Había llegado nuestra conversación a tales términos, que el mayor deleite de los sentidos corporales que pueda imaginarse, y el mayor auge de luz y resplandor terreno que pueda concebirse, no solamente nos parecía indigno de poderse comparar, sino también de que le trajésemos a la memoria, respecto de aquella delicia de la vida eterna; cuando elevándonos con más fervoroso afecto hacia esto mismo, fuimos recorriendo sucesivamente por sus grados todas las criaturas corporales y hasta el mismo cielo, desde donde el Sol, la Luna y las estrellas envían a la Tierra su luz y resplandores. Subíamos todavía más, ya pensando interiormente en vuestras obras, ya comunicándonos uno a otro nuestros pensamientos con palabras, ya admirándonos de la excelencia de vuestras criaturas; vinimos a tratar de nuestras almas y de allí pasamos más adelante para llegar a tocar en aquella región de abundantes e indefectibles delicias, donde por toda la eternidad apacentáis a vuestros escogidos con el pábulo de la verdad infinita, donde es vida de todos los bienaventurados aquella misma Sabiduría, por la cual fueron hechas todas las cosas que al presente son, las que han sido y las que serán; sin que ella haya sido hecha, porque es y será siempre lo que ha sido. En medio de nuestro coloquio, cuando más ansiosamente suspirábamos por ella, llegamos a tocarla con todo el ímpetu y fuerza de nuestro espíritu, aunque repentina e instantáneamente, y suspirando por aquella eternidad, dejándonos allí las primicias de nuestra alma, nos volvimos a nuestro común modo de hablar, donde la palabra suena para ser oída y se comienza y se acaba. Pero ¿qué cosa hay semejante a vuestra palabra, que es nuestro Dios y Señor, que subsiste y permanece en sí misma, y lejos de poder envejecerse, renueva todas las cosas?24. Decíamos, pues: si cesara enteramente la ruinosa inquietud que causan en un alma las impresiones del cuerpo; si no la conmovieran de modo alguno las especies que por la vista y demás sentidos corporales recibe de la tierra, de las aguas, de los cielos; si aun la misma alma no hablase consigo misma y, como olvidada de sí, no se detuviese a reflexionar sobre sí misma; si no hablaran tampoco los sueños ni las revelaciones imaginarias; si, finalmente, cesaran todas las locuciones que puede un alma percibir de las criaturas, por manera que ni le hablaran con palabras de la lengua, ni por medio de signos o de señas, ni de otro cualquier modo de hablar sucesivo y pasajero, sino que enmudeciese todo lo creado, después de haberle dicho lo que están siempre diciendo estas cosas creadas a todo el que quiere oírlas, esto es: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos hizo el que permanece y dura eternamente. Si, dicho esto, callara enteramente todo lo creado y guardando un silencio profundo todo el universo, como para atender y escuchar al que le creó, entonces hablase Él solo a aquella alma, no por medio de las criaturas, sino por sí mismo, de modo que oyésemos su palabra, no de boca de hombres, ni de voz de ángeles, ni mediante algún ruido de las nubes, ni por símbolos ni enigmas, sino por el mismo Creador que el alma ama en estas criaturas, le oyera hablar sin ellas, como ahora nosotros mismos acabamos de experimentar en aquel feliz instante en que nuestro espíritu subió tan alto, que rápidamente llegó a tocar nuestro pensamiento aquella Sabiduría infinita que eternamente subsiste sobre todas las cosas; pues si este conocimiento se continuara, de modo que, apartados todos los demás que son de esfera muy inferior, sólo éste sea el que arrebate el alma, la posea toda y la introduzca donde esté rodeada y llena de gozos interiores, en el concepto de que la vida eterna sea tal cual ha sido este momento de clara inteligencia que hemos tenido suspirando, ¿no sería todo esto lo que se le promete, diciendo: Entra en el gozo de tu Señor? Pero esto ¿cuándo se cumplirá? ¿Será cuando se verifique el que todos resucitaremos, pero no todos seremos inmutados? 25. Ve aquí con poca diferencia lo que entonces decíamos, aunque no fuese con estas mismas palabras ni del mismo modo que ahora. Pero bien sabéis, Señor, que aquel día en que estuvimos hablando de estas cosas, y que según las íbamos tratando, nos iba pareciendo más vil y despreciable este mundo con todos sus deleites, dijo mi madre entonces estas palabras: Hijo, por lo que a mí toca, ya ninguna cosa me deleita en esta vida. Yo no sé qué he de hacer de aquí en adelante en este mundo, ni para qué he de vivir aquí, no teniendo cosa alguna que esperar en este siglo. Una sola cosa había, por la cual deseaba detenerme algún poco de tiempo en esta vida, que era por verte católico cristiano, antes que muriese. Esto me lo ha concedido mi Dios más cumplidamente de lo que yo deseaba; pues, además de esto, te veo en el número y clase de aquéllos que, despreciando toda felicidad terrena, se dedican totalmente a su servicio. Pues ¿qué hago yo en este mundo? |
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