12. Después que conocí claramente que Fausto ignoraba de todo punto aquellas ciencias en que yo juzgaba que sería él muy docto y excelente, comencé a perder las esperanzas de que él pudiese aclarar y resolver las dificultades y dudas que me tenían inquieto. Es verdad que aunque él ignorara aquellas ciencias y las resoluciones de mis dudas, pudiera saber las verdades tocantes a la piedad y religión, si no fuera maniqueo. Los libros de esta secta están llenos de prolijas fábulas acerca del cielo y de las estrellas, del Sol y de la Luna, cuyas doctrinas ya conocía yo que no podría él explicármelas con la delicadeza que era necesaria y como yo quería, esto es, cotejándolas con el cálculo de los astrónomos que yo había leído en otros libros, para ver, mediante este cotejo, si eran menos fundadas las razones de dicho cálculo y número que las que se contienen en los libros de los maniqueos, o si igualmente se hallaba la razón en unos y en otros. Pero luego que le propuse estas cosas para que las considerase y resolviese, él verdaderamente procedió con tal modestia, que ni aun se atrevió a tomar sobre sí esta carga, porque conocía que no sabía nada de esto, ni tampoco se avergonzó de confesarlo. No era como otros muchos habladores, que yo había experimentado y sufrido, que intentaban enseñarme acerca de mis dudas, y todo lo que decían era nada. Éste era de corazón franco, y aunque no lo tenía recto en orden a Vos, tampoco era demasiadamente arrojado respecto de sí mismo. No era tan ignorante que no conociese su ignorancia, y así no quiso meterse temerariamente a disputar de aquellas cosas que le habían de poner en aprietos y estrechuras, de donde no pudiese salir ni volver atrás, y por esto también me agradó más. Porque la modestia de un ánimo que conoce su ignorancia y la confiesa con ingenuidad es más hermosa y amable que el conocimiento de las cosas que yo deseaba saber; y en todas las dudas y cuestiones más dificultosas y sutiles que le propuse siempre le hallé modesto del mismo modo.
13. Frustrada, pues, la esperanza que yo había tenido en la sabiduría de aquel maniqueo, y desesperando mucho más de los otros doctores de aquella secta, cuando este famoso, aplaudido de ellos, se había mostrado tan ignorante en todos los puntos que me hacían dificultad, comencé a tratar con él, por desearlo él mismo, de las ciencias que yo enseñaba a los jóvenes en Cartago, donde yo estaba siendo maestro de retórica, y yo leía y explicaba en su presencia, ya las materias que él deseaba oír, ya las que a mí me parecían acomodadas a su ingenio. Pero el conato y ahínco con que yo había determinado hacer progresos en aquella secta se acabó de todo punto, luego que acabé de conocer la poca instrucción de Fausto; no de modo que me apartase enteramente de los maniqueos, sino como quien no hallaba otra cosa mejor, determinaba contentarme por entonces con aquélla en que, fuese como fuese, ya había venido a dar, hasta ver si acaso se descubría algún otro mejor rumbo que seguir.
Así aquel Fausto, que para otros muchos había sido lazo de la muerte, fue, sin quererlo él ni saberlo, quien comenzó a aflojarme el lazo en que antes estaba yo cogido y preso. Porque vuestras manos, Dios mío, en lo oculto de vuestra providencia, no desamparaban a mi alma; al mismo tiempo mi madre os ofrecía en sacrificio por mí la sangre de su corazón en las continuas lágrimas que de día y de noche derramaba, y Vos, Señor, me favorecisteis por unos medios verdaderamente maravillosos. Sí, Dios mío, Vos lo hicisteis, porque entonces quiere el hombre seguir vuestro camino cuando Vos mismo sois el que gobernáis sus pasos. Ni ¿quién es el que puede manejar el negocio de nuestra salvación, sino vuestra mano, que restablece las obras que ella misma hizo? |