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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"El suicida asesinado"

Capítulo 5 (1)

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El suicida asesinado
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<< 5.1 >>
V

Al fin, creía tener en la mano la revelación. En aquel hotelito de Arenas do Mar, donde se instaló siguiendo las huellas de Francisco, le habían dado aquel legajo de papeles que el muerto se había dejado en el cajón de su armario.

Manuel temblaba de emoción. Recordó a los que le habían dicho que el joven pasaba mucho tiempo escribiendo. Él no había dado importancia a aquello. Pensó que le escribiría a su madre...; no se fijó en el detalle.

Ahora, aquel enorme legajo de cuartillas escritas por un solo lado, con un tipo de Memorias, de cosa íntima, le iba, estaba seguro de ello, a revelar el enigma.

Allí encontraría sus pensamientos; sus secretos; la indicación de quiénes habían sido sus amigos; la clave para hallar al asesino.

Presa de una gran emoción, Manuel se encerró en aquella habitación, donde había vivido Francisco, y extendió ávido los papeles sobre la mesa, bajo la luz de la gran lámpara de gasolina.

Las cuartillas no estaban numeradas. Pero llevaban la fecha de los días en que estaban escritas, al través de un par de años.

Estaban escritas en diferentes sitios; en todos los hoteles en que había estado.

Dominando su deseo, Manuel ordenó las cuartillas antes de comenzar la lectura.

¿Qué era aquello? No podía darse cuenta, no podía juzgarlo. Era el diario más extraño que supuso jamás. Aquel diario no hablaba de nada de lo que Manuel pensaba encontrar.

Eran sólo acuarelas hechas con la pluma, con un amor, con un temor, con una adoración al mar.

Leyó las primeras páginas:

"Marina-1ª—Una puesta de sol blanca. El mar está sereno, gris; olas cortas se rizan sobre sí mismas y apenas se extienden por la arena ni bañan las rocas.

El sol es blanco y frío, deja caer sobre el mar ese arrollo de luz que vemos siempre llegar en línea recta hasta nosotros. Es un rayo de luz casi inmóvil. Está el cielo gris claro como el mar.

Pasan algunas nubes ceniza, tenues, muy bajas, que caminan de prisa, y parecen la columna de humo de un barco lejano que el viento trae hacia nosotros. En el fondo, pegados al agua, se vislumbran los tenues colores del iris; como si el círculo mínimo que limita el horizonte visible fuese un arco iris perdido y nebuloso.

Antes de llegar a él se oculta el sol bajo un jirón de nube como un parasol. Se le ve brillar detrás, encendiendo los bordes de las nubes con su luz débil y lechosa; brumas pizarra se interponen. No se verá su momento supremo de sumirse en el mar; sólo un reflejo amarillo por cima de las nubes, que se apagará como se apagó el reguero de su luz opaca en las aguas blancuzcas. En este crepúsculo frío, incoloro, crepúsculo de silencio, de luto, se exhalta el perfume del mar hasta producir la embriaguez. Es un olor penetrante que parece abrir los poros. Cada poro besa y bebe el aire impregnado del aroma fuerte y tónico que dilata el pulmón. Huele a rocas, a algas, a sol... Es olor a sandía recién partida, olor a mariscos, olor a yodo... Olor indefinible de unas rosas que no hemos visto, de unos jazmines que no conocemos. El olor de un jardín submarino y fantástico.

Es un olor comestible que se absorbe con ansiedad. No podría imitarse ese olor. No puede nacerse extracto de mar. Pueden oler violetas y claveles en el salón; puede perfumarse el cuerpo de sándalo, de heliotropo o de benjuí. El perfune lejano de la Arabia se quema en una alcoba de Occidente sin que resulte anacrónico; el incienso se convierte en profano sin gran esfuerzo y pasa del místico uso a la voluptuosidad. Este perfume se rechazaría fuera de aquí. Es alma del Mar, carne del Mar, perfume del Mar; hace vivir el paisaje como la música de las olas.

Marina 2ª—Mar verde claro, mar de crespón rizado; rompen las olas a mayor distancia y las espumas se tienden sobre el agua como espumas de jabón. Tiene el cielo un azul claro que rima con la tonalidad del mar; es un día claro, transparente, se divisa todo lo largo de la orilla, con sus radas, ensenadas y pequeños promontorios. El cabo lejano deja ver la silueta de la torre de_ su faro, con esa construcción militar de las torres de faro, altas y escuetas, mástil de navio que desafía al viento y que un día parece que se ha de quebrar o que ha de salir navegando, arrastrando en pos de sí la roca como un inmenso casco de bergantín partido por las olas, sin jarcias ni cordaje. Esa otra rompiente, lejana de la rompiente de la orilla, da la idea de otra playa escondida, una playa que se quedó oculta, conquistada por el mar en alguna alta marea que no descendió jamás.

***

Saltó unas páginas.

"No se refleja el sol en el mar. Es una luz fundida y dulce en la que el movible rizado de crespón de la superficie no pierde los tonos opacos del rayo y gris en un tono unido y compacto.

La marea crece, empieza a cubrir las rocas, y la ola que se retira y las olas que vienen, toman unos tintes claros de un verde tierno y de un violeta de amatista, al henchirse y levantarse con los reflejos de la roca y de las algas bajo las claras linfas. Algunos momentos se parecen las olas a esas grandes bolas de cristal dentro de las cuales se han encerrado pétalos de flores y plantas frescas. Domina el matiz verde, un suave y tierno verde Veronés. que da el reflejo del musgo. A lo lejos, en el límite del horizonte, brumas que fingen la tierra hacen perder la idea de la inmensidad. En el pálido azul de luz del cielo algunas neblinas tenues como gigantescas telas de araña de un dulce tono marfil. No cruza ni un vapor, ni una lancha, ni un pájaro. ¡Calma santa rumorosa y movible de la Nauraleza, palpitando en los latidos de ese corazón inmenso suyo que es el mar!"

Manuel se detuvo, hojeó las cuartillas sin poder disimular su mal humor. ¡Era todo lo mismo!

Hizo un esfuerzo y continuó la lectura:

Marina 4ª—La marea aira cubre las rocas y se estiende en anchas olas de encaje blanco sobre toda la playa. Tiene ese encaje blanco sobre el fondo verde muy claro de la rompiente un dibujo de encaje veneciano. No en balde las mujeres de Venecia tomaron de ellas los dibujos con que bordaban las redes de sus amados y les sugirió la idea de fijar su imagen en las tenues mallas del hilo.

Quisiera apoderarme del dibujo y no me da tiempo. Antes que la mirada lo fije se deshacen sus guipures, se abren sus calados, se estira su red y sus randas se rompen. Luego aparece otro pedazo rehecho y deshecho a un tiempo mismo. Las crestas de las olas se encrespan con furia, y en ellas se vuelve y se revuelve la espuma, que parece tomar consistencia, espesarse, cuajarse, hasta que luego se precipita sobre la otra ola que se retira, y sustituye con su encaje el encaje que ha roto. La playa está toda vestida de encaje blanco, vestida de novia. Las plavas son las novias del mar.

A lo lejos, el agua tiene ondulaciones, como altozanos y grietas, collados y cañadas de agua, montecillos y valles que se mueven y parecen avanzar en su ondulación continua. Se siente la fuerza radioactiva del mar. Su color es pizaroso en el fondo, y verde claro limpio y vivo en la rompiente. El cielo es celeste y copia el encaje de la ola. Sus nubes, tendidas desigualmente, aborregadas, reproducen un encaje roto. Son nubecillas muy blancas y muy transparentes, ente las cuales juega el sol.

Se diría que las randas de encaje de la playa está dibujado por ellas, con esos arabescos con que dibuja en la arena de los jardines las siluetas de las hojas y de las ramas. Es como cuando el sol se filtra a través de una gran cortina de encaje y su dibujo se marea sobre el suelo.

En el horizonte se condensan nubes albas, formando una faja anchísima, en cuyo blancor lechitemo resalta el agua gris pizarra. Este mar en marea alta da una idea de fecundación, de plenitud, está henchido como un inmenso seno cuya, leche se escapa en chorros bullidores, entrecruzados, batidos, para tenderse en el níveo encaje que engalana toda la playa. Suena el oleaje como chorros de leche en el cuévano, desde donde se desborda, cae y se desparrama la espuma blanca y burbujeante.

La mano nerviosa del lector dejó pasar algunas páginas.

Marina 15.—El mar está tan sereno que no tiene color. Es como un cristal con azogue o más bien como una lámina de acero bruñido, de esas que sirvieron de espejo a los romanos, y que tenían siempre algo de ligeramente empañado, como por el vaho de un aliento perfumado y ligero.

Las olas llegan como dormidas y perezosas, no revientan y se extienden con su continua pujanza, se rizan sobre sí mismas, como sobre un carrete, y su espuma, de cristal, de burbujas de aire, es apenas una orla, un festón de las aguas, que no se separa de ellas. El cielo está sereno y desierto, con un frescor de amanecer. De las altas rocas negruzcas que forman los extremos de la ensenada, cae como una cortina esa planta rastrera, que extrae el jugo de la tierra estéril, de los arenales y de las rocas escuetas, planta pencosa, cuyas hojas son palas triangulares, de un verde aguanoso o de un rojo de rubí. Abren en ellas grandes flores redondas, parecidas a la flor de nopal; son amarillas unas, carmesí otras, y sus pétalos, menudillos y fibrosos, abiertos en torno de la corola brillante, visten la cortina de enredadera que cubre la tierra, y toman un color de estrellas en la extensión del acantilado. Abajo, en el fondo del agua tan limpia y tan clara, agua de nacimiento o de lago, se retrata la silueta de las rocas con su cortina verde y florida. A veces, la mano que sostiene el espejo tiembla ligeramente, y rocas y flores se estremecen y se entrecruzan allá en el fondo, mientras que arriba todo sigue inmóvil, y las flores se abren para recibir el sol.

Todo el cielo está cubierto de una nube compacta, pero tan tenue, aue el sol se adivina detrás de ella. A veces, lucha, las rompe, y se asoma un momento, sin luz y sin rayos, y pronto se vuelve a cubrir. En el horizonte se confunden mar y cielo en la misma tonalidad transparente, y la vista no sabe distinguir el límite.

Aparece un vapor como subiendo la cuesta, y continúa siguiendo la linea curva del horizonte. Su columna de humo negro mancha el cielo, y en torno de su proa saltan espumas. Parece que debiera oirse el ruido del cristal que quiebra con su espolón, y que aquella espuma rebullente la forman los pedacillos de vidrio que saltan con el choque.

Manuel volvió a detenerse para encender un cigarrillo. Quería enterarse del contenido del manuscrito y no tenía paciencia para leerlo todo.

Empezó a saltar cuartillas, a leer sólo párrafos, trozos sueltos de aquella multiud de Marinas, en que el enamorado del mar había fijado con observación tan sutil todos sus aspectos, sin perder detalle, con verdadera devoción.

Marina 30.—Color siena, la arena de la playa está alisada y brillante. Un reguero de pasos de pies desnudos la cruza de un lado a otro, macula la unidad que sugiere la idea de un silencio y de una paz profundos.

***

Marea baja: se han quedado al descubierto las rocas, desgastadas por el agua, que labró entre ellas profundos surcos, invadidas ya por la arena. Presentan el aspecto de uno de esos mapas en alto relieve, en los que se imita la superficie sinuosa de las montañas. Parecen restos de piedra quemada, lava de un inmenso vocán en que ardió'el mundo. Oquedades, asperezas, aristas, les tejen una red esponjosa con algo de panal. Dan idea de algo más duro que el granito, más duro cue la piedra más dura entre las piedras más duras.

Invade el agua los surcos y se extiende por ellos blandamente, son un reposo de su conquistadora. Allí huye y descansa de las tempestades, y permanece entre los cocones, aislada y cristalina. Pero las olas volverán a buscarla, dentro de unas horas, cuando llegue la alta marea, y se la llevarán de nuevo consigo, dispersando sus microscópicas gotas en la vorágine de su inmensidad.

Sigue bajando la marea. Algún pececillo costero queda nadando en esos cocones, con giros rápidos, arqueado el cuerpo de esqueleto flexible; abierto el timón de su cola en forma de hoja de trébol; levantada la raspa del lomo como vela latina; movibles las aletas, en movimiento de remos; henchidas las agallas, prolongado el hociquito, con su desdoble de vidrio fino, que empuja el agua. Se remonta de vez en cuando a beber aire, para sumergirse luego lanzando burbujas perladas entre el azul.

Sobre las duras rocas aparece vegetación. Manchones verdes, verde mar, anticipo de jardines submarinos. Musgo con ramas recortadas como ramas de coral, algas de formas caprichosas que se mecen en el vaivén de la ola, ajomates, moho de la piedra o césped de la lejana pradera oculta. Todas estas plantas tienen algo de animal, de pólipos. Nacen planta, y en el transcurso de los siglos se transformaron, como el embrión del género humano, empollado por el mar. ¡La venerable cuna! Todos esos morcillones en racimos, pegados a las piedras, son plantas aún; las ortigas que se mecen como los tallos de la cebada recién nacida, dan el más bello ejemplo del animal-planta. Esas hierbas son todas vivientes, como los corales... esas lapas, en cuya concha nacen matas menuditas, flora de un mundo microscópico, fueron plantas también. Quizás estos caracoles de formas diversas son capullos de flores que comenzaron a vivir antes de abrirse, como esas ''estrellas de mar" que son pétalos de flor en su plenitud. Hay que temer a las plantas. Son microbios que se comen la tierra y el mar, como son plantas los microbios que nos destrozan y se comen nuestras vidas.

La marea sigue bajando. Se descubren nuevas rocas, arrecifes de menudos peñones, ocultos por el agua. La rompiente de espuma blanca levántase apenas mansamente y viene rumorosa, batida, a acostarse en la arena. Está el mar sereno, se extiende manso y gris a lo lejos. Apenas da idea de su movimiento ese ligero bachidrán de la ola que viene hacia la tierra en esa lucha constante en la que siempre el agua gana lo que pierde la tierra, mientras que a un mismo tiempo la tierra gana en otro lado lo que hace perder al agua.

Es lucha sin tregua. Sea cualquiera el viento que lo impulse, el mar no tiene olas hacia adentro. Viene siempre a batir contra la tierra, ya la azote o ya la bese.

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