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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"El suicida asesinado"

Capítulo 5 (2)

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El suicida asesinado
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(Continuación)

Revienta el bachidrán en la espuma rizosa de vendas de encaje.

A veces comienza a iniciarse la espuma en un punto y corre y se extiende como pólvora encendida. Aparece otras en varios puntos a la vez para unirse en la linea aue se prolonga elevada sobre el nivel de las otras espumas hasta ir a aplanarse y tenderse en la arena. Algunas rompen tan lejos que su espuma blanca y cuajada se esparce sobre el fondo azul del agua sin llegar a la orilla.

Todas dan la vuelta sobre sí mismas, se hinchan como un rizo; parece que sacan la espuma de dentro de aquel seno henchido.

***

Baja la marea. Cada vez las dobles ondas claras, desiguales y superpuestas que lamen la tierra, tienen menos fuerza y cada vez el bachidrán es más violento, revienta más lejos, deja manchas aisladas y blancas sobre la superficie; aparecen más escuetas las rocas. Alguna ola audaz alcanza a llegar más lejos sobre la arena, que, viéndola débil, la absorbe con su sed insaciable, sin dejarla volver. A lo lejos, el mar en calma está desierto, es como un espejo empañado que no refleja nada; es como otro cielo semejante a ese cielo gris, unido y nebuloso en el que se ha perdido la idea del sol y de los astros. Cielo de acero, frío y compacto, cuya luz no se sabe de donde viene. Cielo opaco, bajo, pesante, que se une allá a lo lejos, sin dejar adivinar bien su unión, con ese mar frío e incoloro que rima con su color gris y frío. Es como un ala de la melancolía tendida sobre el mar. Perdió el agua su color, se hizo opaca, pesada, en el fondo una pequeña franja violeta; en la orilla la espuma blanca. Una tristeza profunda invade la playa desierta, las rocas reveladas. El miedo del abandono eterno de esas aguas que se alejan, se van, se van más y más. Sigue aún bajando la marea.

Marina 80.—La naturaleza está enferma, su color pálido, su cielo entoldado, este color gris sucio del mar. No es el mismo mar.

Un mar de agua de fregar. El horizonte se ha acercado, el círculo que vemos es escaso; entre la niebla color humo del cielo y la rompiente lejana que lo cubre todo de espuma, sólo se ve una faja oscura, manchosa, de un verde revuelto con color siena. La espuma cubre todo el mar, está tan batida, que da impresión de ser una cosa sólida, masa de merengue, pegajosa. Tiene un tinte amarillo, repugnante; es que la tempestad lo remueve todo y trae el limo, las heces del fondo. Ya no forman encajes, son el copete de un helado bien batido, denso, espeso. No llegan tampoco a la playa. En ella hay un remanso de agua clara que se ha escapado a las espumas y la baña mansamente. Ese mar blanco no tiene belleza. No hay cielo. Lo tapa todo el humo gris y la claridad llega filtrada por ese toldo, sin valores, todo unido. La naturaleza es un acorde en gris y blanco, de una frialdad abrumadora. Las olas se revuelven como torturadas; no vienen rectas, se levantan de todos lados, se entrecruzan, se baten. Tienen una fiebre dolorosa. El mar sufre. Lo mancha ese espumarajo amarillo que aparece sobre las espumas, que se queda hecho una mancha cuando ellas se deshacen. A veces las espumas se separan y el agua que aparece bajo ellas es semejante a una sima profunda, un agujero negro, un abismo ignorado de desconocidas profundidades, algo que aterra y que parece quedar protegido por la capa de la espuma, que es algo así como esas redes que ponen los titiriteros bajo los trapecios para el caso de una posible caída.

Marina 103.—Como la Iglesia tiene sus días en que son simbólicos los colores y se impone el rito morado o el rito blanco, la Naturaleza tiene también colores diversos. Hoy sus oficios han sido en amarillo. Se ha puesto el sol entre tonos amarillos, sinfonía amarilla. Rito amarillo.

Era un amarillo maduro, un amarillo luminoso, aristocrático amarillo de galones de oro viejo.

Hasta el aire tenía un reflejo de amarillo dorado y olía a membrillos maduros.

La misa de la Nauraleza es larga. Se alza por la mañana la hostia y puede adorarse muchas horas en su custodia azul, más o menos velada, hasta que a la tarde se realiza el misterio supremo de la comunión. Es ese el momento de sumirse el sol en las aguas o hundirse en la tierra como brasa encendida que se apaga. En esa comunión se une la Naturaleza entera y el misticismo panteista llena el alma. Asistimos a la muerte de un Dios. Ese sol es un Dios que muere. Mañana volverá a alzarse otra hostia de la inmensa patena de los días; pero para nosotros no será ya ese sol nuestro, ese sol de hoy: será otro sol.

Marina 104—Hay como tres cielos. Un fondo azul, de un azul un poco violeta, como desteñido por la lluvia, que aparece y se borra de vez en cuando, allá muy arriba.

Hay otro cielo de nubes brillantes, nácar luminosa, en grandes masas compactas, cuajadas de luz; y hay un cielo muy bajo, enormes telarañas de humo que corren empujadas por el aire.

El mar tiene un profundo verde gris. Las olas se alzan a una terrible altura, todo el mar son olas. Se diría que allá en alta mar encuentran un escollo enorme, desconocido, contra el que chocan y revientan. Es como si durante la noche hubiesen aparecido islillas en todo el mar, un arrecife desconocido que las olas se entretuviesen en derrocar y combatir con furia; las montañas de olas revientan fuera, contra ese obstáculo imaginario, se las ve alzarse y estallar en espumas que se tienden por la superficie.

Y allá a lo lejos camina un barco, un gran vapor, contra el que chocan las olas, sobre el que saltan con furor. Se le ve imponente y magnífico, cabeceando, pasando por cima de ellas, humillándolas.

Es lo único que da vida al paisaje, ese vapor y un pequeño pato, de cabeza negra, que en el remanso del mar cerca de unas rocas está gallardo y erguido asomando su cabecita que tiene algo de la proa de esos barcos de Vikinys, cuyas influencias se buscan en el arte Oriental o Bizantino y que sin duda se inspiraron en la arrogancia de una cabecita de cisne o de pato, surcando las olas con la gallardía de una góndola; el animalillo se sumerge en la espuma revuelta para coger algún pez, aparece luego sereno, tranquilo, desafiando en su pequenez la inmensidad del mar embravecido. Con admirable instinto se lanza hacia afuera para hundirse mejor en la blandura de la ola cuando ésta amenazaba con estrellarlo contra las rocas. Un reflejo de sol, cernido entre los celajes ilumina el paisaje desolado y triste.

Marina 200—El mar está en calma, lechoso y frío. Llueve; caen gruesas gotas que forman en el gran espacio lejano una cortina de finas cuentas como esas cortinas japonesas, que son todo flecos; una cortina de cuentas de ópalo. Parece que todo es agua, el mar, el aire y el cielo. Las gotas al caer en el agua del mar hacen saltar chispas de ellas, como si fuesen piedrecillas de pedernal que chocan. Parece que hierve la superficie del agua revuelta por el azote de las gotas de lluvia. ¿Se mojará el mar de esta agua dulce y virgen que le envían las nubes? El tono del cielo es más claro allá, hacia el mar lejano, que en la parte de tierra. Brota de la sierra la tempestad que una mano invisible empuja hacia la costa. Es de la tierra de donde viene la tempestad. Se la envía la tierra al mar, es ella la que lo inquieta, la que lo encrespa, la que lo azota; la que parece celosa de que él tenga también caminos, carreteras, rails, por donde caminan los hombres.

Es como un toldo negro el que sale de detrás de la sierra, espeso, profundo, amenazador. Avanza, avanza lentamente, pero siempre se aclara y se desvanece sobre el confín del mar, ya llega sobre nosotros modificado, en su negrura.

***

El mar continúa en calma, cae el manto de la lluvia ya con menos furia; en el fondo de esas nubes no hay electricidad; no hay rayos ni truenos. Guardan como un recuerdo de sol que allá en el fondo hace brillar un triple arco iris apoyado en las aguas, saliendo de ellas; el collar de Amnon que despliega Istar como símbolo de paz; la bandera de la alianza después del diluvio... poco después la cresta de las olas comienza a dorarse con la plata de un reflejo de sol, débil, tímido, algo amarillento... un sol mojado.

Marina 205.—¡Qué magnífico acorde en gris! Está gris el mar, gris de acero a medio enfriar, gris de Anatita, brillante. No hay olas, no hay espumas,. la arena alisada, planchada, es gris también, en un gris mezclado con sepia; las rocas son gris violeta y el cielo es gris de cristal empañado, las nubes son todas grises, de un gris, de bronce, como grandes masas fundidas en una inmensa turquesa de formas vagas. Hay una solemnidad incomparable, una majestad que no puede describirse. La naturaleza ha vestido de luto; está imponente en su tonalidad gris y fría; se refleja sobre la tierra, las sierras al fondo tienen un gris pizarra y las cumbres están envueltas en la gasa gris ceniza.

Tres barcos de vapor pasan a lo lejos y su humo gris también es como otra faja de nubes tendida en el horizonte, limpio de celajes. Si no fuese por la marcha de los buques tendríamos la impresión de la inmovilidad con esta solemnidad gris.

***

Acorde en verde. Verde claro, verde tierno, verde de hierba recién nacida en la raiz de la espuma, verde diáfano y luminoso. Se va haciendo más oscuro, sin salir del mismo tono, hasta que allá a lo lejos se toma de un verde denso, profundo; es ese mar verde como la cola de un gigantesco pavo real.

El cielo es claro, de un celeste-verde-agua, muy luminoso y muy tenue. Hay una manada de borreguillos paciendo en la pradera del cielo; según aparece rizado, aborregado, con los vellones de lana blanca. Vienen las olas a batir las peñas de la costa, lavadas y pulidas por el mar. Las puntas están redondeadas y se asemejan a grandes torres derrumbadas por el continuo batir del agua. Avanzan grandes piedras, especie de dolmens enormes, hay fósiles de conchas incrustados en piedras calcáreas; hay oquedades que penetran bajo los cimientos de la orilla y donde entra el mar con mugidos de vaca. Está como partida la costa por mi cataclismo que quebró la tierra y son como sillares de edificios caídos y arruinados todas esas grandes peñas, esos enormes cubos de piedra, que bate el agua saltando sobre ellos con furia.

***

¿Por qué azotan siempre las olas con furia esas puntas salientes? ¿Es que el mar tiene odio a los cabos? Están clavados en él como espinas y esta es la parte más occidental de Europa, el avance más audaz de la tierra, por eso las olas tienen una embestida de perros rabiosos, son los azules canes que ladran en Caribides, acometen y muerden. A veces, parecen más bien tigres que saltan y afianzan las garras, resbalan y saltan otra vez. Esas gotas que chispean contra la piedra y se desparraman con ruido de aguacero en el tejado tienen fuerza de chispas de pedernal.

Marina 306.—El mar está muy azul, un azul oscuro, fuerte, atormentado, bajo un cielo muy claro, después de la tempestad. La espuma se irisa de sol, con reflejos dorados y parece brotar de un celeste mar claro, que tienen las olas cerca de la roca.

El viento hace correr las nubes bajo un cielo muy azul. Se levantan grandes olas, que revientan en un torbellino de espuma blanca. Tropiezan con el viento, que las impulsa y levanta en ellas un polvo blanco, una cabellera de plata que se tiende hacia atrás; se levanta alta y cae y se pierde sobre la movible ondulación.

El sol se pierde en un crepúsculo sin gloria, entre las nubes amontonadas en el horizonte, tan densas, que nos roban el momento solemne de la consumación.

Han traído las olas una caja cerrada y la han depositado sobre las rocas, suavemente, sin romperla. ¿De dónde la traen? ¿Es lastre arrojado por algún barco? ¿Es el resto de un naufragio? ¿Se encierra en ella un misterio? Es interesante todo objeto que aparece en el mar... Se ha quedado en seco en una roca. Saltan hombres y mujeres a cojerla... Es una caja llena de limones, limones de España, olorosos, jugosos, amarillos. Ni siquiera ha borrado el agua la leyenda del papel de seda que los envuelve. ¡Qué probo es el mar! Devuelve a la tierra todo lo que es suyo. Rompe, destroza, sumerge como un niño que juega, por travesura; pero luego le lanza los despojos de todo a la costa. De lo que la tierra le roba al mar no le restituye nada.

Marina 470.—Una gran nube oculta al sol. El se escapa travieso por su espalda y va a dejar caer sus rayos sobre el mar. Se diría que siente estar oculto por no poder ir a bañarse en el mar.

Gracias a su estratagema, los rayos fugitivos caen en un haz, semejantes a un reflector. Iluminan en la serenidad del mar un espacio que parece de plata líquida y fría. Un glacial de plata. Al enfriarse, parece que la cubre una débil piel de plata, piel de agua.

Queda como uno de esos focos iluminados por un foco en el inmenso océano.

Se espera ver surgir la actriz. La ondina desnuda, pura, perfecta de formas, sin rubor y sin impudor, serena, para danzar en ese espacio iluminado. Muy blanca, con los brazos desnudos. Los más bellos brazos blancos del universo.

Marina 471.—La luna riela en el mar. Se mezcla al agua salada un arroyo de luna. Parece que la luz de la luna deslíe en el mar algo del astro. El mar y la luna tienen más intimidad que el mar y el sol. Quizás el mar es el enamorado de la luna, tiene las grandes mareas para subir hasta ella cuando se le muestra en su plenilunio. El mar tiene una sed de luna como la que los sauces sienten del agua. Es el eterno atormentado que no la alcanza jamás, pero ella lo engaña, se le entrega, hay noches en que él la posee. ¿Cuál es la verdadera luna: esa de ahí arriba o la que tiembla de amor en el fondo del agua?

Es lástima que no pueda retratar el agua del mar con igual fidelidad a las estrellas. Sería maravilloso navegar con la ilusión de caminar entre astros, de ir envueltos en un doble cielo, de tropezar a Sirio o a Aldeharán con la quilla de nuestra nave. Pero las estrellas no bajan. La luna sí. Un día se ahogará en el agua, se precipitará en ella, se deshará, en un arranque de pasión. La luna, caerá en el mar.

Marina 508.—El sol es como un ascua roja que quema las pupilas. Le miro fijamente y le veo como si girase en vueltas vertiginosas. El crepúsculo está de rojo y tiene tonos ceniza en los lugares donde lo ha calcinado ya el incendio. Hay brochazos de oro en las nubes, jirones de oro, arroyos de oro.

La luz lo tiñe todo de rojo y de dorado.

Marina 510.—Hoy pasean los Delfines por el jardín del mar; debieran llamarse Delfines, en vez de Golfines para dar mejor la sensación que nos producen. Van cerca de la orilla, más allá de la rompiente. Caminan dos a dos y se les ve saltar, juguetear, chapotear en el agua. Parecen guarrinilios, recuerdan al hipopótamo, tal aparece su piel charolada y luciente al sol. El mar está claro, verde claro. Se espera ver pasar una procesión de sirenas y tritones llevando en un trono de algas y corales a la princesa del mar. Los Delfines son como los Heraldos, como esos chicos que juguetean y se atropellan delante de todo cortejo; así van de revoltosos y juguetones.

Sobre ellos vuelan gaviotas. Ellas tienen la sensación de la realidad; saben que los Golfines persiguen la gran mancha de peces, y los siguen tratando de sacar también su parte.

Vuelan sobre ellos, con ese vuelo de las grandes alas, que parecen de trapo, desarticuladas, vuelo sin graeia, vuelo de abanico movido con descuido, movimiento de mano de tonta que dice adiós.

A veces se sumergen y vuelven a salir después de breves momentos, para continuar su vuelo casi inmóvil cerniéndose en un mismo sitio, con el batir de sus alas de trapo.

El sol se pone blanco y magnífico, sin cambiar de color ni tropezar con mi eelaje; claro y transparente en el reposo de la tarde clara y transparente.

Marina 615.—El mar es como un lago. Tan claro, tan transparente, cristalino. El suave rumor de la ola que se riza sin espuma, con una ligera orla de festón lechoso tiene algo de sonido de silofón. Barquitos de pescadores juegan sobre el agua, con la vela blanca en punta, gallarda vela latina, señora del mar; parecen barquitos de papel en la superficie de un estanque.

Algunos tienen velas cuadradas de colores, antiguas velas fenicias, cuya tradición se perpetúa aún aquí. Se ven varadas en la arena algunas de esas barquillas, de alta popa y aguda proa, que recuerda las legendarias libúrnicas. Detrás de ellas, sujetas por decorativas maromas, un manojo de anclas afianzadas en la tierra, con esa belleza de las anclas, garras que se clavan en el fondo del mar; y un montón de jarcias, redes, anzuelos y corchos, todo mojado, revuelto, con la arena, oliendo a algas y a mar.

Hay barquillas cercanas que dibujan su silueta; hay barquillas allá a lo lejos que sólo asoman la punta de su vela subiendo la cuesta, la eterna cuesta del mar, cuya planicie nos da la sensación de estar más alto que la tierra, de ser una montaña.

El sol se pone en amarillo. Es una tarde toda amarilla; un crepúsculo de oro. Se tiñe en amarillo el mar, el aire está dorado, las nubes brillan con un puro amarillo de bronce bruñido, de oro viejo, pálido. Se ha vestido de oro la naturaleza, con su cota de mallas de oro; se ha enjoyado con todas sus joyas; son aros de oro macizo todos esos que se incendian en luz dorada cerca del sol, que desciende como una moneda de oro americano, imagen de sí mismo, que vuelve al tesoro de los Incas.

Marina 620.—El mar está atigrado, manchoso como la piel de una pantera. Es como un símbolo esa inmensa piel de agua en la que campean manchas oscuras, color alazán, manchas amarillo de ocre, manchas verde-mancha y manchas azulosas y blancas. Es el símbolo ese recuerdo del tigre, en ese agua mansa, siempre inquieta, siempre dispuesta a levantarse, a precipitarse en la tierra, a batirla y socavarla. Tiene algo de hipócrita la caricia de los días serenos; es mansedumbre de tigre, de gata, de mujer sometida que acaricia a quien odia.

El sol aparece entre un reflejo rosa salmón, se asoma tímidamente, sin rayos, como una luna de azogue, una luna más brillante que la otra, menos ardiente de color; es un globo de luz dulce que no tarda en enviar un haz de rayos, tendidos, largos, prolongados sobre el agua, que parece que nos van a alcanzar. En la serenidad del cielo limpio del amanecer no hay nubes; en poniente se ven las últimas sombras que la luz empuja hasta allí. Es más oscuro el cielo hacia aquella parte. A Oriente está esa neblina rosada, cernida; polvo que levanta a su paso el carro del sol.

Dos barcos de alto bordo pintados de claro cruzan a lo lejos. Cerca de la orilla agitan las olas las gaviotas, recordando a los viajeros esos pañuelos blancos, desmadejados, que en el puerto de partida se quedaron diciéndoles adiós.

Marina 621.—Hay un mar de moine. La gran llanura verde y rizada se halla cubierta de puntitos blancos bordados en la superficie. Olas pequeñas, rizadas y deshechas en pocos momentos, parecen nenúfares que suben a fecundarse y siembran de sus flores todo el verde del océano. A veces recuerdan los jazmines y los pétalos de rosa blanca que caen sobre el manto de una imagen al pasar la procesión. Ofrenda de las aguas a la Virgen del Mar, que es quizás la más poética y la más poderosa de las vírgenes; la virgen que hace brotar las azucenas en la arena salitrosa e infecunda. ¿Por qué no es verde de mar el manto de la Virgen del Mar?

El sol avanza hacia en medio del cielo. Las nubes tenues se han desplegado como un abanico, forman como un inmenso abanico, de varetas estriadas, sin vitela, abanico de plumas rizadas, cuyo extremo se apoya en la sierra pizarrosa que se tiende al fondo, con su perfil redondeado, gracioso, lleno de sinuosidades, donde se tienden apacibles pueblecillos, millares de casas, refugiados de la tempestad en sus repliegues; casitas muy blancas, de tejados muy rosas.

Y allá en lo alto, rocas peladas, almenas de una vieja alcazaba morisca, y la esbelta torre de un palacio que lo domina todo. Las gaviotas parecen flores, de esas flores de espuma que se levantan y vuelan, y, a veces, las espumas parecen gaviotas que se bañan.

En la playa vuelan golondrinas, con sus vuelos rápidos, curvos y graciosos; quizás acaban de cruzar su inmensidad con ese admirable instinto que les advierte cuándo hay primavera en el otro hemisferio desconocido. En lo alto vuelan aviones, con su forma de flecha, que se lanzan en vuelos rectos de líneas quebradas, vuelos ciegos. Se confundirían con las golondrinas si no fuese porque ellas vuelan con una gracia muelle y flexible y porque ellas se han traído su camisa de pechera blanca entre su traje negro de etiqueta para presentarse en Europa bien vestidas. Hay la misma diferencia entre los vuelos de aviones y golondrinas que en el andar de una mujer graciosa y joven y una pobre anciana.

Da deseos de coger y acariciar a esas golondrinas que vienen a entrar dentro de la casa, que son fieles para volver, que tienen la piadosa tradición de sacar con sus picos las espinas de la cabeza de Cristo, para ser aves casi sagradas. Parece que para ellas han formado las nubes esa palmera entre cuyo ramaje podrían descansar.

Marina 623.—No existe ya ahí el mar. Se ha perdido. Debe haber un gran abismo en el lugar que ocupaba. Es como el cráter de un volcán enorme, apagado, del que sube ese polvo sutil de las tinieblas, como un humo negro y frío.

Es más densa, más oscura la oscuridad del mar que la oscuridad de la tierra. Las tinieblas salen del mar; entran por mi ventana, lo envuelven todo.

No hay tampoco cielo; se deja caer una oscuridad pesante. Da la impresión de que estamos en medio de dos abismos inmensos.

Sólo de vez en cuando el haz de rayos lechosos y sin brillo del faro aparece en la cumbre del monte vecino y se extiende como un brazo en las tinieblas, como si nos fuese a prender. Es como un relámpago, un efecto instantáneo, que hace más potente y más espesa la oscuridad.

En el confín brillan con un resplandor de incendio, de ascua ardiente, las luces de dos barcos. Jamás ha lucido la luz tan brillante como en esa oscuridad. Son regueros de luz entre la sombra, de tal modo que parece que arde la sombra, que es ella la que alimenta la luz.

Y de minuto y minuto la luz lechosa, el haz de rayos, viene como unaa garra enorme a tenderse de nuevo entre la sombra y a amedrentarnos con la amenaza de envolvernos y empujarnos con la escobilla sus hilos de invisibles alambres, para lanzamos en la sombra y en el vacío.

Marina 680.—La gloria del Sol ríe sobre el Mar. Tiene un azul turquí, un azul fuerte y límpido, un azul inconfundible, un azul de azulejo, un azul de Nattier.

Y el cielo es azul también, tiene un azul eléctrico, brillante, azu! de luz, como un inmenso zafiro. Ni una nube, ni un celaje.

Arde el azul entre los fulgores de un sol de llamas, que centellea y quinto. Se diría que las olas juegan a aprisionar rayos de sol, porque al rizarse los envuelve y se ven rebrillar como plata ardiente en la cresta del oleaje, con resplandores fascinadores, quemantes.

Cabrillean rayos de sol en el movible rizado del agua; cada rayo reproduce en pequeño al disco con la misma intensidad de luz y de incendio. Hay un jugueteo de espejuelos en los cristales del agua, que al agitarse hierven y se levantan en burbujas de plata derretida y alucinante.

Con ese espejeo de lentejuelas en su fondo y en sus espumas, da la idea de una de esas faldas de seda azul con lentejuelas y volantes de encaje rizado que ondulan, rebrillan y ofuscan en tomo del cuerpo ágil de una bailarina.

Salomé ha desplegado su túnica para danzar, pisándola, en la orilla de este mar azul.

Varios niños juegan en la playa. Se acercan hasta el límite de la ola y huyen cuando ésta se aproxima. Pero no la huyen con miedo, sino con deseos de dejarse coger, de enredarse en la red de encajes, de envolverse en el velo centelleante de las lentejuelas, de perderse en ese espejeo de sales encendidas de ardor y rebrillar en la plata líquida e incandescente que crestellea las ondas que se deshacen. Unirse y consumirse en esa belleza suprema.

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