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Carmen de Burgos y Seguí "¡Ay del solo!" |
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
¡Ay del solo! |
Los veía todas las mañanas durante esos días otoñales en que el cielo de Madrid finge sonrisas de primavera; sentados frente al borde de las aceras, la larga fila de vendedores ambulantes se extendía a lo largo de la calle. Antes de volver la esquina, en lo más ancho de la plazoleta, bajo los árboles casi desnudos que se desprendían lentamente de sus hojas, estaba el puesto de libros viejos, pretenciosamente alineados los de texto, encuadernados y voluminosos. Recordaban con su aspecto la ciencia adocenada y la mediocre burguesía de los catedráticos que los escribieron para rodar de mano en mano de una a otra generación de estudiantes, a los cuales se da todos los años patente de sabiduría por repetir de memoria unos renglones. Cerca de estos libros científicos se apilaban las novelas de folletín y de entregas, con las hojas grasientas o rotas en su mayoría, y algunos ejemplares modernos, en cuyas anteportadas podían leerse las dedicatorias de inexpertos autores a tal cual crítico o periodista. Una mesilla de flores tristes y descoloridas, sobre las cuales caían como lágrimas de la Naturaleza las resecas hojas de los árboles, unía estas petrificaciones del pensamiento que repercute en las aulas de las universidades al kiosquillo donde se ofrecen los periódicos con su incitante olor de tinta fresca. Vuelto el recodo de la acera, las opulentas cestas de bellotas extremeñas, con su luciente cáscara de nogal bruñido, esparcían al sol sus tonos calientes, pareciendo alegrar con una evocación de montañas distantes a los cientos de pajarillos prisioneros dentro de sus jaulones, que revoloteaban mostrando el delicado plumón polícromo escondido debajo de las alas. Frente a la primera cesta se sentaba todas las mañanas una vendedora chatilla, regordeta, bajita, de mejillas amoratadas, que daba constantemente el pecho a un pequeñuelo sonrosado y blando como un rollito de manteca. El chiquitín separó la boca de púrpura del botón del seno de la madre, tendió los bracitos hacia la jaula de los pájaros, y se agitó con movimientos tan graciosos y ligeros como los propios jilguerillos. —Mira, Cacique—exclamó la madre dirigiéndose al muchachuelo que vendía los pájaros—, dale uno a mi pequeñín. El Cacique estiró el pescuezo dentro de la bufanda mugrienta enrollada a su cuello a modo de collarón, y moviendo el cuerpo con la lentitud del adolescente envejecido y sin jugos, cogió una jaula y la levantó hasta la altura de la cabeza del niño, que echaba hacia atrás el cuerpecito, asustado por el ruido de las alas al chocar contra los alambres. —Ancla, dile a tu madre que te compre uno -dijo, como si el pequeñuelo lo pudiese entender. —Espérate a que nos toque la lotería-—repuso la mujer riendo. El chiquitín se había repuesto del susto, y en sus ojazos muy abiertos se reflejaba la expresión de un deseo, que le hacía tender las manitas temblantes hacia la jaula. Dos señoras ancianas, con trajes dle merino negro y capotas de bridas, cruzaban, cogiditas del brazo, bajo un enorme quitasol. —¡Escucha las señoricas! — gritó una bellotera—: hacen bien en taparse, no les vaya a dar el sol. —Ten cuidado, que te vas a poner morena—exclamó otra, y todas las vendedoras y pílleles lanzaron una nube de picantes epigramas, con la gracia agresiva del pueblo de Madrid, sobre las infelices que habían despertado su hilaridad. La chatilla tomó parte en la chacota general, y el Cacique volvió a dejar la jaula en el suelo y estiró el cuello dentro de su bufanda para ver mejor sin necesidad de moverse. El chiquillo rompió a llorar: quería los pájaros; su voluntad se manifestaba en gritos y rechazaba el pecho rebosante de licor de vida que la madre le ofrecía para callarlo. Un mocetón pálido, de bigote retorcido, con la blusa manchada de cal, vino a pararse detrás de la muchacha, que volvió el rostro hacia él, envolviéndolo en una mirada de pasión. —¿Nos vamos ya?—preguntó. —¿Por qué llora el niño?—dijo él sin responder a la pregunta. —Porque el cabayero quiere un pájaro. —¡Hola! ¿conque esas tenemos?- repuso alegremente el mozo—. Pues mira. Cacique, dale un jilguero de diez céntimos, que para eso lo gana su padre. Y mientras la mujer cosía el pajarillo y lo agitaba delante del muchacho, el padre cargó las cestas de bellotas sobre los hombros y los tres se alejaron de allí. Los vi perderse a lo lejos entre ondas de sol, con los ecos de su alegre charla y de sus risas, que dominaron el ruido de las voces, de los coches v de los tranvías. Sentí el estremecimiento del miedo que hace temer la desgracia delante de la felicidad. Algunas hojas secas cayeron a mis pies y se arremolinaron junto al tronco de un árbol con ese rumor quebradizo que recuerda los suspiros. *** —Oye, Cacique, mala sombra; buena cosa, me vendiste el otro día; el pobre pajarillo ha amanecido muerto. —-¿De veras?... —-Si, hazte de nuevas, bribón: por más que en estos dos días le he dado de comer, el pobre pajarito siempre triste, triste, no quiso abrir el pico; lo puse al sol y no se alegró: le sujeté a los alambres unas hojitas verdes, y parecía mirarlas con pena; ni siquiera metiéndole las patitas en agua le pudimos revisar; amaneció frío en su canastillo de lana. —Pero tú te vas a largar de aquí. Cacique— dijo el mocetón que acompañaba a la muchacha:—, y te vas a ir a vender a otra parte, porque lo que hacéis todos es apretarle el corazón a los pobres animales para que se mueran y vengan a comprar otro los que no quieren ver la jaula vacía. —Como que una jaula sin pájaro es lo mismo que una cuna sin niño—dijo otra vendedora. —¡Galle usted, por caridad, vecina!—exclamó la chata estremecida. Entretanto el Cacique clamaba de un modo enérgico contra la injusticia de los que pensaban que él pudiera hacer daño a los pobres pájaros. No; eso era una infamia. —¿Para qué apretarles el corazón? Ya se lo aprieta bastante la pena; se mueren de verse solos... *** Todas las mañanas veía a la bellotera, al Cacique, al pequeñuelo y a los pájaros, mientras esperaba el tranvía para irme al trabajo. El cuadro variaba poco. Creo que la chatilla, ocupada con el muchacho, era la que menos vendía de todas las belloteras; se pasaba la vida haciéndole fiestas, cosquillas, lo tiraba en alto para que riera, y lo aparaba en los brazos entre besos ruidosos. Algunas veces me había alejado ya mucho y todavía escuchaba su acento alegre: mientras las otras pregonaban con mecánica monotonía: «Bellotas dulces de Extremadura; son como la miel», ella llamaba a su hijo con hermosa impudicia: «¡Ladrón de mi alma! ¡Hijo del rey! ¡Hijo del obispo!», como si reclamase para él la paternidad de la humanidad entera. *** Empezaron los fríos; cayó la nieve; los pájaros y las bellotas desaparecieron de la acera, y yo experimenté cierta melancolía, la tristeza de vivir, que lo mismo nos asalta ante lo mudable de las cosas que con la monotonía de lo permanente. Así es que en los primeros días del otoño siguiente volví a recordar a mis amigos del año anterior, y pasé más temprano con el deseo de verlos. El cuadro era el mismo. Allí estaba el puesto de libros, al que habían vuelto idénticos ejemplares; el kiosco de periódicos, que también son siempre los mismos; la mesilla de las flores pálidas, las sanas cestas de bellotas, el Cacique con sus pájaros y la chatilla. Me costó trabajo reconocerla; delgada, pálida, triste, se asemejaba a la descripción que ella hizo del pajarillo moribundo. En su falda no estaba el rollito de manteca, y el pecho, seco, se ocultaba bajo el arrugado pañolón. No era necesario preguntar qué le sucedía. Seguí viéndola todos los días, siempre triste, siempre inmóvil; caían como lágrimas en torno suyo las hojas secas, con su rumor de suspiros, y los árboles, escuetos, con las ramas desnudas y los troncos nudosos, parecían replegarse como seres que sienten frío y que se ponen tristes. Una mañana, el Cacique estaba empeñado en una de sus frecuentes discusiones; se le acusaba de clavar la uña en el corazón a los pajarillos que vendía cuando los sacaba de la jaula, y el muchacho se defendía enérgicamente de la infamia que se le imputaba. La chatilla, siempre inmóvil, salió esta vez a su defensa. —Tiene razón; eso es una mentira—dijo—, los pajarillos se mueren cuando se ven solos... y les aprieta el corazón la pena... *** Pocos días después el sitio de la bellotera estaba vacío; pasaron algunas semanas, y como no volvía, pregunté al Cacique por ella. En dos palabras me contó la historia que yo había adivinado: —A poco de morírsele el chico se le fue su hombre, y ella no hizo na pa consolarse ni buscarlo. Se puso triste, muy triste—. Y añadió con el mismo tono que empleaba para defenderse de la acusación de hacer daño a los pajarillos:— Se murió porque se vio sola. Yo recordé sus palabras: «Le apretó el corazón la pena.» |
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