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José Selgas Carrasco en AlbaLearning

José Selgas Carrasco

"La mariposa blanca"

Capítulo 9

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La mariposa blanca

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CAPÍTULO IX

La idea de que Berta había perdido el juicio, tenía al ama de llaves medio loca. Se ocultaba en los últimos rincones de la casa, y allí se escurría a llorar. Ella no podía sobrellevar sola la carga de tan terrible secreto...; pero ¿a quién confiarlo? ¿Cómo asestar al corazón de su padre tan terrible puñalada? Decirle que Berta había perdido el juicio era lo mismo que asesinarlo. El buen señor la espiaba con los ojos de su cariño; pero su mismo cariño le había puesto una venda en los ojos, y no advertía la locura de su hija.

Y el caso es que el ama de llaves se confirmaba cada vez más en la realidad de tan tremenda desgracia. Durante la noche se acercaba muchas veces a su cama y la oía dormir tranquila. Ninguna alteración extraordinaria, ni en sus costumbres, ni en sus acciones, ni en sus palabras, atestiguaba el extravío de su razón. Cierto; pero esperaba a Adrián Baker, y juraba que vendría. En vano intentaba persuadirla de semejante desatino, porque Berta se irritaba y la imponía silencio, o se reía con incredulidad compasiva de las razones de su nodriza. ¿No era esto una locura?

El ama de llaves había perdido de la noche a la mañana el apetito y el sueño, y huía del padre de Berta, porque no estaba segura de guardar el secreto que llevaba en el alma. Siempre el mismo pensamiento dando vueltas en su cabeza como un remolino. Vamos, la locura de Berta iba a costarle el juicio a la nodriza.

Una noche se agitaba sin poder dormirse; su imaginación se hallaba llena de sombras pavorosas. En medio de la oscuridad veía semblantes que se la acercaban y huían, riendo y llorando, que se desvanecían para volver a reproducirse, y todas estas cabezas, que danzaban ante sus ojos, tenían, a pesar de sus grotescas facciones, una semejanza diabólica con la cabeza de Adrián Baker. La nodriza, aterrada, cerraba los ojos por no verlas, y, sin embargo, continuaba viéndolas.

Se creía bajo el imperio de una pesadilla, y, haciendo un esfuerzo, se sentó en la cama. Entonces oyó un sonido lejano, un acento dulce, una música misteriosa, cuyas notas se perdían en el silencio.

Redobló la atención de sus oídos, y pronto comprendió que aquellas notas se escapaban del piano, y saltó de la cama, exclamando:

—¡Berta! ¡Berta!

Comenzó a vestirse apresuradamente y a tientas, diciendo con voz atribulada:

—¡Sola, en el pabellón, a estas horas! ¡Hija de mis entrañas; está loca!

Todas las visiones de sus ojos se habían disipado; no veía nada; sólo oía los acordes del piano, que resonaban a lo lejos en medio del silencio.

Salió de la habitación en que se hallaba, y palpando ios muebles que encontraba al paso, se dirigió al cuarto de Berta. Empujó suavemente la puerta, que cedió al primer impulso, abriéndose silenciosamente, y una vaga claridad, semejante al último resplandor del crepúsculo, iluminó sus ojos; era la luz de la lamparilla, que ardía dulcemente, encerrada en su vaso de porcelana.

Su primera mirada fue a la cama, y al pronto no vio más que un objeto informe; mas luego descubrió que la cama estaba desierta.

Pensó coger la lamparilla que ardía en un ángulo de la estancia, para alumbrarse y dirigirse al pabellón; mas en aquel momento sintió sobre su rostro una bocanada suave de viento húmedo y frío.

Volvió los ojos hacia el lado en que había recibido la impresión del aire, y reparó que la ventana se hallaba de par en par abierta, a la que, por la parte exterior, se agolpaba la profunda oscuridad de la noche.

Y poseída de un estupor indecible, sin querer dar crédito al testimonio de sus propios ojos, vio como una figura humana inmóvil delante de la reja, con las manos cruzadas y la frente apoyada sobre el quicio de la ventana.

Un sudor frío, el sudor de la muerte, inundó su cuerpo; quiso temblar, y no pudo; quiso gritar, y la voz se le ahogó en la garganta; quiso huir, y sus pies, pegados a la tierra, se negaron a seguirla.

Con los ojos desmesuradamente abiertos, prontos a saltar de las órbitas, con la boca desencajada y el espanto pintado en todo su semblante, permaneció como petrificada, sin fuerza para sostenerse, sin voluntad para desplomarse.

Y, en verdad, no le faltaba razón para sentirse aterrada.

Tenía delante a Berta, inmóvil, apoyada sobre la ventana, recogiendo con atención absorta las notas que, como un torrente, se escapaban en aquel momento del piano.

No era, pues, Berta la que rompía el silencio de la noche con aquella música increíble.

¿Qué mano desconocida, qué mano invisible hacía sonar las cuerdas del piano, en medio de aquella soledad y de aquel silencio? ¿Era verdad lo que sus ojos veían? ¿Era verdad lo que sus oídos estaban oyendo? ¡Era todo ello la visión espantosa de un sueño terrible!

Y no es esto sólo, sino que la memoria atribulada de la nodriza recuerda con íntimo estremecimiento de su alma aquellas misteriosas melodías que se clavan en sus oídos. Sí; por la caja del piano resuena como un trueno sordo y profundo, y se oyen, ya más cerca, ya más lejos, notas que estremecen y cantos que aterran; parece que por la voz de las cuerdas estremecidas hablan un lenguaje ignorado todas las almas del otro mundo.

Yo no sé el tiempo que el ama de llaves habría permanecido muda e inmóvil bajo la impresión del terror que la dominaba, si Berta no hubiera reparado en ella.

No le causó ni asombro ni sorpresa ver allí a su nodriza, y acercándose, la cogió una mano, y sacudiéndola dulcemente, la dijo:

—¿Lo ves? ¿Lo oyes? Es Adrián... Adrián, que viene a buscarme: la mariposa blanca no me ha engañado.

El ama de llaves tuvo valor para pasarse la mano por la frente y restregarse los ojos.

—Yo sabía que había de venir—siguió diciendo Berta—, y le esperaba todos los días.

La nodriza respiró con ansia, como quien hace un supremo esfuerzo.

—¿Oyes—dijo Berta—esos suspiros que se escapan del piano? Es él, él, que me llama, y puesto que has venido, vamos a encontrarlo.

Y diciendo y haciendo, cogió la lamparilla, y añadió:

—Sígueme.

El ama Juana la siguió como una sombra.

Entraron en el jardín, y se dirigieron al pabellón. La pálida luz de la lamparilla iluminaba el semblante de Berta, esparciendo a su alrededor una claridad fantástica, que hacía más espesas las tinieblas que la rodeaban.

La nodriza se sentía arrastrada por Berta; andaba sin el consentimiento de su voluntad: una fuerza más poderosa que su terror la empujaba.

De esta manera cruzaron el jardín y llegaron a la puerta del pabellón. Allí Berta se detuvo, y con voz dulce llamó, diciendo:

—¡Adrián!

Pero su voz no obtuvo respuesta.

Entonces entró.

Juana se agarró a Berta, para no caer desfallecida, y cerró los ojos.

La luz de la lamparilla iluminó el pabellón, cuya soledad parecía asombrada de aquella visita inesperada: el piano se hallaba abierto y mudo.

—¡Nadie!... — exclamó Berta suspirando.

—¡Nadie¡...—repitió Juana abriendo los ojos.

Y era la verdad: el pabellón estaba desierto.

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