En la época en que da principio este relato, Bernarda se encontraba en el Abril de la juventud, en los diez y seis años de su vida. La naturaleza había recibido orden expresa del Autor de todas las cosas, y parecía complacerse en adornarla con todos los dones de la belleza. Poseía, al mismo tiempo, todo el atractivo de la mujer y todo el encanto de la niña; la infancia y la juventud se reunían en ella, dispuestas, al parecer, a no separarse nunca. Sus rizos, rubios como el oro, rodeaban su frente, formando alrededor de su cabeza una corona de luz, cuyos reflejos atraían y deslumbraban; resplandecía en sus ojos azules la claridad del cielo y en la blancura de su rostro se reflejaba la pureza de su alma y la bondad de su corazón en la dulzura de su sonrisa.
Las gentes de la comarca se quedaban absortas al verla y no se cansaban de mirarla.
— Tiene ángel — decían.
Buscaban sus miradas como una esperanza, sus sonrisas como un consuelo, sus palabras como un tesoro. Al verla saltaban los niños en los regazos de sus madres y tendían las manos para cogerla. Ella los tomaba en sus brazos, los suspendía sobre su cabeza y los besaba.
— ¡Tiene ángel! — repetían por todas partes.— ¡Tiene ángel!
Los niños, las mujeres y los hombres la seguían impulsados por una atracción irresistible, y ella los conducía al cementerio, y allí, todos de rodillas, rezaban delante de la cruz que señalaba la sepultura de Magdalena.
Se necesitaba un nombre para designarla; un nombre que representara con toda viveza la impresión que causaba el verla, y en el lenguaje sencillo de aquellas gentes brotó uno que fue repetido por todas las bocas... la llamaban Rayo de sol. Rayo de sol, porque era la luz y la alegría de la comarca.
Extraño prodigio... Se veía sola en el mundo, y las gentes, ansiosas de contemplarla y de oírla, la seguían por todas partes. Nada poseía y todos los corazones eran suyos.
Se hablaba, a la sazón, de un suceso cuya noticia empezó a correr dejando con la boca abierta a todos los que lo oían. La cosa no era para tomarla a risa, y las mujeres se hacían cruces, los hombres arqueaban las cejas, y los niños se escondían atemorizados bajo las sayas de sus madres. Se había visto la noche antes un fantasma blanco que llegaba con la cabeza a las nubes, dar vueltas alrededor de la casa de los señores de Llano verde.
¿Quién lo había visto?
Hé hay una cosa que no se sabía a punto cierto. Se citaban nombres de personas que, según se decía, aseguraban haberlo visto con sus propios ojos; pero resultaba después que esas personas no hacían más que repetir lo que otras les habían contado, y si en verdad no lo hablan visto, a lo menos les parecía que lo estaban viendo.
Resultaba, pues, que nadie había llegado a verlo; mas no por eso dejaba de ser menos cierto el caso. El fantasma aparecía todas las noches alrededor de la casa de los señores de Llanoverde ¿Quién podía dudarlo?... Porque, en fin, si no había en la aldea ojos mortales que le hubiesen visto ¿de dónde pudo salir la voz que lo descubría?...
— Y quién sabe — decía el más anciano de la comarca. — ¡Quién sabe! Esas almas en pena o esos demonios del infierno cuando se dejan ver de los hombres lo hacen con su cuenta y razón. ¿Creéis vosotros que sean tan tontos que dejen a nadie por su bella cara decir: «yo lo he visto»? Ya saben ellos dónde les aprieta el zapato, y si alguno los ve, bien puede darse tres puntos en la boca.
Era, pues, indudable, que el fantasma aparecía todas las noches. Y se citaba la hora: aparecía a las doce en punto. Más aún, se tenían todos los detalles necesarios para atestiguar la verdad del caso. Era una sombra blanca que crecía y menguaba. Crecía hasta tocar con la cabeza en los aleros de los tejados, y menguaba hasta esconderse debajo de la tierra. Andaba sin pies y volaba sin alas. Aparecía de pronto y desaparecía de repente.
El escribano hablaba también del fantasma, y arqueaba mucho las cejas, y fruncía la boca, y ahuecaba la voz, y decía:
— Ello dirá.... Ello dirá.... Estas apariciones son siempre señales de cosas inesperadas.... Y no hay que jugar con los fantasmas, porque suelen tener muy malas bromas. Lo mejor es dejarlos, que allá se las hayan. Después de todo, ellos no se meten con nadie si no los precisan, y lo menos que puede sucederle al curioso que quiera verlos, es cegar para toda su vida.
Cuando el escribano se expresaba de esta manera, ciertos eran los toros. ¿Qué más testimonio necesitaba el caso?
Pero bien; no todos se conformaban con estos datos, y la picara curiosidad metió a dos de los más ternes de la aldea en el arriesgado paso de ir a buscar al fantasma y verlo con sus propios ojos.
— Bueno — les decía el escribano. — Sois hombres de pelo en pelo y vais a hacer una diablura. Si os llevan los demonios, yo me lavo las manos. Sólo voy a daros un consejo: no llevéis armas, porque esos espíritus se enfurecen contra los que quieren tratarlos como si fuesen personas de carne y hueso. Además podría costaros dos años de cadena en los presidios de S. M., porque está prohibido todo uso de armas. Lo primero os lo dice un amigo que sabe muy bien lo que son fantasmas; lo segundo os lo dice el escribano.
Tentados estuvieron los dos héroes a renunciar a su empresa; pero la negra honrilla les había cogido la palabra, y ninguno de los dos quiso ser el primero en decir nones, y, quieras que no quieras, siguieron en sus trece.
Acordaron espiar al fantasma a la noche siguiente, pero el escribano les dijo:
— Estáis dejados de la mano de Dios: mañana es martes, día aciago, día de todos los demonios.
La observación les hizo fuerza y convinieron en dejarlo para el miércoles siguiente.
A las once y media de la noche del día señalado, los dos acudieron puntual mente a la cita, y en medio de la oscuridad y del silencio, paso entre paso, fueron acercándose a la casa de los señores de Llanoverde. Ninguno de los dos quería ser el primero, ni tampoco el último, de manera que marchaban a la par, partiendo heroicamente el peligro. Cualquier soplo de viento los detenía, la más ligera ráfaga de claridad los cegaba. Ambos tenían el corazón bien puesto y eran muy capaces de jugarse la vida con el más pintado; pero tener que habérsela con un alma en pena, no les hacía mucha gracia. Iban, sí, porque no eran hombres que se volvían atrás fácilmente; pero vamos, no les llegaba la camisa al cuerpo.
Al fin descubrieron la gran sombra del edificio, más oscura que la noche, y allí hicieron alto; se hallaban a cien pasos de la casa amparados al tronco de una encina. Desde allí podían ver el fantasma, sin que el fantasma los viese. El peligro que se acomete es siempre menor que el peligro que se espera. Cada minuto que trascurría hacía más pavorosa la aparición que aguardaba. Con los ojos desencajados sondeaban la oscuridad, y con los oídos atentos sondeaban el silencio. Una nube negra se extendió sobre la casa de los señores de Llanoverde, aumentando las tinieblas de la noche, y luego el reloj de la casa dio la primera campanada de las doce, a la que siguieron las restantes resonando lentas y lúgubres como un lamento doce veces repetido.
Era el momento terrible de la aparición, y los dos amigos se apretaron las manos para infundirse el valor que empezaba a faltarles. Al sonar la última campanada de las doce, vieron asomar una sombra blanca por el ángulo posterior de la casa, como si se hubiese desprendido del muro, y la respiración se detuvo en sus bocas entreabiertas, y la sangre se les heló en las venas.
El fantasma se deslizó por delante del edificio, como si no tocara con los pies en la tierra, y creciendo...., creciendo...., siempre creciendo se dirigió hacia la encina en que los dos amigos estaban ocultos, inmóviles de terror y mudos de espanto.
La aparición se detuvo delante de ellos, y con una voz sorda, casi sin sonido, como si fuera el aire el que hablaba, pronunció sus nombras diciéndoles:
— Huid.... Huid. Los pies que me siguen se secan, los ojos que me ven ciegan. Esta es mi hora, huid antes que mi presencia os aniquile....
Sin darse cuenta de ello los dos héroes retrocedieron; creían que una fuerza invencible los empujaba, y que sus pies corrían movidos por resortes invisibles.
Al día siguiente, las gentes, atónitas, con templaban sus semblantes todavía aterrados.... Aún sus lenguas balbuceaban y aún se veía en sus miradas el extravío del espanto.
Nadie se atrevió a intentar otra prueba. Al toque de ánimas ya estaba todo el mundo encerrado en su casa. Solamente el escribano, el médico y el boticario se determinaban a ir a la casa solariega de los señores de Llanoverde, porque allí tenían establecida todas las noches la partida de tresillo; pero a las diez en punto, se daba la última vuelta y el escribano se despedía diciendo:
— Señores, vámonos, que se acerca la hora del fantasma, y no conviene que nos coja en la calle, porque al fin el susto nadie nos lo quitaría de encima.
El señor de Llanoverde se reía a carcajadas de la ocurrencia, mientras el escribano, el médico y el boticario tomaban sus capas en la antesala |