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José Selgas Carrasco en AlbaLearning

José Selgas Carrasco

"La mariposa blanca"

Capítulo 8

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La mariposa blanca

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CAPÍTULO VIII

La muerte de Adrián Baker ha causado en Berta terribles estragos. No aflige a las personas que la rodean con continuos sollozos y llantos interminables; no hace de su lengua el constante pregonero de su tristeza; al contrario, esconde su dolor en el fondo de su alma, devora sus lágrimas antes de que asomen a sus ojos, y ahoga sus suspiros y no exhala quejas inútiles; el nombre de Adrián Baker no se oye nunca en sus labios.

Creeríase que se ha consolado fácilmente, si no se advirtiera en sus miradas la sombra de una tristeza inmensa, si la palidez de sus mejillas no extendiera sobre ia belleza de su juventud un velo fúnebre, si su voz apagada no descubriera la profunda soledad de su corazón. Alguna vez sonríe a su padre, pero hay en sus sonrisas la más amarga dulzura. Se la ve extinguirse como una luz que se apaga. Avara de su dolor, lo esconde dentro de sí misma como un tesoro que pueden robarle.

Su padre y su nodriza la ven enflaquecer, la ven aniquilarse, la ven morir, sin poder detener los estragos de aquella pena tenaz, sorda y muda, que va minando lentamente su juventud y su vida, y maldicen el nombre de Adrián Baker, y al mismo tiempo darían su vida por resucitarlo; pero la muerte no devuelve sus presas, y no les queda más que una esperanza..., la última esperanza: el tiempo.

Pero el tiempo pasa, y la memoria de Adrián Baker, semejante a un veneno lento, va devorando la vida de Berta.

Todo se ha hecho: se la ha rodeado de todos los encantos del mundo, han pretendido su preferencia los partidos más ventajosos, y la juventud, la belleza y la fortuna se han disputado el afecto de su corazón; mas su dolor ha sido inaccesible. Ella se ha sometido a todas las pruebas, y no ha sido posible arrancar de su alma el demonio de Adrián Baker. Se ha apelado a la medicina, y la ciencia ha hecho prodigios inútiles, porque la enfermedad de Berta no tiene cura.

Para la nodriza, Adrián Baker la ha hechizado, ha derramado en su sangre un filtro diabólico. El amor más firme resiste a la ausencia; a la muerte no resiste ninguno. Berta, pues, estaba hechizada.

Su padre no tiene más que un pensamiento, que encierra en estas palabras:

—Se fue, y se la lleva; al fin se la lleva.

Mas todavía queda un recurso a que apelar: la soledad, él campo, la naturaleza, ¡quién sabe!; el cielo, el sol y el aire de la campiña pueden reanimarla; la poesía de la naturaleza puede despertar en su corazón nuevos sentimientos y nuevas esperanzas; el murmullo del agua, el canto de los pájaros, la sombra de los árboles... ¿Por qué no? No hay dolor humano, por grande que sea, que no se empequeñezca ante la grandeza del cielo.

A poca distancia de la ciudad posee el padre de Berta una pequeña quinta, cuyas paredes blancas y cuyos techos rojos se descubren a través de los árboles que la rodean. No se podía elegir un sitio más pintoresco. A la derecha, la montaña; a la izquierda, la llanura; delante, el mar, que se extiende a lo lejos hasta confundirse con el horizonte; y para que nada se eche de menos en el conjunto del paisaje, se ven desde la quinta, sobre la falda de la sierra, las ruinas abandonadas de un antiguo monasterio.

Berta no opuso resistencia ninguna, porque le era indiferente vivir en la ciudad o en la quinta; sólo mostró empeño en llevarse el piano, como si fuera su íntimo amigo, su único confidente; y la familia se trasladó a la quinta, instalándose en ella.

Quiso Berta arreglar por sí misma el cuarto que debía habitar en la quinta, que consistía en una sola pieza con reja al jardín, y que le servía a la vez de tocador y dormitorio. Sobre la cabecera de su cama colocó una hermosa fotografía, que contenía una cabeza del tamaño natural. Era la cabeza de Adrián Baker, con su frente tersa y pálida, con sus grandes ojos azules, con sus hermosos rizos rubios como el oro; la cabeza de Adrián Baker admirablemente fotografiada, y que ella misma había miniado.

Para el piano no se encontraba colocación a gusto de Berta. No había en la quinta más que una habitación común, que era la sala, que servía a la vez de comedor. Dudaba entre la sala y su dormitorio, cuando se le ocurrió la idea de colocarlo en un pequeño pabellón cubierto de enredaderas y madreselva, que hacía las veces de estufa, en un ángulo del jardín. La idea le pareció felicísima, y se sonrió al concebirla, y el piano fue colocado en el pabellón, como un pájaro en su jaula.

La fatiga del viaje debió cansar a Berta, pues antes de la hora de costumbre se retiró a su cuarto, y la nodriza la dejó acostada. ¿Durmió? No se sabe; pero al amanecer, el canto de las aves que anidaban en el jardín la hizo levantarse. Abrió las maderas de la ventana, y una nube de pájaros voló espantada, yendo a ocultarse en las copas de los árboles, iluminadas por los primeros rayos del sol. Mas pronto los más atrevidos volvieron a saltar delante de la reja, mirando a Berta con cierto descaro, como si quisieran reconocer en ella a una antigua amiga. Algunos granos de trigo y algunas migas de pan arrojados sobre el alféizar de la ventana fueron poco a poco atrayendo a los más tímidos, y llegaron hasta la más íntima familiaridad. Eso sí, el más ligero movimiento los ponía en precipitada fuga; pero pronto recobraban la perdida confianza, y volvían de nuevo a saltar, alegres, sobre los hierros de la reja.

Berta los miraba y se sonreía viéndolos, y al cabo de algunos días obtuvo de ellos que entraran y salieran con toda franqueza. En sus paseos solitarios por el jardín y por la larga calle de tilos que abría paso a la quinta, la seguían, volando de árbol en árbol. Todos los días pasaba algunas horas de la mañana en el pabellón, y allí acudían también los pájaros, uniendo sus alegres gorjeos a las tristes melodías que exhalaba el piano; pero la loca alegría de los pájaros no bastaba a mitigar la honda tristeza de Berta; su pensamiento era siempre el mismo: Adrián..., Adrián Baker.

Este nombre, que nunca salía de sus labios, se veía escrito en todas partes por la mano de Berta; en las tapias del jardín, en los troncos de los árboles, y hasta la enredadera del pabellón había entrelazado sus ramas de tal manera que podía leerse en ellas «Adrián Baker». Este nombre se encontraba en todas partes, como el eco mudo de un recuerdo perpetuo.

Durante las horas de la mañana parecía animarse algo el semblante de Berta, y aun solían sonrosarse los pómulos de sus mejillas; pero a la caída de la tarde, desfallecía, como si también llegara al ocaso de la muerte el sol de su vida.

Sentada al pie de la ventana, contemplaba en silencio las nubes que el sol encendía con sus últimos rayos. Allí estaba Juana, que había agotado inútilmente todo el repertorio de sus conversaciones. Una ráfaga repentina flotó un momento sobre la cabeza de Berta, trazó en el aire un círculo rápido como un relámpago, y desapareció sin saber por dónde.

—¿La has visto?—exclamó Berta.

—Sí—contestó la nodriza—; es una mariposa blanca que ha querido posarse en tu cabeza.

—¿Y bien?—preguntó.

—Las mariposas blancas—dijo el ama—son pájaros de buen agüero; traen siempre buenas noticias.

—Eso es—añadió Berta estrechando convulsivamente la mano de su nodriza—. Es mi mariposa blanca, y esta vez no me engaña. Adrián viene..., sí, viene por mí; eso es lo que ha venido a decirme...; yo la esperaba.

El ama de llaves la contempló un instante con ojos desencajados; los reflejos del sol moribundo iluminaban el rostro de Berta de un modo particular, y la pobre mujer, no pudiendo sostener la mirada que ardía en los ojos de la enferma, bajó la cabeza y cruzó las manos, exclamando entre dientes:

—¡Dios mío! ¡Se ha vuelto loca!

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