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José Selgas Carrasco en AlbaLearning

José Selgas Carrasco

"La mariposa blanca"

Capítulo 10

Biografía de José Selgas Carrasco en Wikipedia

 
 
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La mariposa blanca

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CAPÍTULO X

No hay duda: el piano de Berta tiene la cualidad maravillosa de hacer sonar sus cuerdas sin que mano humana intervenga en ello. Y en tal caso, es preciso convenir que tan prodigioso instrumento es, además, un músico consumado, porque ejecuta con la maestría que sólo consiguen los grandes profesores.

Mas como el ama Juana no le cabe en la cabeza que un piano pueda sonar por sí solo, sin que una mano por lo menos mueva las teclas, ha decidido que anda en este asunto diabólico la mano invisible, la mano cadavérica de algún espíritu del otro mundo.

No es ésta una suposición absolutamente admisible, porque parece bastante confirmada la averiguación de que los espíritus no tienen manos. Mas la nodriza no se detiene en esas meticulosidades, y cree a pie juntillas que el espíritu de Adrián Baker anda suelto por la quinta. Condenado tal vez a un tormento eterno, se complace en atormentar a los vivos aun después de muerto.

Y es una diablura, porque la serenata se repite todas las noches; la familia se pone en movimiento; acuden al pabellón, y el piano enmudece; llegan, y no encuentran a nadie. Se ha observado que las melodías que Berta toca por las mañanas, las repite el piano por las noches.

Juana se siente asaltada de terrores continuos; en la casa no hay sosiego. El padre de Berta no sabe qué pensar de semejante prodigio, y su razón está llena de confusiones y su corazón de sobresaltos. La luz del día disipa la agitación de sus espíritus; les parece que son víctimas de vanas alucinaciones, y, armándose de un valor heroico, hacían proyectos para penetrar hasta el fondo de tan tenebroso misterio.

Es preciso que el más valiente se escondiera en el pabellón, y allí, oculto, esperara la hora del prodigio; de esta manera se sabría qué dedos eran los que hacían sonar las cuerdas del piano.

Firmes en este propósito, esperaban las primeras oscuridades de la noche; pero entonces flaqueaba el valor de los más fuertes, el aire se llenaba de sombras pavorosas, el silencio de ruidos misteriosos, y nadie se atrevía a salir de la casa. Las noches se pasaban en vela, y el pavor de que todos estaban poseídos, las hacía interminables.

Y he aquí lo que son las cosas: para Berta los días eran eternos, y esperaba las noches con ansiosa impaciencia.

Por matar el tiempo, quiso una tarde visitar las ruinas del monasterio, y mostró un empeño tan vivo, que no hubo más remedio que acceder a su deseo. Su padre y su nodriza decidieron acompañarla, y los tres se pusieron en camino.

No era grande la distancia que separaba a la quinta del monasterio; pero la comitiva caminaba despacio. Las ruinas desaparecían de pronto detrás de una colina, como si la tierra se las hubiese tragado; mas a los pocos pasos aparecían de repente delante de los ojos, y los escombros del atrio, completamente arruinado, detenían el paso del viajero.

Desde allí la mirada podía contemplar los muros destrozados, las paredes derruidas, los techos hundidos, y entre las piedras descarnadas las flores solitarias de las ruinas. Sólo habían resistido hasta entonces a las inclemencias del tiempo los arcos que sostuvieron la bóveda de la capilla.

La nodriza se hubiera vuelto a la quinta de buena gana, y el padre de Berta no hubiera pasado de allí; pero Berta se adelantó por los escombros del atrio, y fue preciso seguirla.

Penetró en la capilla, pasando por debajo de aquellos arcos desnudos que amenazaban desplomarse, y fue a salir a lo que debió ser el centro del monasterio, pues los restos del muro y algunas pilastras despedazadas y mal sostenidas sobre su base, descubrían cuatro calles que, uniéndose por los extremos, formaban un cuadro: aquello debió ser el claustro; en el centro había vestigios de una cisterna cegada.

Allí se sentó Berta sobre un trozo de cornisa que se hallaba empotrada en los escombros. Parecía complacida en medio de aquella desolación. Su padre y su nodriza llegaron con el terror pintado en los semblantes; habían oído ruido de pasos en la capilla; más aún: Juana había visto una sombra deslizarse, no sabía cómo ni dónde, pero estaba segura de que la había visto.

Berta se sonrió, diciendo:

—Ruido de pasos, y una sombra... Bien. ¿Qué daño pueden hacernos esos pasos y esa sombra?... Serán los pasos de Adrián Baker que nos sigue; será su sombra que nos acompaña: ¿qué tiene eso de extraordinario? ¿No sabéis que lo llevo en mi corazón?... ¿No sabéis que lo espero, que siempre lo estoy esperando?...

El nombre de Adrián Baker hizo estremecer al padre y a la nodriza.

—Bien, hija mía—dijo el primero—; pero estamos lejos de la quinta..., el sol se está poniendo..., ya es tarde.

—Sí, sí—añadió Juana—; volvámonos.

Berta atrajo hacia sí cariñosamente a su padre, y le dijo:

—Padre mío, no estoy loca. Juana, no estoy loca. Adrián me prometió volver, y volverá. Yo lo espero. ¿Por qué ha de ser esto una locura? Sé que os aflijo, y yo no quiero afligiros. He pedido a Dios mil veces de rodillas que arranque de mi corazón su imagen y aparte de mi memoria su pensamiento; pero Dios, que ve todas las cosas, que todo lo penetra y todo lo puede, no ha querido. ¿Por qué? El sólo lo sabe.

Los ojos del padre se cubrieron de lágrimas, y la nodriza ocultó el rostro entre las manos para contener los sollozos que hervían en su garganta.

Berta añadió:

—Sí, ya es tarde...; mas me siento muy cansada...; esperemos un momento.

Nada tuvieron que replicar, y nada hubieran podido replicarle, porque la voz les faltaba.

Los tres guardaron silencio.

De repente los tres se miraron con ansiedad indecible, porque los tres habían oído un suspiro, un suspiro humano, que parecía exhalado por las ruinas que los rodeaban.

¿Sería una ráfaga de viento que había gemido al rasgarse entre los picos agudos de las rotas paredes?

Berta se puso en pie; y, alzando la voz, exclamó por dos veces:

—¡Adrián!... ¡Adrián!...

Su acento se extendió por el aire, perdiéndose a lo lejos; pero antes de que acabara de extinguirse, otra voz resonó entre las ruinas, diciendo:

—¡Berta!... ¡Berta!...

El sol acababa de ponerse, y las oscuridades del crepúsculo, como si brotaran de entre las ruinas, comenzaron a cubrir los muros desmoronados y las paredes desgajadas.

En uno de los ángulos del claustro apareció una sombra que se movía. Esta sombra se adelantó lentamente hasta llegar al centro, en que se veían los vestigios de la cisterna cegada. Allí se detuvo, y con voz clara y dulce pronunció estas palabras:

—Yo soy, Berta; yo soy.

—¡El!—exclamó Berta, tendiendo los brazos en el aire.

Juana lanzó un grito de terrón, y se agarró a Berta con toda la fuerza de sus manos; el padre quiso levantarse, y, no pudiendo sostenerse, cayó de rodillas junto a su hija...

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