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Carmen de Burgos y Seguí "Colombine" Capítulo 4
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
Los huesos del abuelo |
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IV | ||
Habían llegado al momento de la suprema apoteosis de la familia, aunque no tal como Concha había deseado. Castro Martínez había tropezado con dificultades insuperables para llevar el cadáver al Panteón de Ilustres, pero había concedido un crédito para elevarle un mausoleo en Villaseca, su tierra natal. Concha se daba por satisfecha, salvando así de un desaire el cadáver del abuelo. Tener panteón propio en la tierra donde se ha nacido disculpa de no estar en el de Hombres Ilustres. El muerto retirado a su provincia tiene algo de esos grandes señores que se retiran de la corte llenos de puritanismo, para vivir en la aldea sin contaminarse. Eso los ennoblece y los acrisola más. Sentía Concha cierta satisfacción ya con el retiro del abuelo, con el reposo definitivo del cadáver ilustre. Los huesos así honrados le conservarían el prestigio a la familia y la dejarían descansar. Ella aseguraba ya su suerte y dejaba de luchar con la influencia de las del pintor Arguelles, del escultor García, del poeta Rodríguez, del general Romero y todas aquellas gentes que intrigaban y removían huesos de antepasados. Villaseca le iba a votar una pensión con pretexto del traslado de los restos gloriosos, y eso aseguraba su vida. En esa ocasión se verificaba la apoteosis final. Iba de Madrid una verdadera romería de políticos y de artistas. Representaciones del Centro de Hijos Ilustres, del Círculo de Artes Bellas, de las Academias, del Gobierno. Se dejaba sentir la influencia de Castro Martínez, hombre de porvenir en la política, al que todos querían adular. Adelina había de leer y declamar en las veladas solemnes que se verificarían. No cabía duda de que una gran parte de aquella gloria, recaía sobre ella, y así como Paquito debía aprovechar para el ascenso, ya prometido, el parecido con el abuelo, ella debía decidir entonces al ministro o bien no perder la ocasión de la boda con Manolo, protegido de su excelencia. Sin embargo, Concha no estaba tranquila, tenía una especie de presentimiento, no desprovisto de fundamento, en vista de lo que todos contaban de aquel cementerio ruinoso y abandonado, del que no se cuidaba nadie. Cada día se derrumbaban nuevos nichos y se perdían nuevos muertos. Estaban los huesos tirados en las calles de la macabra ciudad, que todos los silenciosos vecinas parecían querer abandonar, según el trasiego de cadáveres que se llevaban continuamente de allí los que se preocupaban de poner a un antepasado a cubierto de aquella desdicha póstuma. —Los sepultureros—decían algunos— regalan a los que se los piden una tibia o un cráneo sin dificultad ninguna. Aquello hacía que los cadáveres perdieran su autenticidad, que se desconfiara de ellos, como en esas novelas en las que, después de una larga ausencia, el criado suplanta al hijo de la duquesa o la nodriza cambia los niños. Se miraba con desconfianza al gran hombre que salía de allí, como si le preguntaran: — ¿Serás tú éste? —Esas son tonterías— decía Concha indignada—. Nadie va a pedir calaveras ni huesos para tener el gusto de guardarlos. Ya no falta más que decir que los echan al puchero. Pero lo cierto era que la muerte seguía su obra destructora matando muertos. Cada día caía un trozo del cementerio. Muchas veces las pobres mujeres habían acudido, llenas de angustia, al leer en El Liberal, parte integrante del desayuno de todo buen español, que había un nuevo derrumbamiento. Lo único que les daba esperanza de que se sostuviese hasta el deseado día era que la parte ocupada por Campo Grande era la más entera. Su nicho no era dudoso. Estaba tan cuidado y blanqueado que no se confundía con ningún otro. —Es que desde pequeña he tenido costumbre de ir con mis padres todos los trimestres a cuidarlo y poner flores. Lo mismo le he enseñado a mis hijos. Así, tamañita, era Adelina y ya la subíamos en brazos para ponerle flores al abuelo. |
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