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Carmen de Burgos y Seguí"Colombine" Capítulo 5
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
Los huesos del abuelo |
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V | ||
Gracias a todos aquellos pasos que doña Concha tenía que dar para arreglar el asunto del traslado de su prestigioso difunto, los dos enamorados tenían tiempo de verse. Adelina salía todas las tardes a dar una lección de piano y de canto con el maestro famoso, profesor del Conservatorio, porque la madre deseaba que tuviera una educación de adorno que le permitiera brillar en los salones. —Cuando no se puede dejar dinero a los hijos—decía—hay que procurar que tengan una educación que les sirva de dote. Pero Adelina no podía pasear con su novio como otras muchachas a las que nadie conoce, y que no se comprometen. —Si yo fuese la hija de doña Petra Pérez o López—decía—, sintiendo ya su orgullo de descendiente, podría hacer lo que quisiera sin llamar la atención, pero los de Campo Grande somos demasiado conocidos. Así la pobre muchacha luchaba entre los impulsos de su amor y el deber que le imponía el apellido. Sobre todo las tardes que la madre confiaba en Paquito para que fuese a buscarla. —Mejor es que te marches sola, hermanita—decía el joven—. Tú eres juiciosa, y no me necesitas. Y como ella no se oponía, sintiendo el placer del peligro, él escapaba para reunirse con sus amigos o con las muchachas que cortejaba. El ilustre apellido le había llevado, como cosa fatal a la redacción de un periódico de segundo orden, y su primer cuidado como periodista había sido ir al teatro, entrar entre bastidores, y tratar de seducir a las coristas y las partiquinas con el deslumbramiento de los reclamos. Aseguraba en su casa que la vida de periodista lo tenía atareadísimo, tanto, que no le daba tiempo de nada; se pasaba las noches sin dormir, y tanto faltaba a la oficina, que a no ser por la influencia de Castro Martínez, que hizo que lo agregasen a una secretaría de Ministro, lo hubieran dejado cesante. Y eso que a pesar de creerse un puntal en la redacción, no escribía más que sueltecitos de contaduría, hechos en colaboración con los representantes de las Empresas. Le encantaba su papel de periodista, mimado por todas las pobres muchachas, ansiosas de ver impresos sus nombres, y por estar entre ellas, descuidaba a la hermana. Y Adelina era feliz cuando sentía que le palpitaba el corazón de miedo, de verse sola en la calle, entre las sombras del anochecer, para volver a su casa. Le daba vergüenza de que pudieran verla así, sola y a pie, sus ariscrotáticas amigas. Cada hombre que la miraba o la seguía le hacía temblar de miedo. A veces apretaba el bolsillo contra el pecho, dudando si la seguía un enamorado o un carterista. La aparición de Manolo tenía siempre un carácter épico. Los importunos se alejaban y ella se sentía feliz, tranquila, al lado del joven. Para evitar que los vieran se iban desde la Glorieta de Bilbao, por las calles más solitarias, en las que tenían menos peligros de encontrar personas que los conocieran. En aquellos paseos solitarios, se sentían más enamorados, más unidos. A veces, entre las sombras del anochecer, Adelina se apoyaba en el brazo de su novio, y prolongaban su paseo hacia los Cuatro Caminos, o hasta la entrada del Parque del Oeste. Perdido el miedo, olvidados de todo, los dos jóvenes hacían planes para lo por venir. Era ideal el ambiente de aquellas tardes otoñales en el romántico Parque, pisando la alfombra de las hojas secas, tan emocionantes por la asociación de ideas de su caída con la muerte de los débiles, los enfermos, que caían en esos otoños en el sepulcro, como hojas marchitas del gran árbol de la humanidad. Aquel chasquido de quebrarse bajo sus zapatitos, daban la sensación, irrazonada, de oír los suspiros últimos de las pobres vidas rotas. La sensación de la muerte, animaba más su deseo de vida, y los dos jóvenes se unían más el uno al otro, bajo la espesura del ramaje de los árboles, esclarecido en su parte superior por la luz fría de la luna, que dejaba adivinar su calidad de piedra, allí en medio del gris pizarra del cielo, tan aplomado y tan pesante. La pasión exacerbada de Manolo acosaba a su novia. —Si me quieres es preciso que no hagas caso de tu madre, y que no vuelvas a hablar con Castro Martínez. — ¿Pero tú crees que yo puedo sentir cariño por ese hombre de bocaza innoble y grandes barbas? Aunque algo le tranquilizaba oírla denigrar así a su rival, Manolo no se daba por convencido y seguía martirizándola con sus celos. —Te vendrás conmigo y no volverás más a tu casa—le proponía una tarde. —Estoy seguro de que me engañas y me voy a suicidar en tu presencia—le decía otra. Ella se esforzaba por convencerle, con lágrimas, ternezas, caricias, besos... Era menester que la madre estuviese completamente dominada por la ambición para que no conociese el giro que habían tomado los amores de la hija, viéndola pasar las horas absorta en su ensueño y en el recuerdo de las emociones y la revelación, que tenían para ella los paseos con su novio en coche, que habían sustituido a los románticos paseos a pie. Sin embargo, la joven no se atrevía a negarse a secundar los planes de la madre para asegurar su posición, con el triunfo definitivo de los restos de su antepasado. Trataba de convencer a su novio para que tuviese paciencia y esperase el desenlace de la comedia. —Tú no hagas caso de nada —le decía—te he recomendado como hermano de una amiga mía, y estoy segura de que te van a ascender. En seguida lo dejamos con la boca abierta y nos casamos. — ¿Pero y tu madre? —Ella pesca su pensión y no se preocupa más de nada. Así no me necesita y podemos vivir solitos y felices. Aquella promesa de librarse de la suegra era lo que más contribuía a la resignación de Manolo. Había veces que creía ver en su novia miradas, sonrisas, acentos, que recordaban a su mamá. Parecía que con la convivencia el espíritu de doña Concha iba ganando a Adelina, que se convertía en un remedo suyo. —La verdad—decía Manolo, un poco atemorizado del parecido—que no me seduce casarme con Adelina y al cabo de unos años, encontrarme con otro ejemplar de mi suegra en casa. Me suicidaba. Pero como la muchacha le gustaba, seguía disfrutando sus amores, con la esperanza de que aquello no ocurriría, librándose a tiempo de la influencia maternal: Que no se contagiaría de madre. |
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