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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"El tesoro del castillo"

Capítulo 3

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El tesoro del castillo
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Historia de carnaval 
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III

Ningún domingo había estado Dolores más perezosa y displicente. Siguiendo la costumbre de las mozas de Rodalquilar, que sacan el domingo del fondo del arca el pañuelo de crespón del talle, se ponen los trajecitos y los zapatos nuevos, se adornan con sus collares de cuentas y las grandes rosas de papel con hojas de talco a los dos lados del moño, aunque no tengan que ir a ninguna parte ni nadie haya de verlas, se había engalanado, y sentada cerca del fuego permanecía muda y silenciosa, mientras Pepa, en cuclillas en un ángulo de la cocina, fregaba el perol y las cucharas de la cena en un gran barreño de barro, y parecía mirar a su hermana con curiosa inquietud.

—Algo te pasa hoy, Dolores—dijo después de tirar el agua desde la puerta y colocar el perol en el alero de la chimenea.

Y como la joven no contestara, añadió insinuante:

—Vamos, ¿qué te pasa? ¿Has reñido con Gaspar?

Un encogimiento de hombros demostró con más elocuencia que las palabras el desdén que le inspiraba el prometido.

—Y si no le quieres, ¿para qué te casas con él?—repuso la hermana al gesto expresivo.

—Porque ya estoy comprometida y no puedo hacer otra cosa.

— ¡Comprometida! ¡Pero si en el mismo altar podemos decir que no!

—Tú no piensas en el escándalo, en lo que dirían todos cuantos lo supieran.

—Dirían que habías tenido razón; que tú te mereces un muchacho que te quiera y no un vejestorio como Gaspar.

—Pero ¿y los regalos?

—¡Anda! Pues con poco gusto que los devolvería padre. No es don Carlos tampoco santo de su devoción; pero como no dejas que nadie te dé un consejo...

El recuerdo no fue oportuno; el orgullo olvidado renació en el pechó de la altiva muchacha, que puso fin a la conversación con una frase:

—No los necesito; ya sé yo lo que me conviene hacer.

Pepa dudó un momento, y se alejó de su hermana tristemente.

Dolores quedó sola. En su cabecita bullían mil encontradas ideas. La caricia de Juanillo quemaba aún su sangre y la alejaba dé Gaspar, cuya figura se le aparecía como un recuerdo penoso. Estaba bajo la influencia de un sueño de amores, la visión de luz de una casita enjalbegada, donde corrían a su lado unos angelillos alados, que tenían su rostro y el de Juan. Pero la idea del molino, con la gran sala, los muebles de nogal, las arcas llenas de ropa, las joyas y los criados, borraba la visión.

¡La gente! ¿Qué dirían todos los que la vieran deshacer un matrimonio ventajoso para casarse con un criado de su casa, con un pobretón como Juanillo?... Tendría que devolver sus mantones, sus adornos, aquellos regalos que eran la envidia de las muchachas, Gaspar se los llevaría a otra, quizás a la Larga, y dirían que él la había abandonado y que en su despecho elegía al mozo de labranza de su padre... No, no; de ninguna manera; ella sería la mujer de Gaspar... ¡Pero si se encontrara el tesoro! Entonces sí que podría realizar sus sueños. ¡Cómo deseaba que llegase la noche para tentar fortuna!

Poco a poco la gente del cortijo fue acudiendo a cenar; Gaspar venía entre ellos; jamás Dolores le encontró más antipático.

Embutido en una gruesa chaqueta de patio, con el pañuelo encarnado sujeto al cuello por una sortija de metal y los grandísimos zapatones de becerro, que le impedían moverse, llevaba la alta vara de almendro en la mano y el pañuelo de hierbas rodeado a la cabeza, bajo el sombrero. Su cara no tenía ya jugos ni frescura; miles de surcos se entrecuzaban para darle el aspecto de una encina a medio secar.

Juanillo entró también; la silueta gentil del muchacho en mangas de camisa, con su rostro moreno, al que hacía más pálido una secreta inquietud, era elegante y simpática. En la mirada que dirigió a Dolores, sentada cerca de su novio, se leía una muda queja,

¡Oh! ¡Si las mujeres se ganaran a puñetazos!

La noche transcurrió lánguida. Dolores se negó a ir al baile, pretextando que no se hallaba bien; se la veía hacer un notable esfuerzo para responder a las preguntas que le dirigían, y Gaspar, cansado sin duda de sus respuestas incoherentes, entabló conversación con su futuro suegro acerca de los resultados de la cosecha y la abundancia de la molienda.

Era un buen año; la tierra se había mostrado generosa y el molino prosperaba; todo el mundo le llevaba aquella temporada a moler trigo, y las maquilas abundantes permitirían mayor lujo y bienestar a su futura. Casi se atrevió a insinuar la conveniencia de apresurar la boda, lanzando sobre su prometida una mirada de acariciadora lascivia, que quería hacer apasionada y cariñosa. Rechazó Dolores la insinuación, imponiéndole silencio con un gesto de repulsa, que él confundió con el agreste pudor campesino, y Juanillo no tardó en levantarse, tomar su manta y salir de la casa.

Languidecía la conversación. Frasquito, con su sencillez infantil y su anhelo de admirar, pedía al tío Manolo que contase historias de tesoros y apariciones, que esta noche tenían el privilegio de interesar a Dolores. Poco a poco, la gente del cortijo, cansada de escuchar siempre las mismas narraciones, fue retirándose a sus puestos, y sola quedaron en torno del apagado hogar Dolores y Frasquito, escuchando ansiosos las historias del viejo; Gaspar, embutido dentro de su enorme chaquetón, contemplando a su prometida, y Pepa, que con el huso y el vellón de lana sobre la falda, dormitaba dulcemente, balanceando la cabeza como un péndulo. Cuando un movimiento algo más brusco inclinaba su cuerpo, haciéndole despertar sobresaltada, abría los ojos desmesuradamente, miraba a los circunstantes, los detenía sobre su hermana, mientras su mano, de un modo maquinai, volvía a estirar de la hebra de lana y hacer girar el huso, como si en su cerebro hubiesen cristalizado dos ideas, que vivían entre las sombras del sueño: el trabajo a que estaba sujeta y la incertidumbre por la suerte de la hermaníta menor, a la que sirvió de madre.

Se terminó temprano la velada, que Dolores veía transcurrir llena de mortal impaciencia. Ella misma ayudó a su hermana a sacar la manta y la almohada del padre y de Gaspar, que se quedaba con ellos aquella noche, y al despedirlos salió nasta fuera del emparrado para verlos marchar, como si temiera que no se fuesen.

Entretanto, Pepa ponía en orden los objetos, y con el candil en la mano, esperaba a Dolores para entrar en la habitación, donde ya la llamaba la voz de su marido. Cerró Dolores con fuerza el pesado portalón y esquivó la mirada de la hermana, dándole apresuradamente las buenas noches. Cuando se vio sola se dejó caer en su jergón, fijos los ojos en el abierto ventanillo. La luna empezaba a descender. Era la hora convenida. Se levantó recelosa y salió a la cocina; en la obscuridad de la nave le pareció ver moverse otra sombra y creyó escuchar una respiración contenida. Cerró los ojos para no ver las tinieblas, y se deslizó hacia la puerta. Palpando halló el pesado cerrojo y pudo abrir el postigo del centro del gran portón y salir a la calle. La luna, que inundaba la plazoleta, le causó un nuevo temor. ¿Podrían verla? Siguió pegada al muro y bajó a los bancales; casi arrastrándose de balate en balate, salió al camino en el lindero de la finca.

Allí respiró con más libertad, y se detuvo un momento anhelante, temblorosa, temiendo tanto a la soledad que la rodeaba como a la presencia de alguien que pudiera verla.

Durante los minutos de su caminata, había temido a cada instante verse descubierta por algunos de los criados de la casa... por su mismo padre... por Gaspar quizás... y a esa idea sentía subirle el rubor a las mejillas y paralizársele el corazón. ¿Cómo podría explicar su extraña salida? Le era imposible decir la verdad en caso de apuro, porque en su sencilla fe, creía que así comprometía la fortuna de Juan.

A pesar de esperarle, no pudo contener nn movimiento de susto al ver a Juanillo salirle al encuentro, y pareció replegarse en sí misma. El muchacho se puso a su lado; no hablaron, no se miraron; silenciosos siguieron el camino. Llevaba él la piqueta al hombro. Fueron pasando cerca de las habitaciones, dejando atrás los caseríos, cruzando huertos y bancales en dirección a la playa.

A su aproximación ladraban los perros de los cortijos que cruzaban; otros respondían a lo lejos de mala gana, como si obedecieran a la obligación de transmitirse la señal de alarma, a semejanza de un semáforo.

Llegaron a la playa y empezaron a trepar por las rocas. La respiración de Dolores era anhelosa, jadeante; Juanillo le tendió la mano para ayudarla a subir; entonces se miraron por vez primera. Un reflejo de pasión honda lucia en los ojos serenos, dulces y honrados del muchacho; en los de ella había temblores de virgen, dominados con la fuerza de su carácter altivo.

Apoyada en él acabaron de subir la cuesta y penetraron bajo el arco de la puerta del derruido castillo: un muro espeso, enorme, como un pasadizo, se encontraron en el patio. Las zarzas y los jaramagos se enredaban en sus pies; las arcadas y las bóvedas ennegrecidas se agrandaban en la sombra; los rayos de la luna penetraban por los intersticios de las piedras y dibujaban en el suelo caprichosos contornos de arabescos y figuras; los lagartos y las salamanquesas, asustados por la proximidad de los animales humanos, se deslizaban entre los derrumbados sillares, fingiendo rastrear de sedas y armaduras con su piel de escamas. Las aves se revolvían inquietas en sus nidos y una corneja sacó, graznando, la cabeza entre las piedras.

Parecía que existía aún allí el espíritu de los antiguos moradores, que se escuchaba el piafar de los corceles v el chocar de las armas de los guerreros, ladrido de sabuesos y rechinar las cadenas del puente, como si hubiesen de recibir su visita.

Por un momento los jóvenes sufrieron la alucinación de la leyenda. Recordaron las historias que tantas veces escucharon contar. Aquel castillo había sido morada feudal, albergue de los más poderosos señores de la comarca, de los que sostenían mesnadas y disfrutaban los privilegios de horca y cuchillo, pernada, pendón y caldera. Su poderío no reconocía límites, y los señores del contorno les respetaban o les temían; pero aquellos poderosos, dueños de extensos dominios, de vidas y de haciendas, eran desdichados al ver extinguirse su familia sin un vastago varón para perpetuar su nombre.

Compadecido el rey del dolor del anciano señor de Rodalquilar, le hizo conde de ese mismo título y le concedió el derecho de transmitir su nombre por la descendencia femenina a la posteridad.

Sin duda éste sería un consuelo para el altivo señor cuando pereció, herido por los alfanjes de de los infieles, en la primera Cruzada que la ciega fe de una nobleza aventurera y fanática, realizó a tierra de Palestina.

Quedó sola la condesita, y a su alrededor se agruparon trovadores y caballeros deseosos de conquistar su corazón y su fortuna.

Los pretendientes eran tantos, que la elección se hacía difícil; adornada, empero, de una prudencia y una virtud extraordinaria, la ioven hubiera elegido bien a no disparar traicionero el niño Amor sus dardos.

Amó la castellana con toda la fuerza de las almas donde cristalizan los rayos del sol meridional; con toda la pureza de los corazones ingenuos que viven en el seno de la Naturaleza; con toda la fe de los seres buenos, que ponen en ese sentimiento, su existencia entera.

Y amó a un caballero advenedizo, noble y gallardo, que después de repetir ante sus rejas las estrofas ensayadas al pie de otros ventanales, luego de satisfacer su vanidad con el triunfo sobre cien rivales y de escuchar de los labios de carmín el arrullo de la codorniz enamorada, tendió el vuelo a otras regiones en busca de nuevos amores v de nuevas aventuras.

Inmensa fue la desesperación de la niña y grande su ansia de morir. Alguien le habló de una viejecita maestra en el arte de curar el mal de amores.

La altiva castellana bajó de su castillo, llegó a la pobre choza y suplicó el remedio para recobrar el corazón del amado ingrato. ¡Qué poco valía la ciencia de la vieja! Sin duda estaba tan acostumbrada a las mentiras del amor, que no supo decirle la amarga verdad; tal vez temió descorrer el velo de la ilusión ante la joven inocente, sabiendo que el amor es sólo fe, y que perdida ésta, la felicidad se hace imposible.

La mujer recomendó a la niña que buscase el secreto de su curación en los manuscritos de la biblioteca de sus antepasados. Y la joven se encerró en el vetusto salón, desarrolló pergaminos, hojeó volúmenes, y al fin halló la historia de una castellana enamorada que recobró el amor de un amado ingrato cuando abrió sus venas para darle de beber la gota de sangre blanca de su corazón.

Desde entonces, ella llenaba todos los días la copa de oro con su sangre y la arrojaba por la ventana al verla roja y espumante siempre; donde tiraba la sangre brotaban rosas de grana, y la pobre condesita, pálida y débil, pasaba las horas mirando desde su ventana a lo largo del camino por donde había de llegar el caballero.

Murió una tarde de primavera al apagarse el último rayo de sol tras de los montes. Murió cuando ya su sangre era color de ópalo y los rosales daban rosas de té.

Aun estaba tendida en su ataúd, envuelta en sus velos blancos, cuando volvió el caballero, y el imposible encendió, para castigarlo, la llama del amor de nuevo en su pecho.

La enterraron en el gótico sepulcro de la ya arruinada capilla, y sobre su tumba plantaron los rosales. Allí iba el caballero todas las noches a llorar y entonar sentidas canciones, que se mezclaban a las trovas de amor. Un día le encontraron muerto. ¡Sobre el sepulcro había brotado una rosa blanca!

El tiempo pasó; cayó el poder feudal, y los árabes primero y los cristianos después, fueron dueños de la fortaleza entre las vicisitudes de épocas azarosas.

Pero de unos a otros se conservó siempre la tradición; aun contaban muchos de los que se habían acercado de noche al derruido castillo, que escucharon el eco de las trovas apasionadas del caballero y los dulces suspiros de la enamorada doncella. Hasta no faltaba quien asegurase haber contemplado las dos sombras enlazadas, contándose sus amores en las noches de luna, en el cielo de una pasión eterna que trueca en delicias el castigo del infierno.

 

Por un momento los jóvenes se estrecharon uno contra otro; tenían miedo de escuchar su voz en aquel silencio solemne; se apresuraron a cruzar el patio y salieron a la plataforma.

La luz les tranquilizó algo. El cielo lucia como un espléndido manto azul bordado en plata, y las estrellas y los luceros se reflejaban en la sábana de un mar de acero, donde rielaban en haces de luz los rayos de la luna, que se deshacían en lluvia de brillantes; un simícírculo de montañas pizarrosas cerraba el horizonte, recortando en el azul sus picos desiguales, y el pequeño valle aparecía risueño, como un búcaro de flores, con sus casitas blancas, las bolas color rosa de los cerezos y granados en flor, los matices del verde obscuro del campo, bañado en esa media luz que hace los contornos más vagos y las líneas más dulces.

Y destacándose sobre todo las palmeras, eternas bebedoras de luz, se alzaban con sus troncos rectos y su majestuoso penacho de verduras como si suspirasen por la patria lejana.

Era el encanto de la línea triunfando de la luz y el color; las formas bellas; los contornos que se esfuman en un dulce claro-obscuro.

Bañaba la luz los primeros términos, los objetos cercanos; podía apreciarse en ellos el color, y velábase a lo lejos de un modo gradual, para ceñir con un cinturón, de sombra el valle, coronado por la aureola del cielo limpio, donde se dibujaba la desigualdad de la montaña.

Se escuchaba el ruido misterioso, que es el silencio de los campos: la música indefinible, la vaga armonía, el himno fecundante de la Naturaleza en su lenta y continua renovación.

Anhelantes, con las manos juntas, parecían escuchar y comprender aquella estrofa de poesía sublime que pueden descifrar las almas enamoradas en un ambiente dulce y vago; esa estrofa que la creación modula en el crecer de los tallos de las plantas, en el germinar de las semillas, en el estallido de la flor que rompe su botón, de las hojas que caen, de la corola que se pliega y de la savia que circula.

A lo lejos, un barco de vapor tendía su cabellera de humo y se encabritaba como un potro al sentir en su vientre el espolonazo de las olas. La mirada de los dos jóvenes se abismó en el mar. Venían las olas, enseñando la obscuridad del fondo con su suave balanceo, a morir dulcemente en una orla de nácar sobre la rubia arena de la playa. En su murmullo había algo de amenaza; en su humildad, mucho de altivez; en su beso, un acento de rebeldía. Dulces y buenas en aquel momento, no tardarían en levantarse, bravías, con toda su eterna pujanza destructora, para azotar las rocas.

Le miraron con ese supersticioso temor que inspira adivinar un abismo en el fondo del objeto que nos recrea; presentir la amenaza hipócrita bajo la limpidez del cristal. Contemplaban las ondas sin comprender que el mar no es más que el alma de la Naturaleza y copia las dulzuras, las perfidias y las tempestades del alma de la Humanidad.

Venía allí cerca a desaguar un río, con el susurro manso del cauce debilitado en la sangría que alimentaba la vega; a sus márgenes se balanceaban los cañaverales y los juncos, produciendo con el rumor de sus hojas un canto o conversación extraña, como si en los nudos de sus tallos rectos anidase un mundo invisible de silfos, enanitos y gnomos que se contasen sus historias y sus amores.

Los cañones, caídos al pie de la vieja fortaleza, daban una nota triste y sombría al paisaje; el edificio estaba envuelto en el sudario gris de una grandeza pasada, silencioso y altivo, como fantasma de la tiranía vencida. ¡Cuántas historias podrían contar aquellos muros!

Bajaron los jóvenes la escalerilla que había de conducirlos al enterramiento; las piedras movedizas caían bajo sus pies, obligándolos a estrecharse el uno contra el otro. Faltaba un pedazo de techumbre a la antigua capilla, y por él la luna, como lámpara monumental, alumbraba el altar vacío. Había olor de moho, de humedad.

Sin duda en aquel recinto estuvo la mezquita mahometana; la sombría cruz se había impreso sobre la riente media luna, más tarde; y ahora, de todas aquellas inútiles religiones, no quedaba allí más vestigio que unas cuantas tumbas de piadosos señores, cuyos nombres se habían perdido en el tiempo; azulejos caídos, losas cubiertas de maleza, hornacinas y altares sin ídolos y sillares derrumbados, entre los cuales la humedad hacía brotar una cabellera de musgo verde y pegajoso, semejante a las olas del mar.

La losa del sueño estaba allí: era la misma de la tradición, donde brotó la rosa blanca del amor purísimo a una enamorada muerta. Un estremecimiento de frío pasó a lo largo de la espalda de los dos jóvenes. Era preciso empezar; él se quitó la chaqueta, cogió el pico y lo alzó por cima de su cabeza; el golpe resonó en la soledad y el silencio de un modo lúgubre, como si se quisiera desenterrar toda una época hundida en el polvo de los siglos.

Después del primer golpe siguió otro... y otro... y otro... Juanillo cavaba con ardor, con deseo de remover pronto la losa, como si el miedo y la esperanza dieran nuevas fuerzas a su brazo.

Y cavó; cavó un cuarto de hora... media hora... una... Dolores, anhelante, le miraba cubierto de sudor, cansado, rendido, próximo a desfallecer por el esfuerzo supremo de aquellos golpes enérgicos, vigorosos, vertiginosos, que se multiplicaban y se sucedían cada vez con mayor velocidad.

Se detuvo un instante a tomar aliento; ella, piadosa, le limpió con su pañuelo el sudor de la frente. Volvió a resonar el eco del pico en las arruinadas bóvedas y a repercutir entre el eco de las montañas.

Se sintieron de nuevo invadidos de súbito terror, y Dolores se acercó a él, suplicando medrosa:

—Juan, vamonos.

—Espera—repuso él—; es la felicidad de toda nuestra vida la que debo conquistar. No hagas que desfallezca mi valor. Un esfuerzo, un esfuerzo más... Por ti.

Apartóse la joven, tranquilizada por las dulces palabras de su amador, y volvió Juanillo a descargar sus golpes vigorosos sobre la tierra que cerraba la sepultura.

¡Al fin se movía la losa! Juan renovó sus esfuerzos... un momento más...

¡Ya estaba arrancada!

Arrojó el pico; Dolores y él apartaron ansiosos los cascotes y la tierra con las manos, y pudieron separar la enorme piedra.

La luna se había ocultado; sus ojos les fingían visiones de joyas y brillantes. Quedó el hueco al descubierto; la mirada de ambos se hundió en la negra hendidura... Registraron ansiosos con las manos. ¡Nada!

¡Estaba vacío!...

Entonces se miraron un momento, y su voz resonó triste y con extraño eco. ¡Nada!

¿Se habría convertido su tesoro en cenizas? ¿Los habría oído alguien? Temblando se comunicáron la observación, y otra vez, como la noche anterior, creyeron oír pasos a sus espaldas; y otra vez se volvieron asustados, y otra vez murmuraron:

¡Nadie! ¡nadie! ¡Nada!

Todo había concluido.

Salieron.

Se había ocultado la luna; las sombras se retiraban hacia el Oeste; por Oriente asomaba la claridad de la aurora, apagando con su luz rosada el brillo de los astros. Parecía que al despertar la Naturaleza, levantaba uno de los extremos de su túnica azul y sacudía hacia el otro el polvo de oro de los mundos.

Empezaba la vida en el campo; la claridad avanzaba por momentos; las barquillas de pesca se dibujaban claras en el horizonte, con sus velas blancas, semejantes a grandes gaviotas. Los reptiles se habían ocultado ya en sus agujeros de las piedras, y los pájaros desperezaban ruidosamente las alas para tender el vuelo y entonar sus gorjeos matutinos.

Subieron la ruinosa escalerilla; ella delante, con los brazos caídos y el pañuelo en la mano; detrás él con él pico y la chaqueta al hombro, cruzaron la plataforma sin detenerse, atravesaron el patio y entraron bajo el muro de la puerta. Salían del reino de su ensueño. Les agitó el mismo pensamiento, y ambos se acercaron, se miraron con amargura y murmuraron casi al mismo tiempo:

—¡Nada!

—¡Nada!

Ella sonrió con amargura, y dijo poniendo mieles en la voz:

—¡Paciencia!

—Tú podrás tenerla—contestó él con energía—; yo no. Tú has perdido la esperanza de ser rica: yo he perdido la felicidad. ¡Eras el tesoro único que buscaba!

Había amargura y dolor en su acento, y en sus ojos honrados y dulces brillaba el rocío de una lágrima. Se acercó ella piadosa, le cogió las manos e inclinó tristemente la cabeza; la brisa del mar les envió una bocanada de perfume, y los revueltos cabellos de la muchacha acariciaron el rostro de joven. Inclinada la cabeza, pensativa y triste, su perfil tenía la línea pura y mística de una Niobe; los ojos, casi cerrados, quedaban envueltos en las sombras de las pestañas; se plegaban los labios dolorosamente, y el cuello arqueado parecía pálido y blanco como de una estatua alabastrina.

Juan se inclinó; sus labios buscaron aquel cuello y depositó un beso de fuego en el gracioso hoyuelo que formaba el nacimiento de la sonrosada orejita. Se estremeció Dolores, alzó airada la cabeza; la luz del día y la luz de los ojos de Juan le hicieron cerrar Jos párpados; un beso acariciante, dulce, largo, cayó sobre los labios entreabiertos como una rosa de pasión, y esta vez no hubo protesta. Su cabeza se dobló semejante a un lirio en su tallo; dos bocas ansiosas se juntaron, se enlazaron los brazos amantes; la visión del mundo huyó de su vista para volver a sumergirse en las armonías del infinito. El primer rayo de sol rasgó las nubes como si viniera a saludar el triunfo de la Naturaleza y de la carne...

¡Habían encontrado su tesoro!

Semejante a redoble de tambores y trompetas apocalípticas, resonó cerca de los dos enamorados una risita seca y socarrona. La voz cascada del tío Pedro murmuraba con acento entre burlón y airado:

— ¡No te decía yo de qué tesoro se trataba!

Detrás del viejo, grave, triste, severa y digna, se veía la figura del tío Manolo.

Ocultó Dolores la enrojecida carita entre el delantal y la espalda de Juanillo, que de un modo instintivo se aprestaba a defenderla.

— Yo lo oí todo y yo conozco el mundo — repitió embriagado en el triunfo de su malicia el viejo.

— Padre, perdón — murmuró ella.

— Tío Manuel, mi intención era buena... ¡pero la quiero tanto!... Usted también habrá sido joven... — balbuceó el muchacho.

— Sé todo lo que ha pasado; os seguí desde que salisteis de casa — repuso el padre con calma.

— Entonces ¿a qué decirle a usted más?... ¡Mi intención era buena! .... Yo quiero a Dolores, ella me quiere a mí;... si hubiéramos hallado el tesoro, no se casaría con Gaspar.

Un sollozo le cortó la palabra y otro sollozo salió de la garganta de la muchacha.

— ¿Es verdad eso? ¿Os queréis? — preguntó el padre, bondadoso.

— Con toda mi alma, tío Manuel.

— ¿Y tú, Dolores?

— Yo... yo... también le quiero, padre.

— Pues entonces, hijos míos, ¿qué más tesoro queréis buscar para ser dichosos?

— ¡Pero tú no piensas en Gaspar! ... — empezó a decir Pedro, opuesto siempre a la dicha ajena.

— Yo me encargaré de despedirlo... — cortó gozoso el padre.

— ¿Y me la dará usted a mí? ¡A mí! ¡A un criado de su casa! ¡A un pobre como yo!... — exclamó Juan, anonadado por su inesperada felicidad.

— Sí, te la daré; porque la quieres, porque eres honrado y leal, porque eres joven y sabrás hacerla dichosa.

Y mientras los dos muchachos cambiaban una mirada de promesas, de esperanzas y de suprema felicidad, el padre terminó diciendo:

— Basta; es tarde y hay que trabajar hoy mucho. Echar delante, buenas piezas...; y tú, Pedro, mucho cuidado con lo que se habla: que no se entere nadie del tesoro que se han encontrado estos
en el castillo.

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