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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"El tesoro del castillo"

Capítulo 2

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El tesoro del castillo
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II

El pesado portalón de madera, reforzado de gruesos barrotes y claveteado de chapas de cobre del tamaño de piezas de dos cuartos, rechinó bajo la presión de las espaldas del mozo que lo empujaba y franqueó la entrada de la gran cocina, primera pieza de la casa.

Dos naves sostenidas por un gran arco, en cuyo centro se veía enorme argolla de hierro, servían a la vez de zaguán, sala de recibo, cocina y dormitorio de invierno. Cuidadosamente enjalbegada, la primera nave tenía por todo mueblaje sillas de madera sin pintar, con anchos asientos de cuerdas de esparto entrecruzadas. La segunda nave formaba contraste con ésta, hasta el punto de parecer dos diferentes piezas: las paredes, ennegrecidas por el humo del gran fogón, situado en uno de los extremos, con su ancha chimenea de campana, en cuyo alero se amontonaban ollas y cazuelas debarro, con fundas de humo y hollín por el continuo uso; más lejos la cantarera de yeso sostenía cuatro panzudos cántaros de barro cocido; cerca de ella, el jarrero con sus jarras de cuatro picos y el botijo de piporro, rezumante de agua fresca y cristalina para cuantos sintiesen necesidad de beber al pasar cerca de la cortijada. La pared desaparecía bajo la multitud de botellas, tapaderas de barro, vasijas de cobre y cacharros de todas clases.

En el fondo, el vasar de arco empotrado en la pared parecía un altarito, resplandeciente de fuentes, tazas y platos de loza vidriada, con ramajes y arabescos azules y verdes. Dos blanquísimas toallas de enrejado fleco pendían cerca del jarrero, y colgadas aquí y allá ramas de naranjo, mazorcas de maiz, calabacines de corteza verrugosa, estampas, jarras agujereadas con tallos de albahaca, y mil bagatelas que demostraban la presencia de una mujer coqueta, lo que no impedía ver en uno de los ángulos, que ocultaba el enorme portón, la pila de manojos de esparto, labores comenzadas y aparejos de las bestias.

La débil luz del candil de aceite osciló envuelta en humo, y las figuras del grupo, perdido en la inmensa nave de la cocina, se agrandaron, esfumándose en la sombra con fantásticas proporciones.

—¿A quién le toca velar hoy la noria?—-preguntó el tío Manuel,

—A Roque y a Juan—repuso el tío Pedro.

—¿Le saco a usted la cabecera, padre?—interrogó la mujer de Frasquito.

—No; nosotros nos marchamos a la era, que no es tiempo de dormir bajo techado como las mujeres— repuso el tío Manolo.

—Pues entonces yo me voy a la noria para cuidar de que no se pare la bestia, porque las tomateras tienen sed y se nos van a arrollar si no se las riega pronto—añadió el llamado Roque.

El recuerdo del reseco bancal de tomateras pareció borrar el buen humor de la compañía, y todos fueron entrando silenciosos en la sala a sacar su cojín y su manta de lana, después de apagar el último cigarrillo para irse a dormir a la era, los riciales o la noria.

Sólo las dos mujeres y Frasquito entraron en la única habitación de la casa destinada a las personas.

Menos cuidada que cuadras y corrales, no tenía más luz que la que entraba por un pequeño ventanillo, cuyo postigo sujetaba abierto una gran piedra, con objeto de ver entrar, para levantarse, los primeros resplandores del día. La puerta de comunicación con la cuadra estaba cerca de la cabecera del lecho conyugal, especie de tablado altísimo, adonde tenía que subirse la pareja gateando por la espalda de la silla, y que ocultaba bajo su colcha blanca y su delantera de cretona rameada un verdadero almacén de cuerdas, sogas, espuertas, semillas y trapajos.

Una cortina dividía en dos la estancia, y cerca de ella tendió la cabecera y las sábanas Dolores, sin preocuparse gran cosa de la proximidad del lecho conyugal de su hermana y su cuñado, único hombre que, en su calidad de aperador y casado, podía dormir en la casa, si bien no había de desnudarse más que de faja y esparteñas, pronto siempre a acudir adonde fuera preciso, y a dar el pienso de media noche a las bestias, si la mujer no se levantaba con el servilismo de la hembra para acudir a este trabajo.

A la media hora reinaba el más profundo silencio en el cortijo: todos los trabajadores, fatigados por las tareas del día, se entregaban al descanso.

Dolores no se había acostado; permanecía sentada sobre la cabecera, absorta en sus pensamientos, inactiva, muda e inmóvil. Aquella noche el novio, encendido por el ambiente otoñal, había estado más insinuante: la boda sería pronto, y la ambiciosa joven, halagada con la perspectiva de las compras y fiestas de su casamiento, sentía la rebeldía de la carne virgen, la repugnancia a entregarse a un hombre incapaz de despertar el amor.

Sus palabras de pasión, escuchadas por vez primera, zumbaban como latigazos en sus oídos; sus labios temblaban estremecidos al pensar en la boca que sobre ellos había de posarse, y por vez primera la idea de la comunidad en el lecho allí cercano, donde dormían su cuñado y su hermana, despertaba su atención de un modo penoso.

La luna, bajando en el horizonte, entraba con claridad de sol por el entreabierto postigo, y sus rayos vinieron a caer en el espejo, sujeto a un clavo cerca del jergón.

La muchacha vio una imagen retratada en el cristal. Con el corpino desabrochado, el cabello suelto, los brazos desnudos, era la imagen de la naturaleza femenina espléndida, exuberante de vida y de pasión. Los ojos brillaban en la semiobscuridad con los resplandores encendidos por los deseos ignotos; hubo un instante en que no se conoció a sí misma, y tuvo miedo. De la otra parte de la pared se escuchaba el patear de las bestias amarradas a los pesebres, y tal cual balido o cacareo que salía de los corrales, y cerca de la cortina el débil rumor de dos cuerpos estrechándose con toda la fría prudencia de marido y mujer que están condenados a dormir siempre bajo la misma sábana.

Dolores sintió un miedo vago; las historias fantásticas de su padre acudían a su mente; aquellos ruidos que le habían sido hasta entonces familiares la torturaban; su imagen parecía hablarle con imperio de una mujer rival que le reclamase derechos de amor y de vida; por un momento se impuso a todo el terror que siente la gente campesina de mirarse de noche al espejo, donde espera ver serpientes y visiones; sin darse cuenta de lo que hacía, recogió la revuelta falda, huyó de allí y salió a la cocina.

La puerta estaba abierta: en el tramo de piedra un hombre sentado, con la espalda apoyada contra el quicio, fumaba tranquilamente un cigarrillo. Dolores se detuvo indecisa, y una voz amiga vino a disipar su miedo.

—Soy yo, Dolores. Te esperaba.

¡Ah! ¿Era Juanillo! Por un momento, su carácter dominador recobró el imperio, y completamente tranquila se acercó, diciéndole:

—¿Que me esperabas a mí?

—Sí—repuso él, levantándose y con voz apasionada—; sí, te esperaba, porque te espero siempre, porque tengo una voz dentro de mí que me dice espérala.

Dolores sonrió a pesar suyo; la figura esbelta del muchacho, alto, delgado, de cabellos castaños y ardientes ojos, se destacaba envuelta en luz sobre el fondo del campo; Dolores se acordó de la mujer del espejo, vista un momento antes, y le pareció bello como ella, con su camisa blanca, el chaleco obscuro, la faja color de sangre y la revuelta cabellera espesa. Su orgullo no encontró fuerzas para defenderse.

—Pues yo misma no sabía que iba a salir... Sentí sed.

—No; es que te llamé yo con todas las ansias con que pensaba en ti; pero tú no pensabas en mí; te has asustado al verme.

—Creí que fuera otro...

—¿Tu novio, acaso?

—No...

—Claro que no; el pobre no tiene edad de velar ni que le quite el sueño una mujer, aunque seas tú.

Ella hizo un movimiento de contrariedad para retirarse. El le cogió la mano.

—Escucha, Dolores: tú no me quieres, lo sé; no quieres a nadie, porque eres demasiado hermosa y el querer te habló por tantas bocas, que no te dejó oir a ningún corazón.

El orgullo de Dolores revoloteó, vencido por la lisonja del muchacho.

— Tú—prosiguió él animándose — no quieres tampoco a don Carlos; pero él tiene dinero, y yo me hago cargo de todo... no es justo que te cases con un pobrete y que el sol y los trabajos te quiten los colores de la cara y la hermosura de tu cuerpo...

Dolores bajó la cabeza; el diablo del chico parecía leer en su alma: ¡jamás le había sospechado así!

—Si te casaras conmigo serías más feliz que con él; yo no te daría dinero, pero te daría cariño, muchísimo cariño; yo trabajaría para ti y no te estropearías nunca, porque te vería siempre hermosa.

Un gesto de disgusto de Dolores heló las palabras en sus labios. La orgullosa muchacha iba a protestar, sacudiendo el encanto; le miró frente a frente un momento.

Los ojos de Juanillo irradiaban luz; estaba tan hermoso, que la palabra altiva se cambió en una sonrisa dulce.

—Escucha—siguió él—: tú me tendrías que querer, porque yo sería bueno, porque yo soy joven, porque yo soy fuerte y porque yo, si tú quieres, seré rico, muy rico para ti.

—¿Cómo?—preguntó involuntariamente la ambición, que había hecho presa en su alma.

—Yo he soñado un tesoro...—-dijo él acercándose con misterio.

—¿Un tesoro?

—Sí, y lo he soñado contigo.

— ¡Bah!—murmuró ella con despecho, pensando en un ardid del muchacho.

—Sí, contigo—continuó él—. Si sueño contigo cuando lloro, porque no me quieres, y cuando me creo dichoso con tu cariño, ¿cómo no había de soñar contigo para buscar riquezas, que quiero sólo para ti? Porque yo, Dolores mía, sería rico sin dinero si tú me quisieras.

—Cuenta, cuenta...

—No te burles, Dolores; más de una noche de estas en que todos os reís de la alegría de Juanillo; más de una de estas veces en que me ves tranquilo mientras tú hablas con Gaspar, luego, al acostarme, escondo la cabeza contra el cojín, y allí solito lo muerdo, para que no salgan a gritos las lágrimas que me ahogan.

Un movimiento de simpática piedad pareció acercar al joven el cuerpo de la muchacha.

—Así — prosiguió él — me he quedado dormido muchas veces, y así he soñado tres noches el tesoro.

—¿Conmigo?

—Sí, contigo. En una noche de luna te acercabas al laho mío y me oías, piadosa y sonriente, hablarte de mi cariño. Era una noche en que tú me buscabas sin saberlo, porque experimentabas miedo y asco de sentir en tus labios un beso...

—¡Calla!

—Sí, es mejor callar.

—No, sigue.

—Te ofenderé...

—No, no; sigue.

—Me dejastes ver tu corazón, y yo quise ser rica para llegar a él. Un viejo muy viejo, se me apareció y me dijo: «Venid los dos...» Y los dos le seguimos...

—¿Adonde?—preguntó ella alentando, pendiente de los labios de su compañero.

—Al castillo de la playa.

— ¡Al castillo de la playa!

—Sí; subimos la rampa, y entramos en el patio; cruzamos la plataforma hasta llegar a la capilla.

—¿Y qué pasó?

—Cerca del altar, en la tercera losa, donde la tradición cuenta que estaba enterrada la condesa, hay una señal blanca y roja; debajo un agujero que suena a hueco; en aquel muro, detrás de la losa, un cajón de collares, de brazaletes y de ajorcas de oro y perlas para ti y una orza de monedas de oro para los dos...

—¡Qué sueño!

—Y los dos fuimos y sacamos el tesoro.

—¿Y por qué no me has dicho antes ese sueño?

—Pensé que te reirías de él.

—No; yo creo en eso como mi padre, y ya sabes que no es el primer tesoro encontrado en el contorno.

—¿Pero serías tú capaz de venir conmigo sin miedo?

Dolores vaciló.

—¡Miedo! Sí, tengo alguno; pero como voy contigo...— Y susurró apenas en su oído:—Es menos sacrificio que casarme...

— ¡Ay, Dolores! No me vuelvas loco de felicidad. Yo sé bien que no me quieres, que no me querrás nunca; pero sería menos desgraciado si te casaras con otro que no fuera Gaspar.

—¿Por qué?

—Porque tú serías feliz; porque tú no piensas que en la vida hay algo más que ser rica para ser dichosa. Ahora te crees que siempre será igual y que todas las satisfacciones son tener dinero, para que en los días de fiesta rabien las mujeres, te quieran los hombres y digan todos: «Dolores es la más rica y la más guapa del contorno...» Pero toda la vida no es esa, hay otra cosa más honda; es menester que esos pañuelos de Manila y esos adornos te los quite del cuerpo un hombre que tú quieras, y que te ciña con sus brazos, y que te-enloquezca con sus besos, para que se diga: «Dolores es la mujer más querida de la tierra.»

— ¡Basta!...

— ¡Te ofendo!... Ya te lo había dicho; es todo inútil; tú verás esto cuando no tenga remedio, cuando pienses con dolor en la juventud perdida, cuando... Adiós, Dolores, me toca este cuarto de velar la noria y está allí el tío Pedro para enterarse de todo.

—Adiós... pero oye: ¿por qué no buscas tú el tesoro?

—Porque lo he soñado contigo, y no yendo tú .sería inútil.

—¿Se lo has dicho a alguien?

—No.

—¿Te has cerciorado de que existen la piedra y la señal?

—Sí; he estado allí y he visto la losa de mi sueño... Sueño sólo, Dolores; yo soy un pobre muchacho que se crió de limosna y que no sabe más que trabajar y quererte. No soy nadie para ti. Adiós; ya al menos te he dicho cuánto te quiero, ya lo sabes; y esa idea me dará fuerzas para pasar así toda la vida, trabajando y queriéndote.

Ella le retuvo por el brazo.

—Mira, Juanillo, no digas eso; me das pena; sí yo pudiera querer a alguien, te querría a ti, pero tienes razón... Todo es inútil.

—¿Qué has dicho, Dolores? ¿Qué tú serías capaz de quererme? Repítelo, repítelo por caridad; déjame que guarde en este momento felicidad bastante para alimentar toda mi vida.

—Sí, te querría... pero... ¡Piensa lo que te parezca! ¡Me asusta la pobreza! Mi padre no es rico.

—Tienes razón. Buenas noches, Dolores...

El joven se alejó en dirección a la noria, y Dolores, como atraída por una fuerza irresistible, siguió sus pasos.

—Juanillo, Juan—llamó con voz queda y de inflexión suplicante.

—¿Qué deseas?

—Vamos a ir mañana a buscar el tesoro.

—¿De veras?

—Sí.

—¡Benditas seas, Dolores!

—¿Estás seguro de que lo encontraremos?

—Sí; lo encontraremos, y allí mismo pondré los collares de perlas de la reina mora en tu garganta y los brillantes en tus orejas. ¡Qué hermosa vas a estar!

—¡Calla!

—Y tú me querrás entonces, Dolores, ¿verdad? ¡Dímelo, dímelo por caridad! ¿No ves que me estoy muriendo?

Juan había dejado la manta a un lado, y arrodillado delante de Dolores, retenía una de sus manos junto al pecho.

—Sí; te querré...

El joven dejó caer la cabeza, como sí no pudiera soportar el peso de la idea de su felicidad, y llevó a sus labios las puntas de los dedos sonrosados de la muchacha, mordiéndolos con dulzura.

Una corriente de fuego circuló como lava candente por su cuerpo escultural.

Una revelación de los deseos dormidos hasta entonces encendió sus ojos, y su naturaleza virgen se agitó estremecida y próxima a desvanecerse.

A los ojos de los dos amantes se borraba la existencia de un mundo real; luz, armonía y colores externos se nublaban: un mundo interior donde sólo ellos existían les inundó de otra luz, otras armonías y otros colores desconocidos. El momento de avasalladora felicidad que les hacía monarcas de la creación...

Un ruido de leves pasos resonó a sus espaldas; ambos se volvieron asustados, y entre las brumas del sueño desvanecido creyeron ver una sombra volver la esquina de la casa.

—¿Nos habrán oído?—preguntó ella sobresaltada..

Juanillo la abandonó un momento y corrió a inspeccionar los alrededores, volviendo a los pocos instantes.

—No era nadie—dijo.

—¿Sería el viejo del tesoro?—preguntó ella con supersticiosa sencillez.

— ¡Quizás!

Dolores se alejó lentamente hacia la casa. El la siguió hasta el dintel.

—¿Estás enfadada?

—No.

—¿Vendrás mañana?

—Sí; a la hora de hoy.

Y esta vez fue ella la que le tendió la mano para despedida.

Medía hora más tarde Dolores se dormía mecida por sueños de amor en su revuelta cama. Sobre los labios de grana conservaba los sonrosados dedos que había besado antes de dormirse, buscando las huellas de otro beso. Por el entreabierto postigo entraba la claridad rosada de la aurora.

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