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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"El suicida asesinado"

Capítulo 3

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El suicida asesinado
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III

Manuel seguía mirando aquel cadáver ante el cual habían pasado todos sin conocerlo. Hubo escenas desgarradoras, de miedo profundo, al verse ante el muerto. Algunas mujeres se accidentaron del terror de reconocerlo. En algunos momentos hubo persona obsesionada que creyó reconocerlo y lanzó un grito de dolor y espanto. Otras después de convencidas de que no era el que les interesaba, volvían a dudar al salir, para prolongar su tormento.

El joven policía llegaba a dudar. No era fácil la identificación. El mar es un cómplice de los asesinos que borra las huellas dactilógrafas y todas las huellas. En realidad un muerto en el mar era siempre un asesinado.

Se llegaba a dudar de que hubiese muerto en el lugar donde apareció. Tal vez el agua lo trajo de lejos en una de sus caprichosas comentes. Tal vez era verdad que lo arrojaron de algún barco de los que cruzaban a lo lejos, muerto o vivo.

Aquella hipótesis racional se negaba a admitirla su sentimiento porque le parecía imposible el viaje del cadáver por el agua. Era algo así como el caminante que hubiera tenido que atravesar un bosque lleno de fieras. Se extrañaba que llegase a la orilla sin haber sido devorado por los peees.

Por eso no le extrañaba que le faltase una mano y la mitad del brazo izquierdo, a pesar de no ser grande el estado de descomposición para que se hubiese podrido la carne. Se la habrían cortado los colmillos de marfil de un tiburón.

No se podía saber si tenía erosiones de la lucha con otros hombres, porque estaba golpeado, amoratado, con la nariz chafada, y pedazos de cuero cabelludo arrancados, como los pedazos de su ropa de la lucha con el mar.

Había jugado con él el mar como con una hoja, golpeándolo terriblemente contra las rocas, tan duras, tan espinosas, por decirlo así, de aquel lugar formado por piedras volcánicas, en cuyas sinuosidades se desgarró la tela y la carne.

Lo había magullado todo, le había quebrado huesos, se le había reventado un ojo. Los picos de la piedra, agudos como puñales, habían penetrado en su carne y llegado a sus huesos. Tenía una herida tremenda en el costado. Otra en la ingle. No se podía comprobar la anchura del arma que las había producido.

La chaqueta encontrada cerca de él podía ser un indicio de crimen, pertenecer al asesino. Era el indicio que más incitaba a creer en el crimen, aunque era raro que en la agitación de las olas hubiese permanecido cerca de él.

No era suya, como en un principio se había supuesto, no por ser corta ni larga sino porque el muerto conservaba en el brazo no mutilado la manga de una chaqueta, de paño fino, igual que los jirones que le quedaban del pantalón.

Los guiñapos de camisa y ropa interior que le había dejado el mar al desnudarlo eran de tela fina.

La mano que le quedaba era cuidada y los pies acusaban un hombre poco acostumbrado a andar. Tenía puestas unas botas que le habían protegido los pies, unas botas de piel de cabritilla, nuevas, bien hechas, elegantes, que formaban contraste con el cuerpo de mendigo maltratado. Aquellas botas reivindicaban toda la figura. Parecía que el cadáver se iba a levantar sobre ellas para andar.

¿Cuánto tiempo haría que estaba muerto cuando pareció? No podía precisarse pero Ta descomposicón no era mucha. Lo que le hacía más lejano, más viejo cadáver era el estar como en conserva, tan lavado, tan sin sangre. No se sabía si el mar lo había lamido como bestia piadosa o si lo había chupado como un vampiro. Tenía algo de res en el matadero.

No era extranjero. No le cabía duda de que era portugués; por desfigurado que estuviese, se conocían los signos claros, característicos de la raza.

Miraba las caras de todas las gentes que se acercaban con la inocente superstición de que los asesinos van a ver a sus víctimas.

Buscó bien todos los detalles del muerto, preguntó, inquirió quién le había descubierto. Unos chiquillos y unos pescadores habían avisado, y la gente corrió a la orilla del agua para presenciar aquel juego de león del mar, que tiraba el cuerpo a la tierra y lo recogía después, como un enorme balón.

Salió a ver el teatro de lo que él creía siempre el crimen. Desde que pasó la melancólica plaza llena de palmeras que se extiende delante de la ciudadela, comenzó la carretera, que tenia algo de siniestro entre la grandiosidad de su belleza: El camino del infierno.

Él iba mirando los grandes palacios, las magníficas casas de campo solitarias, donde no moraban todo el año los dueños. Aquel castillo, de pomposa asquitectura, con sus profundos cimientos en la arena. ¡Sería tan fácil ocultarse allí los asesinos!

Sospechaba de todo, vecinos, guardias, pescadores, cocheros. Tenía una verdadera obsesión

Siguiendo toda la carretera salió al descampado. Ya no había allí casas. Era la costa brava, árida, con las rocas que parecían quemadas en un terrible incendio; rocas que parecían de metal mezclado a la tierra, de lava. Daban aspecto de pinchar, de arañar, de clavarse en los zapatos y engancharse en la roca. A veces, en medio de ellas brotaba esa planta pencosa de las marinas, en la que se abre un florón amarillo o magento, para engalanar la roca.

Era un sitio impresionante. Iba recordando todo lo que se contaba de aquella costa, que no era precisamente crímenes, como decía la mujer del tren. En tiempo de la monarquía, los reyes veraneaban en la Ciudadela, donde ahora venían pocas veces los presidentes de la República. Fue allí, en aquella ciudadela, donde murió don Luis Primero, el que tuvo aquel largo entierro a través de los pueblos de la Rivera, en su magnífica carroza, hasta llegar a los Jerónimos, de un modo fantástico, en la noche, a la luz de lirios y antorchas.

Don Carlos tenía allí sus aventuras galantes con las damas de la corte que seguían el veraneo regio. Fue allí el teatro de sus amores con una marquesa española, que tomó tal ascendiente en el ánimo del rey, que obligó a doña Amelia, que se preocupaba poco de eso, a pedir al Gobierno español que la llamasen a su patria.

En aquellas aguas daba sus orzadas el yate reglo, conduciendo alguna enamorada. En aquella costa había lugares misteriosos convertidos en cuevas a lo Monte- Cristo, donde había juergas secretas y el monarca pasaba las tardes en meriendas y amoríos, oyendo fados y entregándose a las locuras y los devaneos.

Pensando todo eso, que apartó de él por un momento la idea del muerto, llegó al Infierno. El negro agujero, tan profundo, con la puerta al mar y la alta ventana ojival que formó la naturaleza en el muro de roca, abriéndose sobre el azul, era, en verdad, impresionante.

Aquella puerta y aquella ventana abiertas siempre al mar y al cielo, se llenaban de espuma y de luz.

Debía ser aquella profundidad una antigua boca de volcán. El agua se precipitaba allí de un modo siniestro, revuelta y martirizada, en una contorsión dolorosa, epiléptica. Rugía, zumbaba, gemía allá en el fondo. Parecía que se quedaba allí prisionera la ola y no podía volver a conquistar su libertad. Sin duda, allí se filtraba, profundizaba, caía dentro de las oquedades donde había de producir el fuego que fulminase y destruyese el nuevo volcán.

Por algo la multitud, que tan bien se apodera del espíritu de las cosas, le había puesto a aquel lugar el nombre de la "Boca del Infierno".

Daba idea de que salían y entraban por allí almas martirizadas, de estar rodeado de espíritus siniestros, de espíritus atormentados, crueles, perversos. Rebullía algo en aquel hervor del agua que debía quemar y consumir a pesar de su aspecto frío.

Dio una vuelta buscando huellas por la plancha de losa blanca y pulida que conducía a la orilla del mar, frente a la ventana y sobre la puerta; pero se convenció bien pronto de que era inútil tratar de hallar trazas de nada en aquellas rocas duras, que no guardaban trazos de nada.

Preguntó al guardián, que, creyéndole un turista, le ofrecía tarjetas con vistas del lugar, detalles sobre el hallazgo del cadáver.

—¡Ah! No es el primero que he visto—respondió el hombre—. Es una cosa horrible ver con qué furia se ceba el mar en los pobres cuerpos muertos. ¡Si usted viera! Estaba allí abajo, parecía que le iba a meter en el agujero; le levantaba en alto, le dejaba caer. Era una masa de carne que amenazaba deshacer contra las peñas. Al fin, derivó y lo dejó en seco sobre la roca de la izquierda. Pero luego lo cogía, se lo volvía a llevar... Los golfines esperaban allá como están ahora.

Se fijó entonces. Parecían, en efecto, los enormes peces un rebaño de ovejas negras que esperaban una presa y sintió todo el horror, todo el miedo de aquél cadáver presa de la furia de las olas. Le daba miedo hasta del guarda; se arrepentía de haber ido solo. No se atrevía a acercarse al borde de la orilla y su mano acariciaba la culata de la pistola, en el bolsillo del pantalón.

—Se puede bajar al agujero—dijo el hombre—los días en que el mar no está tan bravio como hoy. Hay una especie de escalera, por la que bajaban les príncipes, y un día, si no es por su abuela, la reina Pía, que se tiró a salvarlos, se ahogan. ¡Qué gran mujer!

Pero él ya no le escuchaba. Seguía su camino hacia el faro de Guía, convenciéndose cada vez más de que era imposible hallar indicios de nada allí. Ni siquiera había gentes de quien sospechar. No había habitaciones. Rocas áridas sucedían a rocas áridas en aquel terreno volcánico, negruzco. Las quintas de las Marinas, las enormes propiedades de la nobleza estaban allí abandonadas. El pueblecillo con sus huertas bien cuidadas y sus casas de labranza se quedaba lejos, más atrás. Allí era todo árido, salvaje; bosques de pinos éspartosos, estériles, pinos marítimos, torcidos, descuidados; cedros de largas ramas puntiagudas; palmeras enanas y sequerizas.

A lo lejos se divisaba el pequeño jardín de cipreses del cementerio de Guía, donde había de ir a reposar la víctima al día siguiente. Llegó al faro. De los únicos hombres que no le estaba permitido dudar era de los torreros. Eran hombres heroicos, mártires, asesinados ellos mismos por el mar, con un naufragio continuo. Encallados en la piedra de donde sus señales apartaban a les demás.

Preguntó allí y preguntó más adelante, en Cabo Frío. Aquellas gentes aisladas allí parecía que lo habían de ver todo, pero ellos no veían nada fuera del mar y de las luces de los barcos, sólo las luces, ni siquiera el barco.

Desde allí la vegetación cambiaba. Cruzaba sobre la alfombra mullida de plantas y flores que tapizaba toda la marisma para llegar a la casilla desierta, que, morada de un antiguo farero, parecía un faro sobre la playa de Guicho. Algunas de aquellas plantas parecían rosas blancas.

Se sentó en un pequeño porche y pidió un refresco de Capile y gaseosa. Se lo sirvió una niña, ni morena ni rubia, de bellas facciones, que tenía algo de flor de la marina, de planta del mar, de alga. Sobre todo, tenía la claridad de los ojos que no miran más que cielo y mar.

El espectáculo era soberbio. Se veían todas las quebraduras de la costa, toda la inmensidad del mar, y no se descubría más habitación que los faros,

Le preguntó a la niña:

—¿Viene por aquí mucha gente?

—Desde que se partió ese barco que está ahí contra la roca, esto está muy concurrido.

—¿Hace mucho que se rompió ese barco?

—El año pasado.

—¿Y lo viste tú?

—Ya lo creo.

La niña empezó a contarle el relato que había hecho ya tantas veces. El susto de aquél grito desesperado de las bocinas con que el gran barco, que, lleno de luces, parecía en la sombra una montaña, vino a encallar y quebrarse en la playa.

Se habían salvado todos, pero el gran barco de hierro se había roto como de vidrio, ante la furia del mar. Las olas lo azotaban, lo inelinabau a un lado y a otro. Lo destrozaron sin que les pudiesen arrancar la presa. Estaba cargado de petróleo y la carga se vertió en el agua.

—No podíamos comer pescado del olor a petróleo—decía la niña.

Aun quedaba allí medio casco, arrimado a un risco. Los obreros se deslizaban por las cuerdas para irlo desarmando, y sus ventiladores, sus tornillos, sus planchas y sus chimeneas se amontonaban en la playa.

Al fin, preguntó directamente:

—¿Has oido hablar de un cadáver que han encontrado en la "Boca del Infierno"?

—Sí, señor; y ayer he ido a Cascaes a verlo.

—¿Le conocías?

—No.

—¿No había estado nunca aquí?

—No.

Era inútil preguntar. Pagó y emprendió el camino de regreso. El día, que amaneció tan espléndido, cambiaba. El cielo se enfurruñaba y se ponía de un color ceniciento, casi negro, que comenzaba a velar el gallardo perfil de la montaña. No eran raros allí esos repentinos cambios de risa y de enfado de un cielo mimado por la naturaleza como un niño predilecto.

El mar tomaba un color verde venenoso, de un verde negro en el centro. Se levantaba en olas de espuma que saltaban a centenares de metros sobre la orilla, como polvo de agua, y cubrían las pequeñas ensenadas de espuma blanca. Parecía que se formaban en el mar profundidades y remolinos como el de la "Boca del Infierno".

La contempló con miedo otra vez. Con aquel ruido atronador, aquel hervidero profundo, el rebullir de espumas, lo de atormentado de revuelto de espasmódico que había allí. Una convulsión dolorosa, inacabable, que martirizaba la vista y los nervios: un infierno.

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