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Helena Blavatsky en AlbaLearning

Helena Blavatsky

"La cueva de los ecos"

Capítulo 3

Biografía de Helena Blavatsky en Wikipedia

 
 
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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 
La cueva de los ecos
OBRAS DEL AUTOR
Cuentos:
La cueva de los ecos
Un matusalén ártico

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  III  

Transcurrieron diez años, y nos encontramos nuevamente a la feliz familia al principio de 1859. La linda Minchen se había puesto gruesa y se había hecho vulgar. Desde el día de la desaparición del anciano, Nicolás se había vuelto áspero y retraído en sus costumbres, admirándose muchos de tal cambio, pues nunca se le veía sonreír. Parecía que el único objeto de su vida era el encontrar al asesino de su tío, o más bien, hacer que Iván confesase su crimen. Pero este hombre persistía aún en que era inocente.

Sólo un hijo había tenido la joven pareja, y por cierto que era un niño extraño. Pequeño, delicado y siempre enfermo, parecía que su frágil vida pendía de un hilo. Cuando sus facciones estaban en reposo, era tal su parecido con ei tío, que los individuos de la familia a menudo se alejaban de él con terror. Tenía la cara pálida y arrugada de un viejo de sesenta años sobre los hombros de un niño de nueve. Nunca se le vio reír ni jugar. Encaramado en una silla alta permanecía sentado gravemente, cruzando los brazos de una manera que era peculiar al difunto señor Izvertzoff, y asi se pasaba horas y horas inmóvil y adormecido. A sus nodrizas se les veía a menudo santiguarse furtivamente al acercarse a él por la noche, y ninguna de ellas hubiera consentido en dormir a solas con él en su cuarto. La conducta del padre para con su hijo era aún más extraña. Parecía quererlo apasionadamente y al mismo tiempo odiarlo en extremo. Muy rara vez lo besaba o acariciaba, sino que, con semblante lívido y ojos espantados, pasaba largas horas mirándole, mientras que el niño estaba tranquilamente sentado en su rincón, con sus maneras de viejo propias de un duende. El niño no había salido nunca de la hacienda y pocos de la familia conocían su existencia.

A mediados de Julio, un viejo húngaro, de elevada estatura, precedido de una gran reputación de excentricidad, fortuna y poderes misteriosos, llegó a aquella ciudad desde el Norte, donde había residido muchos años. Se estableció en la pequeña ciudad en compañía de un shamano, o mago de la Siberia del Sur, con quien se decía que verificaba experimentos de magnetismo. Daba comidas y reuniones, e invariablemente exhibía a su shamano, de quien estaba muy orgulloso, para divertir a sus huéspedes. Un día, los notables de la ciudad invadieron repentinamente los dominios de Nicolás Izvertzoff, solicitando les prestase su cueva para pasar una velada. Nicolás consintió con gran repugnancia, y sólo después de una vacilación aún mayor, se dejó persuadir para unirse a la partida.

La primera caverna y la plataforma al lado del insondable lago estaban refulgentes de luz. Centenares de velas y de antorchas de vacilantes llamas, metidas en las hendeduras de las rocas, iluminaban aquel sitio, y ahuyentaban las sombras de ángulos y rincones en donde habían estado agazapadas, sin ser molestadas, durante muchos años. Las estalactitas de las paredes chispeaban brillantemente, y los dormidos ecos fueron repentinamente despertados por alegre confusión de risas y conversaciones. El shamano, a quien su amigo y patrón no había perdido de vista un momento, estaba sentado en un rincón, y, como de costumbre, hipnotizado, encaramado en una roca saliente a la mitad del camino entre la entrada y el agua. Con su rostro de amarillo limón, lleno de arrugas, su nariz chata y barba rala, parecía más bien un horrible ídolo de piedra que un ser humano. Muchos de la partida se apretaban a su alrededor recibiendo atinadas contestaciones a las preguntas que le dirigían, pues el húngaro sometía gustoso su «sujeto» magnetizado a los interrogatorios.

De pronto una señora hizo la observación de que en aquella misma cueva había desaparecido el señor Irvertzoff hacía diez años. El extranjero pareció interesarse en el caso, mostrando deseos de saber lo acaecido. En su consecuencia buscaron a Nicolás entre la multitud, y le condujeron delante del grupo de curiosos. Era el huésped y le fue imposible negarse a hacer la deseada narración. Repitió, pues, el triste relato con voz temblorosa, pálido semblante, y viéndosele brillar las lágrimas en sus ojos febriles. Los asistentes se afectaron mucho, murmurando grandes elogios sobre la conducta del amante sobrino, que tan bien honraba la memoria de su tío y bienhechor. Cuando, de repente, la voz de Nicolás se ahogó en su garganta, sus ojos parecieron salir de sus órbitas y, con un gemido ronco, retrocedió tambaleándose. Todos los ojos siguieron con curiosidad su aterrada vista, que se fijó y permaneció clavada sobre una diminuta cara de bruja que se asomaba por detrás del húngaro.

—¿De dónde vienes? ¿Quién te trajo aquí, niño?—balbuceó Nicolás, páiido como la muerte.

—Yo estaba acostado, papá; este hombre vino por mí y me trajo aquí en sus brazos—contestó con sencillez el muchacho, señalando al shamano, al lado de quien se hallaba en la roca, y el cual seguía con los ojos cerrados, moviéndose de un lado a otro como un péndulo viviente.

—Esto es muy extraño—observó uno de los huéspedes—, pues este hombre no se ha movido de su sitio.

—¡Gran Dios! ¡Qué parecido tan extraordinario!—murmuró un antiguo vecino de la ciudad, amigo de la persona desaparecida.

—¡Mientes, niño!—-exclamó con fiereza el padre—. Vete a la cama; éste no es sitio para ti.

—Vamos, vamos—dijo el húngaro, interponiéndose con una expresión extraña en su cara, y rodeando con sus brazos la delicada figura del niño—; el pequeño ha visto el doble de mi shamano, que a menudo vaga a gran distancia de su cuerpo, y ha tomado al fantasma por el hombre mismo. Dejadlo permanecer un rato con nosotros.

A estas extrañas palabras los asistentes se miraron con muda sorpresa, mientras que algunos hicieron piadosamente el signo de la cruz, presumiendo, indudablemente, que se trataba del Diablo y de sus obras.

—Y por otro lado—siguió diciendo el húngaro con un acento de firmeza peculiar, dirigiéndose a la generalidad de los concurrentes más bien que a alguno en particular—, ¿por qué no habríamos de tratar, con ayuda de mi shamano, de descubrir el misterio que encierra esta tragedia? Está todavía en la cárcel la persona de quien se sospecha. ¿Cómo no ha confesado su delito todavía? Esto es seguramente muy extraño; pero vamos a saber la verdad dentro de algunos minutos. ¡Que todo el mundo guarde silencio!

Se aproximó entonces al tchuktchené, e inmediatamente dio principio a las manipulaciones, sin siquiera pedir permiso al dueño del lugar. Este último permanecía en su sitio como petrificado de horror y sin poder articular una palabra. La idea encontró una aprobación general, a excepción de él, y especialmente aprobó el pensamiento el inspector de Policía, coronel S.

—Señoras y caballeros—dijo el magnetizador con voz suave—: permitidme que en esta ocasión proceda de una manera distinta de lo que generalmente acostumbro a hacerlo. Voy a emplear el método de la magia nativa. Es más apropiado a éste agreste lugar y de mucho más efecto, como ustedes verán, que nuestro método europeo de magnetización.

Sin esperar contestación sacó de un saco que siempre llevaba consigo, primeramente, un pequeño tambor, y después dos redomas pequeñas una llena de un líquido y la otra vacía. Con el contenido de la primera roció al shamano, quien empezó a temblar y a balancearse más violentamente que nunca. El aire se llenó de un perfume de especies, y la misma atmósfera pareció hacerse más clara. Luego, con horror de los presentes, se acercó al tibetano, y sacando de un bolsillo un puñal en miniatura, le hundió la acerada hoja en el antebrazo y sacó sangre, que recogió en la redoma vacía. Cuando estuvo media llena oprimió el orificio de la herida con el dedo pulgar, y detuvo la salida de la sangre con la misma facilidad que si hubiera puesto el tapón a una botella, después de lo cual roció la sangre sobre la cabeza del niño. Luego se colgó el tambor al cuello y, con dos palillos de marfil cubiertos de signos y letras mágicas, empezó a tocar una especie de diana para atraer los espíritus, según él decía.

Los circunstantes, medio sorprendidos, medio aterrorizados por este extraordinario procedimiento, se apiñaban ansiosamente a su alrededor, y durante algunos momentos reinó un silencio de muerte en toda la inmensa caverna. Nicolás, con semblante lívido como el de un cadáver, permanecía sin articular palabra. El magnetizador se había colocado entie el shamano y la plataforma, cuando principió a tocar lentamente el tambor. Las primeras notas eran como sordas y vibraban tan suavemente en el aire, que no despertaron eco alguno; pero el shamano apresuró su movimiento de vaivén y el niño se mostró intranquilo. Entonces, el que tocaba el tambor principió un canto lento, bajo, solemne e impresionante.

A medida que aquellas palabras desconocidas salían de sus labios, las llamas de las velas y de las antorchas ondulaban y fluctuaban, hasta que principiaron a bailar al compás del canto. Un viento frío vino silbando de los obscuros corredores, más allá del agua, dejando en pos de si un eco quejumbroso. Luego, una especie de neblina que parecía brotar del suelo y paredes rocosas, se condensó en torno del shamano y del muchacho. Alrededor de este último el aura era plateada y transparente; pero la nube que envolvía al primero era roja y siniestra. Aproximándose más a la plataforma, el mago dio un redoble más fuerte en el tambor; redoble que esta vez fue recogido por el eco con un efecto terrorífico. Retumbaba cerca y lejos con estruendo incesante; un clamor más y más ruidoso sucedía a otro, hasta que el estrépito formidable pareció el coro de mil voces de demonios que se levantaban de las insondables profundidades del lago. El agua misma, cuya superficie, iluminada por las muchas luces, había estado hasta entonces tan llana como un cristal, se puso repentinamente agitada, como si una poderosa ráfaga de viento hubiese recorrido su inmóvil superficie.

Otro canto, otro redoble del tambor, y la montaña entera se estremeció hasta sus cimientos, con estruendos parecidos a los de formidables cañonazos disparados en los inacabables y obscuros corredores. El cuerpo del shamano se levantó dos yardas en el aire y, moviendo la cabeza de un lado a otro y balanceándose, apareció sentado y suspendido como una aparición. Pero la transformación que se operó entonces en el muchacho heló de terror a cuantos presenciaban la escena. La nube plateada que rodeaba al niño pareció que le levantaba también en el aire, pero, al contrario del shamano, sus pies no abandonaron el suelo. El muchacho principió a crecer como si la obra de los años se verificase milagrosamente en algunos segundos. Se tornó alto y grande, y sus seniles facciones se hicieron más y más viejas, a la par que su cuerpo. Unos cuantos segundos más, y la forma juvenil desapareció completamente, absorbida en su totalidad por otra individualidad diferente y con horror de los circunstantes, que conocían su apariencia: esta individualidad era la del viejo señor Izvertzoff, quien tenía en la sien una gran herida abierta, de la que caían gruesas gotas de sangre.

Este fantasma se movió hacia Nicolás, hasta que se puso directamente enfrente de él, mientras que éste, con el pelo erizado y con los ojos de un loco, miraba a su propio hijo transformado inesperadamente en su tío mismo. El silencio sepulcral fue interrumpido por el húngaro, quien, dirigiéndose al niño-fantasma, le preguntó con voz solemne:

—En nombre de Aquél que todo lo puede, contéstanos la verdad y nada más que la verdad. Espíritu intranquilo, ¿te perdiste por accidente o fuiste cobardemente asesinado?

Los labios del espectro se movieron, pero fue el eco el que contestó en su lugar, diciendo con lúgubres resonancias:

—¡Asesinado! ¡Asesinado! ¡A-se-sina-do!...

—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por quién?— preguntó el conjurador.

La aparición señaló con el dedo a Nicolás, y sin apartar la vista ni bajar el brazo se retiró, andando lentamente de espaldas y hacia el lago. A cada paso que andaba el fantasma, Izvertzoff el joven, como obligado por una fascinación irresistible, avanzaba un paso hacia él, hasta que el espectro llegó al lago, viéndosele en seguida deslizarse sobre su superficie. ¡Era una escena de fantasmagoría verdaderamente horriblel

Cuando llegó a dos pasos del borde del abismo de agua, una violenta convulsión agitó el cuerpo del culpable. Arrojándose de rodillas, se agarró desesperadamente a uno de los asientos rústicos y, dilatándose sus ojos de una manera salvaje, dio un grande y penetrante grito de agonía. El fantasma entonces permaneció inmóvil sobre el agua y, doblando lentamente su dedo extendido, le ordenó acercarse. Agazapado, presa de un terror abyecto, el miserable gritaba hasta que la caverna resonó una y otra vez:

—¡No fui yo..., no; yo no os asesiné!

Entonces se oyó una caída; era el muchacho, que apareció sobre las obscuras aguas luchando por su vida en medio del lago, viéndose a la inmóvil y terrible aparición inclinada sobre él.

—¡Papá, papá, sálvame... que me ahogo!...—exclamó una débil voz lastimera en medio del ruido de los burlones ecos.

—¡Mi hijo!—gritó Nicolás, con el acento de un loco, poniéndose de pie de un salto—. ¡Mi hijo! ¡Salvadlo! ¡Oh! ¡Salvadlo!... ¡Sí, confieso!... ¡Yo soy el asesino!... ¡Yo fui quien lo mató!...

Otra caída en el agua, y el fantasma desapareció. Dando un grito de horror, los circunstantes se precipitaron hacia la plataforma; pero sus pies se clavaron repentinamente en el suelo al ver, en medio de los remolinos, una masa blanquecina e informe enlazando al asesino y al niño en un estrecho abrazo y hundiéndose lentamente en el insondable lago.

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