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Capítulo 2
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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja |
La cueva de los ecos |
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II | ||
En el vasto dominio del señor Izvertzoff había una extraña caverna que excitaba la curiosidad de todo el que la visitaba. Existe hoy todavía, y es muy conocida de todos los habitantes de las cercanías. Un bosque de pinos comienza a corta distancia de la puerta del jardín y sube en escarpadas laderas a lo largo de cerros rocosos, a los que ciñe con el ancho cinturón de su vegetación impenetrable. La galería que conduce al interior de la caverna, conocida por la Cueva de los Ecos, está situada a media milla de la mansión, desde la cual aparece como una pequeña excavación de la ladera, oculta por la maleza, aunque no tan completamente que impida ver cualquier persona que entre en ella desde la terraza de la casa. Al penetrar en la gruta, el explorador ve en el fondo de !a misma una estrecha abertura, pasada la cual se encuentra en una elevadísima caverna, débilmente iluminada por hendeduras en el abovedado techo a cincuenta pies de altura. La caverna es inmensa, y podría contener holgadamente de dos a tres mil personas. En el tiempo del señor Izvertzoff, una parte de ella estaba embaldosada, y en el verano se usaba a menudo como salón de baile en las jiras campestres. Es de forma oval irregular, y se va estrechando gradualmente hasta convertirse en un ancho corredor que se extiende varias millas, ensanchándose a trechos y formando otras estancias tan grandes y elevadas como la primera, pero con la diferencia de que no pueden cruzarse sino en botes, por estar siempre llenas de agua. Estos receptáculos naturales tienen la reputación de ser insondables. En la orilla del primero de estos canales existe una pequeña plataforma con algunos asientos rústicos, cubiertos de musgo, convenientemente colocados, y en este sitio es donde se oye en toda su intensidad el fenómeno de los ecos que dan nombre a la gruta. Una palabra susurrada, y hasta un suspiro es recogido por infinidad de voces burlonas, y en lugar de disminuir de volumen, como hacen los ecos honrados, el sonido se hace más y más intenso a cada sucesiva repetición, hasta que al fin estalla como ia repercusión de un tiro de pistola y retrocede en forma de gemido lastimero a lo largo del corredor. En el día en cuestión, el señor Izvertzoff había indicado su intención de dar un baile en esta cueva el día de su boda, que había fijado para una fecha cercana. Al día siguiente por la mañana, mientras hacía sus preparativos para el viaje, su familia le vio entrar en la gruta acompañado solamente por su criado siberiano. Media hora después Iván volvió a la mansión por una tabaquera que su amo había dejado olvidada, y regresó con ella a la gruta. Una hora más tarde la casa entera se puso en conmoción por sus grandes gritos. Pálido y chorreando agua, Iván se precipitó dentro como un loco, y declaró que el señor Izvertzoff había desaparecido, pues no se le encontraba en ninguna parte de la caverna. Creyendo que se había caído en el lago, se había sumergido en el primer receptáculo en su busca, con peligro inminente de su propia vida. El día pasó sin que diesen resultado las pesquisas en busca del anciano. La Policía invadió la casa, y el más desesperado parecía ser Nicolás, el sobrino, que a su llegada se había encontrado con la triste noticia. Una negra sospecha recayó sobre Iván el siberiano. Había sido castigado por su amo la noche anterior y se le había oído jurar que tomaría venganza. Le había acompañado sólo a la cueva, y cuando registraron su habitación se encontró debajo de la cama una caja llena de riquísimas joyas de familia. En vano fue que el siervo pusiese a Dios por testigo de que la caja le había sido confiada por su amo precisamente antes de que se dirigieran a la cueva; que la intención de su amo era hacer remontar las joyas que destinaba a la novia como regalo, y que él, Iván, daría gustoso su propia vida para devolvérsela a su amo, si supiese que éste estaba muerto. No se le hizo ningún caso, sin embargo, y fue arrestado y metido en la cárcel bajo acusación de asesinato. Allí se le encerró, pues según la legislación rusa, no podía, al menos por aquellos tiempos, ser condenado criminal alguno a muerte, por más demostrado que estuviese su delito, a menos que se hubiese confesado culpable. Después de una semana de inútiles investigaciones, la familia se vistió de riguroso luto, y como el testamento primitivo no había sido modificado, toda la propiedad pasó a manos del sobrino. El viejo profesor y su hija soportaron este repentino revés de la fortuna con flema verdaderamente germánica, y se prepararon a partir. El anciano colgó su cítara debajo del brazo y se dispuso a marcliar con su Minchen, cuando el sobrino le detuvo, ofreciéndose, en lugar de su difunto tío, como esposo de la linda damisela. Encontraron muy agradable el cambio, y, sin causar gran ruido, fueron casados los dos jóvenes. |
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