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"Un matusalén ártico" Historieta de Navidad |
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Biografía de Helena Blavatsky en Wikipedia | |
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Música: Tchaikovsky-37b-06-breemer |
Un matusalén ártico Historieta de Navidad |
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El antiguo castillo de un rico propietario de Finlandia veíase muy favorecido de gentes en aquella fría noche de Navidad, gentes reunidas al amor del fuego del clásico hogar, todo recuerdos de la santa tradición hospitalaria de sus nobles antepasados, por la que se conservaban aún vivas las prácticas y supersticiones de la Edad Media, en parte rusas, llevadas de las orillas del Neva por los últimos dueños. No faltaban, no, en aquella noche augusta consagrada por los siglos, ni el árbol de Noel, de la Navidad, ni los demás preparativos de fiesta que son de rigor allí como en toda la tierra. El castillo estaba lleno de tesoros arcaicos: los ceñudos retratos de los antecesores en viejos y carcomidos marcos; toda clase de armas de caballeros en las panoplias, y de antiguos vestuarios señoriles en los armarios. Extenso, misterioso, el tal castillo, como todos los edificios de su clase, no faltaban en él tampoco antiguos torreones desportillados y desiertos; baluartes almenados; góticos ventanales; sus sótanos mohosos, obscuros e interminables, no visitados desde hacía quizá docenas de generaciones, y enlazados con cuevas y escapes subterráneos, donde más de un preso había quizá padecido las torturas de alguna vieja venganza, para retornar su espectro, después de muerto aquél de angustia, a pedir justicia contra los vivos. Erase, en fin, el tal castillo-palacio, un resto imponente de un pasado feudal no menos imponente que él mismo y el más apto, por tanto, para la reproducción de toda clase de horrores románticos. Tranquilícese, sin embargo, el lector, que semejante marco de antiguos horrores no va a jugar papel alguno, como podía esperarse, en esta mi verídica narración. El héroe principal de ella es, por el contrario, un hombre vulgarísimo a quien llamaremos Erkler, o mejor el Dr. Erkler, profesor de medicina, alemán por línea paterna y completamente ruso por su educación, como por su madre. El Dr. Erkler era un consumado viajero, por haber acompañado en todas sus empresas a uno de los más famosos exploradores en sus viajes alrededor del mundo. Uno y otro, el doctor y el explorador, habían tenido ocasiones varias de ver cara a cara la muerte y desafiarla intrépidos, ora bajo las nieves polares, ora bajo los tórridos calores del trópico. Entre el cúmulo de sus tan numerosos como emocionantes recuerdos, el doctor parecía mostrar una no disimulada preferencia entusiasta hacia «sus inviernos» pasados en Groenlandia y Nueva Zembla, más que hacia aquellos otros, por ejemplo, de la Australia, donde, entre otras peripecias graves, estuvieron a punto de morir de sed él y los suyos durante una travesía de catorce horas sin sombra ni agua. —Sí—solía decir el doctor en medio de sus pintorescas y vivas narraciones—. Lo he experimentado todo... ¡Todo, excepto eso que, en su ignorancia, llaman lo sobrenatural las gentes supersticiosas!... Sin embargo —añadió, con trémula y baja voz—, hay en mi ya larga vida un suceso sumamente extraordinario. He tropezado una vez con un extraño hombre, rodeado de circunstancias completamente inexplicables, capaces de confundir al más escéptico... Todos los circunstantes sintieron, al oir aquello, el aletazo de la curiosidad, una curiosidad terrorífica, bien adecuada al momento aquel en que el viento silbaba con estrépito y caía la nieve en abundancia, haciendo más inestimable el beneficio de las comodidades de cuantos le escuchaban al doctor en torno del hogar. El sabio continuó de esta manera: —En el año de mil ochocientos setenta y ocho nos fue forzoso invernar en la costa noroeste de Spizberg, en nuestra exploración del fugaz verano anterior hacia el polo. Como de costumbre, el propósito de abrirnos un camino hacia el poto ártico, fracasó por causa de los icebergs, y tras vanos esfuerzos tuvimos que rendirnos a la dura fatalidad. De allí a pocos días, la terrible noche polar tendió sobre nosotros su manto cruel, y nuestras naves quedaron aprisionadas por los hielos en el golfo del Mussel, donde habíamos de pasar ociosos y separados de todo trato humano durante ocho largos meses del invierno polar. Sentí que mi fuerte voluntad me flaqueaba ante tan negra perspectiva, y más aún en cierta espantosa noche de tempestad en que los torbellinos de ventisca destruyeron nuestros depósitos de provisiones, entre ellas catorce ciervos, con cuya carne contábamos como arma contra la vida ártica que exige, según nadie ignora, un aumento considerable en la cantidad y la calidad de los alimentos. Nos resignamos, no obstante, lo mejor que pudimos por nuestra pérdida cruel y hasta llegamos a acostumbrarnos al más nutritivo alimento del país, consistente en la carne de foca y en su grasa. Para prevenirnos contra los rigores de la invernada, los hombres de nuestra tripulación habían construido con los restos salvados del anterior desastre, una casita bastante aceptable y dividida en dos departamentos, uno para mí y los otros tres jefes, y el segundo para ellos. Agotando, además, todas nuestras previsiones meteorológicas y magnéticas, añadimos al edificio un tercer cuerpo o establo protector para los escasos ciervos que se habían salvado de la catástrofe. Iniciáronse al punto la inacabable serie de monótonos días y noches, que eran una eterna noche sin aurora ni crepúsculo. Como, además, nos habíamos trazado el plan de que dos de nuestros barcos regresasen en Septiembre antes de que les cortasen la retirada los hielos, y este plan se había frustrado por haberse anticipado la estación, la tripulación era triple o cuádruple de la calculada para la invernada y para los elementos con que contábamos para afrontarla, así que no sólo teníamos que economizar las provisiones, sino también el combustible y la luz. Las lámparas se encendían sólo para objetos de urgencia o científicos. Teníamos que contentarnos, pues, con sólo la luz que quisiera darnos la Providencia en aquella noche sin día: es a saber, la luz de la luna y la de las auroras boreales, pero, ¿cómo describir la gloria de aquellos incomparables fenómenos celestes? ¿Cómo ponderar las cambiantes luces y colores de sus irradiaciones tan fantásticas como gigantescas de variedad infinita? En cuanto a las noches de luna de Noviembre, eran sencillamente maravillosas, con los siempre cambiantes espectáculos de sus rayos entre hielos y nieve. El encanto de tales momentos no se apartará jamás de mi imaginación. Una de estas últimas noches, o por mejor decir, un día de estos, acaso, pues que desde fines de Noviembre hasta mediados de Febrero no tuvimos crepúsculo alguno que nos permitiese establecer diferencia entre la noche y el día, acertamos a columbrar entre las irisaciones de la luna una como mancha obscura que se movía hacia nosotros, remedando más que a un rebaño, que por fuerza tenía que ser blanco en aquellas latitudes, a un grupo compacto de hombres trotando hacia el lugar donde nos hallábamos, sobre la planicie nevada. ¿Qué seres humanos podían, sin embargo, ser aquéllos? Sí, era ya indudable: aunque nos resistiésemos a dar crédito a nuestros ojos, un pelotón como de cincuenta hombres, se aproximaba rápidamente a nuestra vivienda. Eran cincuenta cazadores de focas guiados por Matilin, el más famoso veterano de tales empresas peligrosas, y que, como nosotros, habían sido cortados por los hielos en su retirada. Los hicimos entrar, atendiéndolos y obsequiándolos lo mejor que pudimos. Después interrogamos a Matilin: —¿Cómo supisteis que estábamos aquí? —Nos lo dijo y nos enseñó el camino hasta vuestro albergue el viejo Johan—contestaron varios, señalando a uno de sus compañeros: un anciano venerable con el cabello más blanco que la misma nieve. —Verdaderamente que es asombroso el que un anciano como éste se dedique aún a cazar focas en compañía de hombres jóvenes como vosotros, en lugar de aguardar en el rincón de su hogar, al amor de la lumbre, la llegada del último de sus días. Además, ¿cómo acertó a saber nuestra presencia en la solitaria región del oso blanco?—dijimos a una. Tanto el buen Matilin, como los demás de su grupo sonrieron compasivos ante nuestra ignorancia. Según ellos nos aseguraron, «el viejo Johan» lo sabía todo, añadiendo: —Bien novicios debéis de ser en estas tierras polares cuando ignoráis la existencia de este prodigioso Johan y ahora tanto os asombráis de su presencia—dijo otro. —Vengo cazando focas en estos mares desde hace cuarenta y cinco años, día tras día—añadió el primero—y siempre le he conocido igual al buen Johan, a quien todos veneramos con su cabellera blanca y su aspecto majestuoso. Es más: recuerdo perfectamente que cuando yo era niño y acostumbraba a salir a la mar con mi padre, éste y mi abuelo me contaban lo mismo, punto por punto, respecto de Johan, añadiendo que igual contaron a mi abuelo, su padre y el padre de su padre... ¡Todos le habían conocido igualmente anciano e imponente de grandeza con sus ojos de fuego y su cabellera toda nieve! —¡Según tal cuenta, el buen viejo tiene ya más de doscientos años!— opuse festivo e incrédulo. Para sacarme de mi escepticismo, varios marineros rodearon al patriarca de la barba y cabellera blanca importunándole: —Abuelo querido, ¿tendréis la bondad de decirnos vuestra verdadera edad? —Realmente, hijos míos, yo mismo no lo sé—replicó con la más seráfica de las sonrisas—. Nunca conté mis años y vivo así el tiempo que Dios me ha decretado en su sabiduría inescrutable... —Pero, ¿cómo supisteis que invernábamos aquí?—interroguele a mi vez. —Él me guió—repuso simplemente—. Sólo sabía lo que sabía... —No me atreví a indagar más, terminó el doctor—coronando su narración con estas palabras, dichas en voz muy baja y como hablando ya consigo mismo: —¡Inexplicable! ¡Absolutamente inexplicable!... - |
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