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José Selgas Carrasco en AlbaLearning

José Selgas Carrasco

"La mariposa blanca"

Capítulo 3

Biografía de José Selgas Carrasco en Wikipedia

 
 
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La mariposa blanca

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CAPÍTULO III

Ya sabemos que Berta tiene padre, y ahora vamos a saber que este padre, sin ser un hombre enteramente extraordinario, no es un hombre cualquiera. Viéndole, parece que ha pasado ya de los sesenta años; pero no hay que fiarse de las apariencias, porque no ha llegado a cumplir los cuarenta y nueve. En la misma ciudad en que habita, viven algunos que han sido compañeros de su infancia, y todavía son jóvenes; mas el padre de Berta enviudó muy pronto, y la viudez acabó con su juventud. Desde aquel día liquidó sus cuentas, se retiró de los negocios, recogió algunos bienes de fortuna, y se enterró vivo. Quiero decir que se dedicó al cuidado de su hija, en la cual veía el retrato de la mujer que había perdido. ¿Para qué quería él ser ya más tiempo joven? Envejeció, pues, mucho antes de haber envejecido.

Berta... Berta... En ese nombre se encerraba todo su pensamiento, y este pensamiento tenía mucho de dulce y mucho de amargo, porque no hay en el mundo de las felicidades humanas vaso de miel que nc tenga su gota de acíbar.

Al verlo pasearse de un extremo a otro de su cuarto, mirar unas veces al suelo y otras veces al techo, pararse y volver a andar, morderse las uñas y rascarse la frente, se creería que el cielo iba a desplomarse sobre su cabeza, o que la tierra iba a abrirse debajo de sus pies.

De pronto se dio una gran palmada en la frente, y se acercó a la puerta de la habitación en que se hallaba, entreabrió la cortina que la cubría, sacó la cabeza y quiso pronunciar alguna palabra, que no salió de sus labios, quedándose con la boca abierta.

La causa de la sorpresa que experimentaba era la nodriza, que, sin reparar en el movimiento de la cortina, se acercaba a la puerta gesticulando desaforadamente; algo extraordinario traía entre ceja y ceja.

El padre de Berta retrocedió; la nodriza entró en el cuarto, y los dos se quedaron frente a frente, mirándose uno a otro, como si aquella fuese la primera vez que se veían.

— ¿Qué hay, ama Juana?—dijo el padre de Berta—. Trae usted una cara que yo no le he visto nunca.

—Pues la de usted—replicó el ama—no tiene por dónde el diablo la deseche. Si es verdad que los muertos resucitan, es claro que acaba usted de salir de la sepultura; claro como la luz del día.

El padre de Berta arqueó lentamente las cejas, exhaló un gran suspiro, y sentándose como si le agobiara el peso de la vida, volvió a preguntar:

—¿Qué hay?

—Hay—contestó la nodriza—, que el demonio se ha metido en esta casa.

—Es posible—añadió él—; y si dice usted que aún no hace una hora que acaba de salir de este cuarto, no dirá usted ningún desatino.

—¡Jesús mil veces!—exclamó el ama—. ¡El demonio aquí!

—Sí, ama Juana; el demonio en persona.

—¿Y usted le ha visto?

—Le he visto.

—¡Horrible visita!—exclamó Juana santiguándose.

—No—dijo el padre de Berta—; no es horrible. Ha tomado el aspecto de un hermoso joven, que tiene todo el aire de un formidable calavera.

—¿Y por dónde ha entrado aquí ese demonio?

—Por la puerta, Juana, por la puerta.

—iSin llamar!... ¡Sin esperar que le abran!

—El demonio es así—replicó el padre de Berta—. Se mete por cualquier parte. Yo no lo esperaba; leía ese libro que está abierto encima de la mesa, y al volver una hoja sentí como un soplo de aire; levanté los ojos, y lo encontré delante de mí. Me quedé atónito. Quise ponerme de pie, pero apoyó su mano en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado; y a todo se sonreía, es decir, se me reía en las barbas. Eso sí, me dio mil excusas, tratándome con tanta familiaridad, que antes de que yo le ofreciera una silla, la tomó, y se sentó como si estuviera en su casa.

El ama Juana oía sin pestañear, y habría creído que el padre de Berta se chanceaba, si el terror pintado en su semblante no atestiguara la formalidad de sus palabras. Además, el buen señor no era hombre de chancearse. ¿Se habría vuelto loco? ¡Loco un hombre de tanto juicio! La nodriza se hacía cruces interiormente, sin saber qué pensar de lo que estaba oyendo.

—Y bien—preguntó—, ¿a quién buscaba, qué quería?

—Venía a tiro hecho—contestó el padre de Berta—. Me buscaba a mí, y ha venido a proponerme un pacto.

—iUn pacto!—exclamó Juana.

— Sí; eso viene a ser; un pacto. ¿Qué dirá usted que quiere?

—¿Qué?

—¡Oh!

—Vamos.

—Quiere...

Se detuvo, como si necesitara hacer un gran esfuerzo, y cruzando las manos, exclamó, diciendo:

—¡Quiere casarse con Berta!

—¡Con Berta!—repitió Juana santiguándose de nuevo.

—Como usted lo oye... Ha venido muy francamente a pedirme su mano.

—Y usted habrá puesto el grito en el cielo, y el pobre diablo se habrá llevado un no como una casa.

—¡Ay, ama Juana! No se le dice que no al demonio tan fácilmente. No he sabido resistirme, no he podido defenderme, y me ha cogido la palabra. ¿Qué hago yo ahora? Él es joven, hermoso y rico; tiene la voz dulce, pero dice unas cosas que aterran... ¿Qué va a ser de ella? No, no puedo acostumbrarme a la idea de casarla. He dicho que sí, y ahora le diría que no mil veces. Ahora que no está delante; porque ha de saber usted que su presencia ata las manos y sujeta la lengua.

—¡Qué hombre!—exclamó la nodriza absorta.

El padre de Berta era muy bondadoso, y tenía de los hombres muy buena idea; así es que movió la cabeza con desaliento, y repitió a su vez:

—iHombre!... Un hombre no sería tan cruel conmigo. Quitarme a Berta es quitarme la vida, es asesinarme sin que pueda defenderme; y vea usted lo más horrible; se casarán, y Berta se unirá para siempre al asesino de su padre.

El ama de llaves se cruzó de brazos, y hubo un momento de triste silencio.

De pronto dijo:

— ¡Ah!... Berta dirá que no.

Una sonrisa amarga apareció en los labios de este padre infeliz, y la nodriza añadió:

—¿No? Ahora lo veremos.

Y fue a salir en busca de Berta; pero al mismo tiempo se abrió la cortina, y Berta apareció en el cuarto.

El clavel rojo llameaba sobre sus rizos profundamente negros, como el fuego en la sombra; sus ojos brillaban con un resplandor extraño, y en la arrogante expresión de su rostro se adivinaba la firmeza de una resolución irrevocable.

Miró alternativamente a su padre y a su nodriza, y, con voz temblorosa, dijo:

—Lo sé todo. Acaso sea la felicidad de toda mi vida; quizá sea mi eterna desventura; pero ese hombre es dueño de mi alma.

Sonrió primero a su padre y después a su nodriza, y salió de la habitación con el mismo desembarazo con que había entrado.

La nodriza y el padre permanecieron inmóviles, mudos, consternados.

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