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Sección 3
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Biografía de Théophile Gautier en Wikipedia | |
La muerta enamorada |
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Avanzaba la noche, y sintiendo acercarse el momento de la larga separación, no pude negarme la triste y suprema dulzura de depositar un beso sobre los muertos labios de la que había sido todo mi amor. ¡Oh prodigio! un ligero soplo se mezcló a mi aliento, y la boca de Clarimonda respondió a la presión de la mía. Sus ojos se abrieron y adquirieron un poco de brillo, exhaló un suspiro, y descruzando sus brazos, atrajo con ellos mi cabeza con un movimiento de inefable éxtasis. —¡Ah! ¿Eres tú, Romualdo? (dijo ella con una voz lánguida y dulce, como las últimas vibraciones de un arpa.) Te he esperado tan largo tiempo, que me he muerto; pero ya estamos desposados; yo podré verte e ir a tu casa. Adiós, Romualdo. ¡Adiós! Yo te amo. Esto es lo que quería decirte, y te vuelvo la vida que has hecho acudir a mi durante un minuto con tu beso. Su cabeza cayó hacia atrás, pero continuó rodeándome con sus brazos como para retenerme. Un torbellino de viento furioso abrió la ventana y entró en la habitación; la última hoja de la rosa blanca palpitó un instante, como un ala, al extremo del tallo; después se desprendió y voló por la abierta vidriera, llevando consigo el alma de Clarimonda. La lámpara se extinguió, y caí desvanecido sobre el seno de la bella muerta. Cuando volví en mí, estaba en mi lecho, en mi cuartito del presbiterio; y el viejo perro del antiguo cura lamía mi mano alargada fuera de las sábanas. Bárbara iba y venía por la habitación con un temblor senil, abriendo y cerrando los cajones, o agitando tisanas en vasos. Al verme abrir los ojos, la vieja prorrumpió en un grito de alegría, incorporose el perro y agitó la cola; pero estaba yo tan débil, que no pude pronunciar una sola palabra ni hacer movimiento alguno. Supe después que había permanecido tres días así, no dando otro signo de existencia que una respiración casi insensible. Estos tres días no los cuento como vividos en mi existencia, e ignoro dónde pudo estar mi espíritu durante ese tiempo; no he guardado recuerdo alguno. Bárbara me ha contado que el mismo hombre de tez cobriza que había venido a buscarme durante la noche, me había conducido por la mañana en una litera cerrada, partiendo él inmediatamente después. Desde que pude reunir mis ideas, repasé en mi mismo todas las circunstancias de aquella noche fatal. Primero pensé que había sido juguete de una ilusión mágica; pero circunstancias reales y palpables destruían bien pronto esta suposición. No podía creer que había soñado, puesto que Bárbara había visto, como yo, al hombre y a los dos caballos negros, y ella describía su aspecto con exactitud. Sin embargo, nadie conocía en las inmediaciones castillo alguno al cual pudiese aplicarse la descripción del castillo donde yo había vuelto a encontrar a Clarimonda. Una mañana vi entrar al abad Serapio. Bárbara le había avisado que yo estaba enfermo, y él había corrido precipitadamente. Aunque este apresuramiento demostrase interés y afección hacia mi persona, su visita no me causó el placer que debía haberme producido. El abad Serapio tenía en la mirada algo penetrante e inquisidor que me molestaba; me sentí embarazado y culpable ante él: había descubierto antes que nadie mi interior turbación, y lo rechazaba por su clarividencia. Preguntándome noticias de mi salud con un tono hipócritamente meloso, fijaba sobre mí sus amarillas pupilas de león, y echaba como una sonda sus miradas en mi alma. Después me hizo algunas preguntas sobre la manera cómo yo dirigía mi curato; si me agradaba; en qué pasaba el tiempo que mi ministerio me dejaba libre; si había hecho algunos conocimientos entre los habitantes del lugar; cuáles eran mis lecturas favoritas, y otros mil detalles semejantes. Respondía a todo esto lo más brevemente posible, y él, sin esperar a que yo hubiese acabado, pasaba a otra cosa. Esta conversación no tenía evidentemente relación alguna con lo que él quería decir. Después, sin preparación alguna, y como una noticia de que él se acordase en el acto, y que temiese olvidar en seguida, me dijo, con una voz clara y vibrante, que resonó en mi oído como las trompetas del juicio final: —La célebre cortesana Clarimonda ha muerto últimamente, después de una orgía que ha durado ocho días y ocho noches. Aquello ha sido infernalmente espléndido. Allí se han renovado las abominaciones de los festines de Baltasar y de Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, oh, Dios mío! Los convidados eran servidos por esclavos desnudos que hablaban una lengua desconocida y tenían el aspecto de verdaderos demonios; la librea del último de ellos hubiera podido servir de traje de gala a un emperador. Han corrido en todo tiempo extrañas historias sobre esta Clarimonda, y todos sus amantes han acabado de una manera miserable o violenta. Se dice que era un demonio súcubo, un vampiro hembra; pero yo creo que era Belcebú en persona. Calló después de decir esto,y me observó más atentamente que nunca, para ver el efecto que sus palabras hablan producido en mí. No pude impedir un movimiento al oír nombrar a Clarimonda; y la noticia de su muerte, además del dolor que me causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de que había sido testigo, me turbó profundamente, impresión que no fui dueño de dominar. El abad Serapio me dirigió una mirada inquieta y severa, y después me dijO: —Hijo mío, debo poneros sobre aviso: tenéis un piE levantado sobre el abismo; cuidad de no caer. Satanás tiene la garra larga, y las tumbas no son siempre fieles. La piedra funeraria de Clarimonda debe estar cerrada con un triple sello, porque no es ésta, a lo que se dice, la primera vez que ha muerto. ¡Quiera Dios velar por vos, Romualdo! Después de dichas estas palabras, Serapio se alejó a paso lento, y no volví a verlo, porque partió para S*** casi inmediatamente. Estaba completamente restablecido, y continué mis funciones habituales. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del abad estaban siempre presentes en mi espíritu; sin embargo, ningún acontecimiento extraordinario había venido a confirmar las previsiones fúnebres de Serapio, y comencé a creer que sus recelos y mis terrores eran asaz exagerados; pero una noche dormido vi una escena espeluznante. Apenas había bebido los primeros sorbos del sueño, cuando oí correr las cortinas de mi lecho y arrastrarse los anillos sobre las barras con un ruido intenso; alceme bruscamente, y vi una sombra de mujer que ante mí estaba en pie. Reconocí en el acto a Clarimonda. Llevaba en la mano una pequeña lámpara, de las que se ponen en las tumbas, cuya luz daba a sus afilados dedos una rosada transparencia, que se prolongaba por degradación insensible hasta en la blancura opaca y lechosa de su brazo desnudo. Traía por todo vestido el sudario de tul que la cubría en el lecho mortuorio, y retenía los pliegues sobre su pecho como avergonzada de estar tan poco vestida; pero su manecita no bastaba: estaba tan blanca, que el color del sudario se confundía con el de sus carnes bajo el pálido rayo de la lámpara. Envuelta en este fino tisú, que delataba todos los contornos de su cuerpo, parecía una estatua de mármol antigua de Ondina, más que mujer dotada de vida. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza era siempre la misma; solamente el brillo verdoso de sus pupilas se había amortiguado un poco, y su boca, antes bermeja, tenía un matiz de rosa débil, parecido al de sus mejillas. Las florecillas azules que había advertido en sus cabellos estaban completamente secas y habían perdido todas sus hojas. Todo lo cual no le impedía ser tan encantadora, que, a pesar de la singularidad de la aventura y de la inexplicable manera cómo había entrado ella en la habitación, no me inspiró ni un instante de terror. Colocó la lámpara sobre la mesa, y se sentó al pié de mi lecho; después me dijo, inclinándose hacia mí, con aquella voz argentina y suave que nanea más he vuelto a escuchar: —Mucho te he hecho esperar, mi querido Romualdo; y has debido creer que te había olvidado. Pero vengo de bien lejos, y de un lugar de donde nunca ha regresado nadie; no hay luna ni sol en el país de donde vengo: no hay espacio ni sombra, ni camino ni sendero, ni tierra para el pié ni aire para el ala; y sin embargo, heme aquí, porque el amor es más fuerte que la muerte, y acabará por vencerla. ¡Ah! ;Qué horribles rostros, qué espantables cosas he visto en mi viaje! ¡Qué trabajo ha tenido mi alma, vuelta a este mundo por el poderío de la voluntad, para recobrar su cuerpo e instalarse en él! ¡Qué esfuerzos he tenido que hacer antes de levantar la losa con que me habían cubierto! ¡Mira! ¡Mis manos están martirizadas! ¡Bésalas para curarlas, amor de mi alma! Colocó, una después de otra, las palmas de sus manos en mi boca, y las besé, en efecto, muchas veces, y ella me contemplaba con una sonrisa de inefable placer. Lo declaro con vergüenza: había olvidado por completo las advertencias del abad Serapio y el carácter de que estaba revestido. Había caído sin resistencia y al primer asalto. Ni aun había intentado rechazar al enemigo; la frescura del cutis de Clarimonda penetró el mío, y sentí correr por mi cuerpo voluptuosas palpitaciones. ¡Pobre criatura! A pesar de todo lo que había visto, no podía aún creer que fuese un diablo; por lo menos no lo parecía, y jamás Satán había ocultado mejor sus uñas y sus cuernos. Había replegado su cuerpo, y, encogida en el borde del lecho, estaba en una posición llena de abandono y coquetería. De tiempo en tiempo pasaba su manecita por entre mis cabellos, y yo le permitía todo con culpable aquiescencia. Una cosa notable es que yo no experimentaba asombro alguno de tan extraordinaria aventura, y con esa facilidad que hay en las visiones de admitir como naturalísimos los acontecimientos más extraños, nada veía en todo ello que no fuese completamente explicable. —Te amaba mucho tiempo antes de haberte visto, mi querido Romualdo, y te buscaba por todas partes. Eras mi sueño; te vi en la iglesia en el fatal momento, y exclamé: «¡Es él!» Te dirigí una mirada en que concentré todo el amor que te había tenido, que te tenía y que debía tenerte en el porvenir; una mirada que hubiese bastado a condenar a un cardenal, a hacer arrodillar a un rey a mis pies ante toda su corte. Tú permaneciste impasible y preferiste tu Dios... ¡Ah, cuán celosa estoy de tu Dios, a quien has amado y amas aún más que a mí! ¡Qué desgraciada soy! Jamás tendré tu corazón para mí sola, para mí, que he resucitado a un beso tuyo; para Clarimonda la muerta, que ha forzado por ti las puertas de la tumba, y que viene a consagrarte una vida que no ha recogido de entre las frías cenizas sino para hacerte dichoso. Todas estas palabras fueron entrecortadas de delirantes caricias, que aturdieron mis sentidos y mi razón, hasta el punto que no temí, por consolarla, proferir una horrible blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios. Sus pupilas se reanimaron y brillaron como carbunclos. —Cierto, cierto.... Tanto como a Dios.... (dijo ella, enlazándome con sus hermosos brazos). Puesto que es así, tú vendrás conmigo, tú me seguirás donde yo quiera.... Dejarás este feo traje negro.... Serás el más bizarro y envidiado de los caballeros. Serás mi amante. ¡Ser el amante declarado de Clarimonda, que ha rechazado a un Papa, ¡es hermoso! ¡Ah, cuán dichosa existencia, qué existencia dorada gozaremos! ¿Cuándo partimos? —¡Mañana, mañana!—grité yo en mi delirio. —¡Mañana, sea! (repuso ella). Tendré tiempo de cambiar de traje, porque este es demasiado sencillo, y no sirve para el viaje. También es preciso advertir a las gentes que me creen muerta y me deploran cuanto pueden. El oro, los trajes, las carrozas, todo estará dispuesto; vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, amado corazón. Y rozó mi frente con sus labios. Extinguiose la lámpara, corriéronse las cortinas, y nada más vi; un sueño de plomo, un sueño sin visiones pesó sobre mí, y me tuvo aletargado hasta la mañana siguiente. Desperté más larde que de ordinario, y el recuerdo de tan singular visión me agitó durante todo el día; acabé por convencerme de que había sido un engendro de mi imaginación sobrexcitada. Sin embargo, las sensaciones habían sido tan vivas, que difícilmente podía prescindir de juzgarlas reales, y no sin algún temor de lo que pudiera ocurrirme, me acosté después de haber rogado a Dios que apartase de mí los malos pensamientos y que protegiese la castidad de mi sueño. Pronto me dormí profundamente, y mi sueño continuó. Volvieron a descorrerse las cortinas, y vi a Clarimonda, no como la primera vez, pálida en su pálido sudario y las violetas de la muerte sobre las mejillas, sino alegre, ágil y graciosa, con un soberbio vestido de viaje, de terciopelo verde, adornado de broches de oro, y recogido sobre el lado, para dejar ver una falda de satén de raso. Sus cabellos rubios se escapaban en gruesos bucles bajo un ancho sombrero de fieltro negro adornado de plumas blancas, en caprichosa ondulación; tenía en la mano un latiguillo rematado por un silbato de oro. Me tocó ligeramente, y me dijo: —¡Hola, hermoso durmiente! ¿Es así como hacéis vuestros preparativos? Esperaba encontraros de pie. Levantaos pronto; no tenemos tiempo que perder. Salté del lecho. —Vamos; vestios y partamos (dijo, señalándome con el dedo un paquetito que me había traído); los caballos se aburren, y tascan el freno a la puerta. Ya debíamos estar a diez leguas de aquí. Vestime rápidamente, y ella misma me daba las piezas del traje, riendo a carcajadas de mi torpeza, e indicándome su uso cuando me equivocaba. Arregló mis cabellos, y cuando hubo acabado, me presentó un espejo de bolsillo, de cristal de Venecia, orlado de filigrana de plata, y me dijo: —¿Cómo te encuentras? ¿Quieres tomarme a tu servicio como ayuda de cámara? |
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