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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Théophile Gautier

"La muerta enamorada"

Sección 2

Biografía de Théophile Gautier en Wikipedia

 
 

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La muerta enamorada

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Español
La muerta enamorada
 

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—Venía a anunciaros vuestro nombramiento para el curato de C***; el cura que lO poseía acaba de morir, y monseñor el Obispo me ha encargado de ir a instalaros; estad dispuesto para mañana.

Respondí con un signo de cabeza que lo estaría, y el abad se retiró. Abrí mi libro de oraciones, y comencé a leer las preces; pero aquellas líneas se confundieron bien pronto bajo mis ojos; el hilo de las ideas se enredaba en mí cerebro, y el volumen se deslizó de mis manos sin que lo advirtiese.

¡Partir mañana sin haberla vuelto a ver! ¡Añadir una imposibilidad más a las que ya se levantaban entre nosotros! ¡Perder para siempre la esperanza de encontrarla otra vez, a menos de un milagro! ¿Le escribiría? ¿Por quién conseguiría hacerle llegar mi carta? Experimentaba una ansiedad terrible. Además, lo que el abad Serapio me había dicho de los artificios diabólicos venía a mi memoria; lo extraño de la aventura; la sobrenatural belleza de Clarimonda; el brillo fosfórico de sus ojos; la impresión abrasadora de su mano; la turbación en que me había arrojado; el cambio súbito que se había obrado en mí; mi piedad desvanecida en un instante; todo esto probaba claramente la presencia del diablo, y sin duda aquella mano satinada no era sino el guante conque había cubierto su garra. Estas ideas pusieron en mí un gran terror; volví a coger el libro, que de mis rodillas había rodado a tierra, y torné a orar.

Al día siguiente Serapio vino a buscarme; dos mulas nos esperaban a la puerta cargadas con nuestras livianas maletas; montó en una y yo en la otra, y partimos. Recorriendo las calles de la ciudad, miraba a todos los balcones y ventanas por si podía ver a Clarimonda; pero era harto temprano, y la ciudad no había aún abierto los ojos. Mi mirada trataba de penetrar a través de los tapices y cortinas de todos los palacios ante los cuales pasábamos. Serapio atribuía sin duda esta curiosidad a la admiración que me causaba la belleza de su arquitectura, porque detenía el paso de su mula para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a las puertas de la ciudad, y comenzamos a subir la colina.

Cuando llegué a lo alto, volvime para contemplar una vez más los lugares en que vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría enteramente la ciudad; sus techos azules y rojos se confundían en una media tinta general en que sobrenadaban aquí y allá, como grandes copos de espuma, las nieblas de la mañana. Por un singular efecto de óptica, se dibujaba luciente y dorado, bajo un rayo único de luz, un edificio que sobrepasaba la altura de las construcciones vecinas, completamente anegadas en el vapor: aunque estuviese a más de una legua de nosotros, parecía encontrarse muy próximo. Se distinguían los menores detalles, las torrecillas, las plataformas y hasta las veletas de cola de golondrina.

— ¿De quién es ese palacio que está allá abajo iluminado por un rayo de sol?—pregunté al abad Serapio.

Puso él su mano encima de sus ojos, y después de haber mirado, me respondió:

—Es el antiguo palacio que el príncipe Concini ha dado a la cortesana Clarimonda; ocurren ahí cosas abominables.

En este momento,—aún no sé si es ilusión o realidad,—creí ver deslizarse por la terraza del palacio una forma esbelta y blanca, que brilló un segundo y se desvaneció. ¡Era Clarimonda! ¡Oh! ¿Sabía ella acaso que en aquella hora, desde lo alto de aquel áspero camino que me alejaba de ella y por el que jamás había yo de volver a descender, ardiente e inquieto, devoraba con mis ojos el palacio que habitaba, y que una irrisoria ilusión óptica parecía acercar a mí como para invitarme a entrar en él como señor? Sin duda ella lo sabía, porque su alma estaba tan simpáticamente unida a la mía, que no podía menos de sentir sus menores palpitaciones, y este sentimiento era el que la había impulsado, aún envuelta en los encajes de su traje nocturno, a subir a la terraza con el glacial rocío de la mañana.

La sombra se apoderó del palacio, y ya no vi otra cosa que un océano inmóvil de tejados y torres, en que no se distinguía sino una línea ondulante. El abad Serapio picó su mula, cuyo paso siguió la mía, y un recodo del camino arrancó de mis ojos para siempre la ciudad de S***, porque no debía volver a ella.

Al cabo de tres días de camino por tristísimos campos, vimos surgir a través de los árboles el gallo del campanario de la iglesia que yo debía servir: y después de haber seguido algunas calles tortuosas de cabañas y rústicos tinados, nos encontramos ante la fachada, que no era de gran magnificencia. Un pórtico ornamentado con haces de junquillos y dos o tres columnas de gres groseramente talladas, un techo de pizarras y arbotantes del mismo gres que los pilares, era todo: a la izquierda, el cementerio lleno de altas hierbas, y en medio una gran cruz de hierro; a la derecha y en la sombra de la iglesia, el presbiterio era una casa de una sencillez extrema y de una limpieza árida. Entramos: algunas gallinas picoteaban sobre la tierra unos cuantos granos de avena; acostumbradas, a lo que parecía, al traje negro de los eclesiásticos, no les asustó nuestra presencia, y apenas se movieron para dejarnos pasar. Un ladrido ronco se hizo oír, y vimos llegar corriendo a un perro.

Era el perro de mi antecesor. Tenía la pupila húmeda, el pelo gris, y todos los síntomas de la más grande vejez que puede alcanzar un perro. Le halagué dulcemente con la mano, y me siguió con un aspecto de satisfacción inefable. Una anciana, que habla sido el ama de llaves del antiguo párroco, vino también a nuestro encuentro, y después de haberme hecho entrar en una sala baja, me preguntó si tenía propósito de conservarla a mi servicio. Respondile que conservaría a ella y al perro, y también las gallinas y todo el mobiliario que su señor le había dejado a la muerte, lo cual le hizo experimentar un transporte de alegría; el abad Serapio le pagó en el acto el precio que ella quiso.

Mi instalación hecha, el abad Serapio volvió al seminario. Quedeme, pues, sólo y sin otro apoyo que yo mismo. El pensamiento de Clarimonda comenzó de nuevo a asediarme, y cuantos esfuerzos hice para vencerle fueron inútiles. Una noche, paseándome por las avenidas bordeadas de boj de mi jardincito, me pareció ver a través del follaje una forma de mujer que seguía mis movimientos, y entre las hojas brillar dos pupilas de color verde mar; pero no era sino una ilusión, y habiendo pasado al otro lado de la avenida, no encontré más que la huella de un pié sobre la arena, tan pequeña, que se hubiera creído del pie de un niño. El jardín estaba rodeado de altas paredes. Visité todas sus esquinas y rincones, y nadie había. Jamás he podido explicarme esta circunstancia, que por otra parte era insignificante al lado de los extraños sucesos que después debían ocurrirme. Viví así un año, cumpliendo con exactitud los deberes de mi estado, rezando, ayunando, exhortando y socorriendo enfermos, dando limosnas hasta privarme de lo más necesario. Pero sentía fuera de mí una aridez extrema; las fuentes de la gracia me habían sido cerradas. No gozaba de la felicidad que proporciona el cumplimiento de una santa misión; mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de Clarimonda volvían con frecuencia a mis labios, como una especie de involuntario estribillo. ¡Oh hermano, meditad bien eso! Por haber levantado una sola vez la mirada ante una mujer, por una falta tan leve en apariencia, experimenté durante muchos años las más tristes agitaciones; mi vida quedó conturbada para siempre.

No os entretendré largo tiempo narrándoos estas derrotas, estas victorias interiores, seguidas siempre de recaídas más profundas, y pasaré en seguida a una circunstancia decisiva.

Una noche llamaron violentamente a mi puerta. La anciana sirvienta fue a abrir, y un hombre de tez cobriza y ricamente vestido, pero según extranjera moda, con un largo puñal, se dibujó bajo los rayos de la linterna de Bárbara. Su primer movimiento fue el terror; pero el hombre la tranquilizó y le dijo que tenía necesidad de verme en el acto, para cierto negocio que concernía a mi ministerio. Bárbara le dijo que subiera. Iba yo a acostarme. Díjome el hombre que su señora, una alta dama, se encontraba moribunda y deseaba un sacerdote. Respondí que estaba dispuesto a seguirle; tomé el crisma de la Extremaunción, y descendí a toda prisa. A la puerta piafaban de impaciencia dos caballos negros como la noche, y resoplaban sobre su pecho largas columnas de humo. Me tuvo el estribo, me ayudó a subir sobre uno, y saltó después él sobre el otro, apoyando solamente una mano en la perilla de la montura. Oprimió al caballo, soltó las riendas y partió como una flecha; el mío, cuya brida tenía asida él, tomó también el galope, avanzando los dos en equidistancia completa. Devoramos el camino; la tierra huía bajo nosotros gris y rayada, y las siluetas negras de los árboles huían también como un ejército en retirada. Atravesamos un bosque de una sombra tan opaca y glacial, que sentí correr bajo mi piel un estremecimiento de supersticioso terror. Los hacecillos de chispas que las herraduras de nuestros caballos arrancaban a los guijarros, dejaban tras nuestro paso como una estela de fuego, y si alguien a tal hora de la noche nos hubiese visto, hubiéranos tomado por dos espectros cabalgando en la pesadilla.

Fuegos fatuos cruzaban de tiempo en tiempo el camino, y se oían lastimeros aullidos entre el espesor del bosque, donde brillaban los ojos fosfóricos de algunos gatos salvajes. Las crines de los caballos se erizaban más y más, el sudor goteaba de sus ijares, y el aliento salía ruidoso y oprimido de sus fosas nasales. Pero cuando el misterioso jinete los veía debilitarse, para reanimarlos lanzaba un grito gutural que nada tenía de humano, y la carrera recobraba su furia. Por fin , el torbellino se detuvo; una masa negra, agujereada por algunos puntos brillantes, se levantó súbitamente ante nosotros; los cascos de los caballos sonaron con más ruido sobre una plancha ferrada, y entramos bajo una bóveda que abría su oscura boca entre dos enormes torres. Gran agitación reinaba en el castillo; criados con antorchas en la mano atravesaban los patios en todos sentidos, y las luces subían y bajaban de tramo en tramo de la escalera. Confusamente entreví inmensa arquitectura, columnas, arcadas, peristilos, rampas, un lujo de construcción real y fantástico por completo. Un paje negro, el mismo que me había dado el billete de Clarimonda, y que reconocí desde luego, vino a ayudarme a bajar del caballo y un mayordomo, vestido de negro terciopelo con una cadena de oro al cuello y un bastoncillo de marfil en la mano, avanzó hacia mí. Gruesas lágrimas desbordaban de sus ojos, y le corrían a lo largo de las mejillas sobre su blanca barba.

—Demasiado tarde (gimió agitando la cabeza); demasiado tarde, señor cura; pero si no habéis podido salvar el alma, venid a velar el pobre cuerpo.

Me cogió del brazo, y me condujo a la sala fúnebre; lloraba yo tan fuerte como él, porque había comprendido que la muerta no era otra que Clarimonda, tanto y tan locamente adorada. Un reclinatorio estaba dispuesto cerca del lecho; una llama azulada volteaba sobre una patera de bronce, y arrojaba en la habitación una claridad débil y dudosa, y hacía mariposear en la sombra, aquí y allá, alguna arista saliente de mueble o cornisa. Sobre la mesa, dentro de una urna afiligranada, estaba una rosa blanca y marchita, cuyas hojas todas, a excepción de una sola, que se conservaba aún erguida, habían caído al pie del vaso como odorantes lágrimas; una careta negra y rota, un abanico, disfraces de toda especie yacían sobre los sillones, y hacían ver que la muerte había llegado a esta suntuosa morada de improviso y sin hacerse anunciar.

Caí de hinojos sin atreverme a dirigir la vista al lecho, y recité los salmos con gran fervor, dando gracias a Dios que había puesto una tumba entre aquella mujer y mi pensamiento, para que pudiese añadir a mis plegarias su nombre, desde entonces santificado. Pero poco a poco este movimiento de mi alma se fue deteniendo, y caí en un desvarío. Aquella habitación nada tenía de cámara mortuoria. En vez del aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en estas veladas fúnebres, un langoroso vapor de esencias orientales, no sé qué amable olor de mujer, flotaba dulcemente en el aire tibio. Este pálido resplandor parecía más bien una semi oscuridad preparada por un pensamiento voluptuoso, que la lamparilla de amarillo reflejo que tiembla cerca de los cadáveres. Imaginé que un extraño azar me había hecho recobrar a Clarimonda en el momento en que la perdía para siempre, y un suspiro de pesar se escapó de mi pecho. Creí que habían suspirado detrás de mí, y volví mi cabeza involuntariamente. Era el eco. En este movimiento, mis ojos cayeron sobre el lecho fúnebre, que habían evitado hasta entonces. Las cortinas de damasco rojo a grandes flores, recogidas por garras de oro, dejaban ver la muerta, tendida y con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta con un velo de lino de una blancura deslumbrante, que aún resaltaba mejor sobre la púrpura oscura de los paños, y de una tal sutileza, que no ocultaba en nada la forma encantadora del cuerpo, y permitía seguir las bellas líneas, ondulantes como el cuello de un cisne, que la muerte no había podido crispar; hubiérase dicho estatua de alabastro hecha por hábil escultor para cubrir la tumba de una reina, o aún mejor, una doncella dormida sobre la cual hubiese nevado.

No pude reprimirme; aquel ambiento de alcoba me embriagaba; aquel febril perfume de rosa marchita subía a mi cerebro, y anduve a grandes pasos por el salón, deteniéndome a considerar la grácil hermosura bajo la transparencia de su sudario. Extraños pensamientos atravesaban mi espíritu; creí que no estaba muerta realmente, y que todo ello era una astucia que había empleado para atracarme a su castillo y contarme su amor. Una vez, hasta creí haber visto moverse su pie entre la blancura del velo y alterarse los rectos pliegues del sudario.

Y después me decía a mí mismo:

—Pero, ¿acaso estoy seguro de que sea Clarimonda? ¿Qué prueba tengo yo? Ese paje negro, ¿no ha podido entrar al servicio de otra dama? Soy bien necio para desolarme y agitarme de esa manera.

Pero mi corazón me respondía con un latido:

—Es ella, es ella.

Acerqueme al lecho, y redoblando mi atención, contemplé el objeto de mi incertidumbre. ¿Podré confesároslo? Aquella perfección de formas, aunque santificada y purificada por la sombra de la muerte, me turbaba demasiado; aquel reposo hubiérase confundido con el sueño. Olvidé que había ido allí para un oficio fúnebre, e imaginé que era un joven esposo entrando en la alcoba de la desposada que oculta su rostro por pudor y no se quiere dejar ver. Crispado de dolor, perdido de alegría, tembloroso de miedo y placer, inclineme hacia ella y cogí un extremo del velo: levantele quedo, y, temiendo despertarla, contuve mi aliento. Mis arterias palpitaban con violencia tal, que las oía silbar en mis sienes, y mi frente goteaba sudor como si hubiese estado removiendo una losa de mármol. Era, en efecto, Clarimonda, tal como la había visto en la iglesia cuando mi ordenación: era ella, tan encantadora como entonces, y la muerte parecía en su persona una coquetería más. La palidez de sus mejillas, el rosa desvaído de sos labios, sus largas pestañas bajas y recortando una como franja negra sobre aquella blancura, dábanle un aspecto de castidad melancólica y de pensativo sufrimiento de una potencia de seducción inexplicable: sus largos cabellos, donde aún se veían enredadas algunas florecillas azules, eran la almohada de su cabeza, y con sus bucles protegían la desnuden del seno: sus bellas manos, más puras, más diáfanas que hostias, estaban cruzadas en una actitud de piadosísimo reposo y de tácita plegaria, que corregía lo que habría podido tener de demasiado seductora, hasta en la muerte, la exquisita redondez y el pulido de marfil de sus desnudos brazos, no despojados aún de los brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto en muda contemplación, y cuanto más la miraba, menos podía creer que la vida hubiese abandonado por siempre tan hermoso cuerpo. Ignoro si fue ilusión o un reflejo de la lámpara; pero hubiese dicho que la sangre recomenzaba a circular bajo la palidez mate: sin embargo, el cuerpo permanecía siempre en completa inmovilidad. Toqué ligeramente su brazo: estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que ella rozó la mía en el pórtico de la iglesia. Recobré mi posición, inclinando mi rostro sobre el suyo y dejando llover sobre sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Ah, qué amargo sentimiento de desesperación e impotencia! ¡Qué agonía la de esta velada! Hubiese querido poderle transmitir mi vida y encender sobre su despojo helado la llama que me devoraba.

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