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Sección 1
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Biografía de Théophile Gautier en Wikipedia | |
La muerta enamorada |
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Me preguntáis, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y aunque tengo sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover la ceniza de este recuerdo. No quiero negaros nada; pero no haría a un alma menos experimentada semejante relato. Son acontecimientos tan extraños, que no puedo creer que me hayan ocurrido. He sido durante más de tres años juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, pobre cura de aldea, he pasado en ensueño todas las noches (¡Quiera Dios que esto sea un ensueño!) una vida de condenado, una vida de mundano, de Sardanápalo. Una sola mirada harto llena de complacencia que fijé en una mujer, pudo causar la pérdida de mi alma; pero, en fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, he llegado a arrojar el espíritu maligno que se había apoderado de mí. Mi existencia se había complicado con una existencia nocturna enteramente distinta. Durante el día, era yo un ministro del Señor, casto, ocupado del rezo y de las cosas santas; por la noche, en cuanto había cerrado los ojos, me convertía en un joven caballero, fino, conocedor de las mujeres, de los perros y de los caballos, que jugaba a los dados, bebía y blasfemaba; y cuando al rayar del alba me despertaba, imaginaba que, por el contrario, era entonces cuando me dormía, y soñaba que era sacerdote. De esta vida sonambúlica me han quedado recuerdos de objetos y de palabras de que no puedo defenderme, y aunque jamás he salido de los muros de mi presbiterio, se diría más bien que era un hombre que ha usado de todo y que de regreso del mundo ha entrado en religión y quiere acabar en el seno de Dios sus días demasiado agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en ignorado curato en el fondo de un bosque y sin relación alguna con las cosas del siglo. Sí, he amado como nadie ha amado en el mundo, con un amor insensato y furioso, tan violento, que me asombro de que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Ah, qué noches! ¡Qué noches! Desde mi más tierna infancia había sentido vocación por el estado sacerdotal; así es que todos mis estudios fueron encaminados en este sentido, y mi vida hasta los veinticuatro años no fue sino un largo noviciado. Acabado el estudio de la teología, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi extrema juventud, de franquear el último y terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de Pascuas. Jamás había ido al mundo; el mundo era para mí el límite del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía una cosa que se llamaba mujer, pero no había detenido mi pensamiento en ello; tenía una inocencia perfecta. No veía a mi madre, anciana y valetudinaria, más que dos veces al año. Estas eran mis únicas relaciones con el exterior. Nada echaba de menos, no experimentaba la menor duda ante este compromiso irrevocable, estaba lleno de alegría e impaciencia. Jamás juvenil desposado ha contado las horas con un ardor más febril: no dormía, soñaba que estaba diciendo la misa; ser sacerdote, nada veía más hermoso en el mundo: hubiera rehusado ser rey o poeta. Mi ambición no concebía nada más allá. Digo esto para mostrar cómo lo que me ha sucedido no debió sucederme, y de qué fascinación inexplicable he sido víctima. Llegado el gran día, marché a la iglesia con un paso tan ligero, que me parecía flotar en el aire o tener alas en la espalda. Me creía un ángel, y me asombraba de la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros; porque éramos muchos. Había pasado la noche rezando, y me encontraba en un estado que casi frisaba en el éxtasis. El Obispo, venerable anciano, me parecía Dios Padre inclinado sobre su eternidad, y veía el cielo a través de las bóvedas del templo. Bien sabéis los detalles de esta ceremonia; la bendición, la comunión en las dos especies, la unción de las palmas de las manos con el óleo de los catecúmenos, y, en fin, el Santo Sacrificio ofrecido de consuno con el Obispo. No insistiré sobre esto. ¡0h, cuánta razón tenía Job, y qué imprudente es aquel que no establece un pacto con sus ojos! Levanté al acaso la cabeza que hasta entonces había tenido inclinada, y vi delante de mí, tan cerca que hubiera podido tocarla, aun cuando en realidad estaba a una gran distancia y al otro lado de la balaustrada, una mujer joven, de una rara belleza, vestida con magnificencia real. Fue como si cayeran de mis ojos las cataratas. Experimenté la sensación de un ciego que recobrase súbitamente la vista. El Obispo, tan resplandeciente entonces, se desvaneció de repente; los cirios palidecieron en sus candeleros de oro como las estrellas por la mañana, y se hizo en toda la iglesia una completa oscuridad. La encantadora criatura se destacaba sobre este fondo de sombra como una revelación angélica; parecía iluminar ella misma, dar la luz más que recibiría. Bajé los párpados, bien resuelto a no levantarlos más, para sustraerme a la influencia de los objetos exteriores, porque la distracción me invadía cada vez más, y apenas si me daba cuenta de lo que estaba haciendo. Un minuto después volví a abrir los ojos, porque a través de mis pestañas la veía a ella resplandeciente de los colores del prisma y en una penumbra purpúrea como cuando se mira al sol. ¡Oh, qué bella era! Los más grandes pintores cuando, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, han traído a la tierra el divino retrato de la Madona, no se acercaron a esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta, ni la paleta del pintor pueden dar una idea. Era alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio dulce, se separaban en lo alto de la cabeza, y corrían sobre sus mejillas como dos ríos de oro; se hubiera creído ver una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se extendía larga y serena sobre los arcos de dos pestañas casi negras, singularidad que aumentaba aún el efecto de sus pupilas verde mar, de una vivacidad y de un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un relámpago decidían del destino de un hombre; tenían una vida, una limpidez, un ardor, una humedad brillante, que jamás he visto en pupila humana; se escapaban de ellos rayos parecidos a flechas, que yo veía distintamente converger en mi corazón. Ignoro si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno; pero seguramente venía del uno o del otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, y acaso ambas cosas; ciertamente no había salido del flanco de Eva, la madre común. Dientes del más bello oriente brillaban en su roja sonrisa, y unos hoyuelos se movían a cada inflexión de su boca en la rosa satinada de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de una arrogancia real, y revelaba el más noble origen. Brillos de ágata jugaban sobre el cutis unido y lustroso de sus espaldas medio descubiertas, e hiladas de gruesas perlas rubias de un matiz parecido al de su cuello le descendían sobre el pecho. De cuando en cuando ella erguía su cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que se endereza, e imprimía un ligerísimo estremecimiento a la alta malla de encaje que la rodeaba como sutil red de plata. Llevaba un traje de terciopelo nacarado: de sus anchas mangas forradas de armiño salían unas manos de patricia de infinita delicadeza, de dedos largos y contorneados, y de transparencia tan ideal, que dejaban pasar la luz como la de la aurora. Todos estos detalles están aún tan presentes en mí como si datasen de ayer; y aunque me encontraba en una extremada turbación, nada se me escapaba: el más ligero matiz, el puntito negro, en el rinconcillo de la barba, el imperceptible vello de las comisuras de los labios, lo aterciopelado de ta frente, la sombra trémula de las pestañas sobre las mejillas, yo me apoderaba de todas estas particularidades con una lucidez asombrosa. A medida que la miraba, sentía abrirse en mí puertas que hasta entonces habían estado cerradas, respiraderos obstruidos se destapaban en todos sentidos, y dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida se me aparecía bajo un aspecto nuevo; acababa de nacer para un nuevo orden de ideas. Una angustia horrible me atenaceaba el corazón; cada minuto que transcurría me semejaba un segundo y un siglo. La ceremonia avanzaba entre tanto, y yo era conducido muy lejos del mundo, cuya entrada sitiaban furiosamente mis nacientes deseos. Dije, sin embargo, que sí, cuando quería decir que no, cuando todo en mí se sublevaba y protestaba contra la violencia que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mi pesar las palabras de la garganta. Esto es quizás lo que hace que tantas jóvenes vayan al altar con la firme resolución de rechazar públicamente el esposo que se las impone, y que ni una sola ejecute su proyecto. Esto es sin duda lo que hace que tantas pobres novicias tomen el velo cuando están decididas a desgarrarlo en pedazos en el momento de pronunciar sus votos. Nadie se atreve a causar tal escándalo delante de toda la gente ni a defraudar la expectativa de tantas personas. Todas estas voluntades, todas estas miradas, parecen pesar sobre uno como una capa de plomo; además, las medidas están bien tomadas, todo está reglamentado de antemano de una manera tan evidentemente irrevocable, que el pensamiento cede al peso de la cosa y se entrega completamente. La mirada de la bella desconocida cambiaba de expresión, según avanzaba la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, tomó un aire de desdén y descontento, como de no haber sido comprendida. Hice un esfuerzo suficiente para arrancar una montaña, para gritar que yo no quería ser sacerdote, pero no pude conseguirlo; mi lengua estaba clavada al paladar, y me fue imposible traducir mi voluntad por el más ligero movimiento negativo. Estando despierto, me encontraba, sin embargo, en un estado parecido al de la pesadilla, cuando se quiere pronunciar una palabra de que depende la vida, sin poderlo lograr. Ella parecía sentir el martirio que yo experimentaba, y para darme valor me dirigió una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema de que cada mirada formaba un canto. Parecía decirme: «Si quieres ser mío, te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso: los ángeles tendrán celos de ti. Rasga ese fúnebre sudario en que vas a envolverte: soy la belleza, soy la juventud, soy la vida: ven a mí; los dos juntos seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Jehová en compensación? Nuestra existencia se deslizará como un sueño, y seré un beso eterno. »Derrama el vino de ese cáliz, y eres libre. Te conduciré a islas desconocidas; dormirás sobre mi seno, en un lecho de oro macizo y bajo un pabellón de plata; porque te amo y quiero robarte a tu Dios, delante del cual tantos nobles corazones hacen correr olas de amor que no llegan hasta él.» Me parecía oír estas palabras en un himno de una dulzura infinita, porque aquella mirada tenía casi sonoridad, y las frases que sus ojos me enviaban se repercutían en el feudo de mi corazón, como si una boca invisible las hubiese pronunciado en mi alma. Me sentía dispuesto a renunciar a Dios, y sin embargo ejecutaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa me dirigía una mirada tan desesperada y suplicante, que hojas aceradas me atravesaron el corazón, y sentí más espadas en mi pecho que la Madre de los Dolores. Todo estaba consumado; yo era sacerdote. Jamás fisonomía humana pintó angustia más conmovedora. La joven que ve caer a su prometido a su lado súbitamente muerto; la madre cerca de la cuna de su hijo vacía; Eva sentada en el umbral de la puerta del Paraíso; el avaro que encuentra una piedra en lugar de su tesoro; el poeta que deja caer en el fuego el único manuscrito de su más bella obra, no tienen aspecto más aterrado e inconsolable. La sangre abandonó completamente su encantador rostro, y adquirió una blancura de mármol; sus hermosos brazos cayeron al lado de su cuerpo, como si los músculos hubiesen sido desatados, y se apoyó contra un pilar porque sus piernas se doblaban y se hundían bajo su peso. En cuanto a mí, lívido, la frente inundada de un sudor más sangriento que el del Calvario, me dirigí tropezando hacia la puerta de la iglesia: me ahogaba; las bóvedas me pesaban sobre las espaldas, y me parecía que gravitaba sobre mi cabeza todo el peso de la cúpula. Cuando iba a franquear la puerta, una mano se apoderó bruscamente de la mía; ¡una mano de mujer! Jamás había yo tocado otra. Estaba fría como la piel de una serpiente, y su contacto me abrasó, quedando como la marca de un hierro enrojecido. Era ella, «¡Desgraciado! ¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?»—me dijo en voz baja. Después desapareció entre la multitud. El anciano Obispo pasó mirándome con un aspecto severo. Yo palidecía, enrojecía, sentía en mis ojos deslumbramientos. Uno de mis camaradas tuvo piedad de mí, me cogió de la mano y me llevó consigo: hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. Al desembocar de una calle, mientras el joven sacerdote volvía la cabeza a otro lado, un paje negro, extrañamente vestido, se acercó a mí, y me dio sin detenerse en su carrera una pequeña cartera con cantoneras de oro afiligranado; la dejé deslizar en mi manga, y allí la escondí hasta que me encontré solo en mi celda. Hice saltar el muelle, y sólo había dentro dos hojas con estas palabras: «Clarimonda, en el palacio Concini». Estaba tan poco al corriente de las cosas de la vida, que no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad, e ignoraba completamente dónde estaba situado el palacio Concini. Hice mil conjeturas, más extravagantes las unas que las otras; pero, la verdad, y aunque consiguiese volverla a ver, me inquietaba muy poco lo que ella pudiera ser, dama o cortesana. Este amor, nacido de repente, se había arraigado de un modo indestructible; no pensaba en procurar arrancarlo; de tal modo comprendía yo que la cosa era imposible. Aquella mujer se había apoderado en absoluto de mí; una mirada suya había bastado para cambiarme: había apagado mi voluntad; no vivía ya en mí, sino en ella y por ella. Yo hacía mil extravagancias. Besaba en mi mano el sitio en que ella había tocado, y repetía su nombre durante horas enteras. Me bastaba cerrar los ojos para verla tan distintamente como si hubiera estado en realidad delante de mí, y repetía las palabras que ella me había dicho en el pórtico de la iglesia: «¡Desgraciado! ¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?» Comprendía yo todo el horror de mi situación , y los aspectos fúnebres y terribles del estado que acababa de abrazar se revelaban plenamente en mí. ¡Ser sacerdote; es decir, casto, no amar, no distinguir ni el sexo ni la edad, apartarse de toda belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse bajo la sombra glacial de un claustro o de una iglesia, no ver sino moribundos, velar cerca de cadáveres desconocidos, y llevar sobre sí mismo su propio luto en la sotana negra, de suerte que se puede sacar de vuestro traje la tela de vuestro sudario! Y sentía la vida ascender en mí como un lago interior que se hincha y desborda; la sangre batía con fuerza en mis arterias; mi juventud, tan largo tiempo comprimida, surgía de repente como el aloe, que emplea cien años en florecer, y lo hace bajo el estremecimiento de un trueno. ¿Cómo conseguir ver de nuevo a Clarimonda? No tenía pretexto alguno para salir del seminario, puesto que a nadie conocía en la ciudad; ni debía permanecer en él mucho tiempo, esperando solamente que se me designase el curato que debía ocupar. Traté de arrancar los barrotes de la ventana, pero era ésta de una altura espantosa, y, no teniendo escala, no era posible pensar en tal camino. Y , por otra parte, yo no hubiera podido descender sino de noche; ¿y cómo me hubiera guiado en el inexplicable dédalo de calles? Todas estas dificultades, que no hubieran sido nada para otros, eran inmensas para mí, pobre seminarista enamorado desde ayer, sin experiencia, sin dinero y sin trajes. ¡Ah! Si yo no hubiese sido sacerdote, hubiera podido verla todos los días, hubiera sido su amante y su esposo; me decía yo mismo en mi ceguedad: en vez de estar envuelto en mi triste sudario, hubiese tenido ropajes de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como los caballeros jóvenes y garridos. Mis cabellos, en lugar de estar deshonrados por una ancha tonsura, se enredarían alrededor de mi cuello en bucles ondeantes. Tendría un hermoso bigote dado de cosmético; sería un valiente. Pero una hora pasada ante un altar, unas cuantas palabras apenas articuladas; me borraban para siempre del número de los vivos; había sellado para siempre la piedra de mi tumba; había corrido con mi mano el cerrojo de mi prisión. Me asomé a la ventana. Estaba el cielo admirablemente azul; los árboles se habían puesto sus vestidos primaverales; la naturaleza hacía ostentación de una alegría irónica. La plaza estaba llena de gente; los unos iban, los otros venían; parejas de jóvenes se dirigían hacia el jardín y los cenadores. Reuniones de mancebos pasaban cantando canciones báquicas; era un movimiento, una vida, una animación, una alegría que hacían resaltar penosamente mi soledad y mi duelo. Una madre joven delante de la puerta jugaba con un niño, besaba su sonrosada boquita, en que aun brillaban, como perlas, gotas de leche, y le hacía, mortificándole con amorosa broma, esas mil divinas puerilidades que sólo las madres saben. El padre, que permanecía en pié a cierta distancia, sonreía dulcemente a este encantador grupo, y oprimía con los brazos cruzados su alegría sobre su corazón. No pude soportar este espectáculo; cerré la ventana y me arrojé sobre mi lecho con un odio y unos celos terribles en mi corazón, mordiendo mis dedos y las mantas como un tigre ayuno de tres días. No sé cuánto permanecí así; pero volviéndome, en un movimiento de espasmo furioso, vi al abad Serapio, que estaba de pié en medio de la habitación, y me miraba atentamente. Tuve vergüenza de mí mismo, y dejando caer la cabeza sobre el pecho, me tapé los ojos con las manos. —Romualdo, amigo mío; pasa en vos algo extraordinario (me dijo el abad Serapio al cabo de algunos minutos de silencio); vuestra conducta es verdaderamente inexplicable. ¡Vos, tan piadoso, tan pacífico, tan dulce, os agitáis en vuestra celda como una bestia feroz! Tened cuidado, hermano, y no escuchéis las sugestiones del diablo; el espíritu maligno, irritado de que os hayáis consagrado por siempre al Señor, os ronda como un lobo ladrón, y emplea un último esfuerzo para atraeros a sí. En vez de dejaros abatir, mi querido Romualdo, haceos una coraza de plegarias, un escudo de mortificaciones, y combatid valientemente al enemigo: le venceréis. La prueba es necesaria a la virtud, y más fino sale el oro de la copela. No os aterréis, no os desaniméis; las almas mejor guardadas y más firmes tienen de estos momentos. Rezad, ayunad, meditad, y el espíritu del mal huirá de vos. Las palabras del abad Serapio me hicieron entrar en mí mismo y calmar mi ánimo. |
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