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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Théophile Gautier

"La muerta enamorada"

Sección 4

Biografía de Théophile Gautier en Wikipedia

 
 

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La muerta enamorada

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Español
La muerta enamorada
 

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Ya no era yo el mismo de antes, y no me reconocí. No me parecía más que una estatua acabada se parece a un bloque de piedra. Mi rostro de antes era no más que el grosero esbozo del que reflejaba el espejo. Estaba hermoso, y mi vanidad fue halagada dulcemente por esta metamorfosis. Aquellos elegantes trajes, aquella rica veste bordada, hacían de mí una persona completamente distinta, y admiré la virtud de un pedazo de tela cortado de cierto modo. La gracia de mi traje penetraba mi piel, y al cabo de diez minutos era un verdadero fatuo.

Di algunas vueltas por la estancia para adquirir soltura. Clarimonda me miraba con complacencia maternal, y parecía contenta de su obra.

—¡Basta de niñerías! ¡En marcha, mi querido Romualdo! Vamos muy lejos, y no llegaremos nunca.

Cogió mi mano, y me llevó consigo. Todas las puertas se abrían ante ella apenas las tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarlo.

A la puerta encontramos a Margheritone; era el escudero que me había conducido; tenía de la brida tres caballos negaros como los primeros, uno para mí, otro para él, otro para Clarimonda. Era preciso que estos caballos fuesen potros de España, nacidos de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían tan vivos como el viento, y la luna, que había salido a nuestra partida para alumbrarnos, rodaba en el cielo como una rueda desprendida de su carro; la veíamos a nuestra derecha saltar de árbol en árbol, y como fatigarse por correr tras nosotros. Bien pronto llegamos a una llanura, donde tras un grupo de árboles nos esperaba un carruaje, al que estaban enganchados cuatro vigorosos anímales; subimos, y los postillones los hicieron partir en un desenfrenado galope. Había pasado mi brazo por detrás del talle de Clarimonda, y una de sus manos acariciaba la mía; apoyaba su cabeza en mi pecho, y sentía su garganta medio desnuda rozar mi brazo. Jamás había experimentado dicha tan grande. En aquel momento lo había olvidado todo, y me acordaba tanto de que era sacerdote, como de lo que había hecho en el seno de mi madre: tal era la fascinación que el espíritu maligno ejercía sobre mí.

A partir de esta noche, mi naturaleza se duplicó en cierto modo, y había en mí dos hombres, de los cuales el uno no conocía al otro. Ya me creía un sacerdote cuando soñaba por la noche que era un gentilhombre; ya un gentilhombre que soñaba que era sacerdote. No podía distinguir el ensueño de la vigilia, y no sabía dónde comenzaba la realidad y dónde acababa la ilusión. El juvenil caballero, presuntuoso y libertino, se burlaba del sacerdote; el sacerdote detestaba la disolución del libertino. Dos espirales, enredada la una en la otra, sin tocarse, y confundidas, representan bien esta vida bicéfala que yo traía. A pesar de la extrañeza de tal posición, nunca pensé haber frisado en la locura. He conservado siempre bien claras las percepciones de mis dos existencias. Solamente había un hecho absurdo que yo no podía explicarme; y es que el sentimiento del mismo yo existía en dos hombres diferentes. Era una anomalía de que no podía darme cuenta, sea que me creyese cura de la aldehuela de ***, o il signor Romualdo, amante titular de Clarimonda.

Siempre estaba o creía esta en Venecia: nunca he conseguido separar lo que hubiese de realidad o de ilusión en tan extraña aventura. Habitábamos un gran palacio de mármol sobre el Canaleio, lleno de frescos y de estatuas, con dos Ticianos de la mejor época en la alcoba de Clarimonda; teníamos cada uno nuestra góndola y gondoleros con nuestra librea, nuestra capilla de música y nuestro poeta. Comprendía Clarimonda la vida de una alta manera, y había en su naturaleza algo de Cleopatra. En cuanto a mí, llevaba una existencia de hijo de príncipe, y levantaba un polvo como si hubiera sido de la familia de uno de los doce Apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república; no me hubiese apartado de mi camino para dejar pasar al Dux, y no creo que después de Satán, caído del cielo, haya habido alguien más orgulloso ni más insolente que yo. Iba al Ridotto y jugaba con un infernal desprendimiento. Veía la más escogida sociedad del mundo, hijos de familia arruinados, estafadores, parásitos, actrices, espadachines. Sin embargo, a pesar de la disipación de mi vida, permanecía fiel a Clarimonda. La amaba perdidamente. Tener a Clarimonda era tener veinte queridas, era tener todas las mujeres; tal era ella de cambiante y desemejante de ella misma; ¡un verdadero camaleón! Os hacía cometer con ella la infidelidad que hubieseis cometido con otras, tomando completamente el carácter, el aspecto y el género de belleza de la mujer que pareciese agradaros. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano los mancebos patricios, y hasta los ancianos del consejo de los Diez, le hicieron las más brillantes proposiciones. Un Fóscari llegó a proponerle el matrimonio: ella rehusó. Tenía demasiado oro; no quería más que amor, un amor joven, puro, despertado por ella, y que debía ser el primero y el último.

Hubiera sido yo completamente dichoso sin una maldita pesadilla que volvía todas las noches, y en la cual me creía un cura de aldea que se maceraba y hacía penitencia por mis excesos del día. Tranquilizado por la costumbre de estar con ella, no pensaba en la manera extraña como yo había hecho conocimiento con Clarimonda. Sin embargo, lo que me había dicho el abad Serapio venía alguna vez a mi memoria, y no dejaba de causarme inquietud.

Desde algún tiempo la salud de Clarimonda no era buena; su tez palidecía de día en día. Los médicos que vinieron no comprendían su enfermedad, y no sabían qué hacer. Prescribieron algunos remedios insignificantes, y no volvieron más. Sin embargo, su palidez aumentaba, y por momentos se iba quedando fría. Estaba casi tan blanca y casi tan muerta como la famosa noche en el desconocido castillo. Me afligía el verla perecer así lentamente. Ella, enternecida de mi dolor, me sonreía con la tristeza y la dulzura, con la sonrisa fatal de las personas que saben van a morir.

Una mañana estaba sentado cerca de su lecho, y almorzaba en una mesita, para no abandonarla ni un minuto. Al cortar una fruta, híceme casualmente en un dedo una cortadura profunda. La sangre salió en gotas purpúreas, y algunas de ellas saltaron sobre Clarimonda. Sus ojos se iluminaron, su fisonomía tomó una expresión de feroz y salvaje alegría, que yo no había jamás observado en ella. Saltó del lecho con una agilidad animal, una agilidad de mono o gato, y se precipitó sobre mi herida y empezó a chuparla con indecible voluptuosidad. Tragaba la sangre en pequeños sorbos, lenta, sibaríticamente, como un apasionado bebedor que saborea vino de Jerez o de Siracusa; guiñaba a medias sus ojos, y sus pupilas verdes tomaban una prolongación oblicua. De cuando en cuando se interrumpía para besarme la mano. Después volvía a oprimir con sus labios los labios de la herida para hacer salir aún algunas gotas rojas. Cuando vio que ya no brotaba sangre, levantose, húmedos y brillantes los ojos, más rosada que una aurora de Mayo, más bella que nunca, y como en perfecta salud.

—¡No moriré, no moriré! (dijo medio loca de alegría colgándose a mi cuello.) Podré amarte aún largo tiempo. Mi vida está en la tuya, y todo lo que hay en mí viene de ti. Unas cuantas gotas de tu rica y noble sangre, más preciosa y más eficaz que todos los elixires del mundo, me han vuelto la existencia.

Esta escena me preocupó mucho espacio; inspirome extrañas dudas respecto a Clarimonda, y cuando por la noche el ensueño me hubo transportado a mi presbiterio, vi al abad Serapio más grave y más preocupado que nunca. Me miró atentamente, y me dijo:

—No contento con perder vuestra alma, queréis también perder vuestro cuerpo. ¡Infortunado joven, en qué lazo habéis caído!

El tono en que me dijo estas breves frases me impresionó vivamente; pero, no obstante su vivacidad, esta impresión fue bien pronto desvanecida, y otros mil cuidados la borraron de mi espíritu. Sin embargo, una noche vi en mí espejo, cuya pérfida posición no había calculado ella; vi a Clarimonda que vertía unos polvos en la copa de vino que tenía costumbre de prepararme después de la comida. Tomé la copa, fingí aproximarla a mis labios, y la dejé sobre un mueble, como para acabarla más tarde a mi sabor, y aprovechando un momento en que tenía la hermosa vuelto el rostro, arrojé el contenido bajo la mesa; después de lo cual me retiré a mi habitación y me acosté, resuelto a no dormir, y a ver cuanto pudiese suceder. No esperé mucho tiempo; Clarimonda entró en traje de noche; y habiéndose desembarazado de sus velos, se echó en el lecho cerca de mí. Cuando estuvo segura de que yo dormía, descubrió mi brazo, y sacó de su cabeza un alfiler de oro; después murmuró en voz baja:

—¡Una gota, nada más que una gotita roja, un rubí al extremo de la aguja!.... Puesto que me amas aún, es preciso que yo no muera.... ¡Ah, pobre amor! Voy a beber su hermosa sangre de brillante color purpúreo. Duerme, mi solo bien; duerme, mi Dios, mi hijo; no te haré daño; no tomaré de tu vida sino lo que es necesario para no dejar extinguirse la mía. Si no te amase tanto, podría decidirme a tener otros amantes, a quienes agotaría las venas; pero desde que te conozco tengo horror a todo el mundo.... ¡Cuán bello brazo! ¡Qué redondez! ¡Qué blancura! No me atreveré jamás a picar esta preciosa vena azul.

Y al decir esto lloraba, y yo sentía llover sus lágrimas sobre mi brazo, que ella tenía entre sus manos. Por fin se decidió; me hizo una pequeña picadura con la aguja , y se puso a absorber la sangre que corría. Aunque no había bebido sino unas cuantas gotas, apoderándose de ella el temor de dejarme exangüe, me envolvió con cuidado el brazo con una cinta, después de haber frotado la heridilla con un ungüento que la cicatrizó en el acto.

No podía tener duda; el abad Serapio había dicho bien. Sin embargo, a pesar de esta certeza, no podía dejar de amar a Clarimonda, y de grado le hubiese dado toda la sangre de que hubiese tenido necesidad para sostener su ficticia existencia. Por otra parte, yo no tenía gran miedo; la mujer me respondía del vampiro; lo que yo había oído y visto, me tranquilizaba completamente; tenía entonces ricas venas que no se hubiesen agotado tan pronto, y no regateaba mi vida gota a gota. Me hubiese abierto el brazo yo mismo, y le hubiera dicho:

—¡Bebe! ¡Bebe, y que mi amor se infiltre en tu cuerpo con mi sangre!

Evité hacer la menor alusión al narcótico que me había vertido y a la escena de la aguja, y vivíamos en el más perfecto acuerdo. A pesar de todo, mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más y más, y no sabía qué maceración nueva inventar para subyugar mi carne y mortificarla. Aunque todas estas visiones fuesen involuntarias y yo no participase en nada de ellas voluntariamente, no osaba tocar el sacramento con manos tan impuras y un espíritu manchado con semejantes desórdenes, soñados o reales. Para evitar caer en estas fatigosas alucinaciones, traté de no dormir; tenía mis pupilas abiertas con los dedos, y permanecía de pie al lado del muro, luchando contra el sueño con todas mis fuerzas; pero la arena del sopor rodaba bien pronto dentro de mis ojos, y viendo que toda lucha era inútil, dejaba caer mis brazos con desánimo y cansancio, y la corriente me arrastraba hacia la pérfida ribera. El abad Serapio me dirigía las más fervientes exhortaciones, y me reprochaba duramente mi debilidad y escaso fervor. Un día en que había estado yo más agitado que de ordinario, me dijo:

—Para desembarazaros de esta obsesión, no hay más que un medio, y aunque sea extremo, hay que emplearlo: a los grandes conflictos, grandes soluciones. Sé dónde ha sido enterrada Clarimonda: es preciso que la exhumemos para que veáis en qué repugnante estado se encuentra el objeto de vuestro amor. No tendréis más tentación de perder vuestra alma por un cadáver inmundo, devorado de gusanos y próximo a deshacerse en polvo; esto os hará recobraros.

Estaba yo tan fatigado de esta doble vida, que acepté, queriendo saber para siempre quién, el sacerdote o el gentil-hombre, estaba engañado por una ilusión; decidí matar, en provecho del uno o del otro, uno de estos dos hombres que estaban dentro de mí, o matar a los dos, porque vida semejaste no podía durar.

El abad Serapio se proveyó de una azada, de una palanca y de una linterna, y a media noche nos dirigimos al cementerio de ***, cuya disposición conocía él perfectamente. Después de haber guiado la luz de la linterna sorda sobre las inscripciones de muchas tumbas, llegamos por fin a una medio oculta por las altas hierbas, y devorada de musgos y plantas parásitas, en la cual desciframos este comienzo de inscripción:

Yace aquí Clarimonda,
que fue, mientras vivió,
la más bella del mundo.
...

—Aquí es,—dijo el abad. Y poniendo en tierra su linterna, introdujo la palanca en el intersticio de la piedra, y comenzó a levantarla. La piedra cedió, y Serapio empezó su obra con la azada.

Yo lo contemplaba más negro y silencioso que la noche; encorvado sobre su fúnebre trabajo, chorreaba sudor, resollaba fuerte, y su aliento oprimido parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo extraño, y el que nos hubiese visto desde fuera hubiéramos tomado más bien por profanadores y ladrones de sudarios que por sacerdotes de Dios. El celo del abad Serapio tenía no sé qué de duro y salvaje, que le hacía parecerse a un demonio mejor que a un apóstol o a un ángel, y su rostro de largos trazos, austeros y profundamente recortados por el reflejo de la linterna, tenía mucho de aterrador. Sentía caer en gotas por mis miembros un sudor glacial, y mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza; disputaba en el fondo de mí mismo la acción del severo Serapio como un abominable sacrilegio, y hubiese querido que del seno de las sombrías nubes que rodaban pesadamente sobre nosotros, hubiera caído un triángulo de fuego que lo redujese a cenizas. Los mochuelos posados en los cipreses, sorprendidos por el brillo de la linterna, venían a rozar fuertemente el vidrio con sus alas empolvadas, arrojando gemidos lastimeros; las zorras ahimplaban en lo lejano, y mil ruidos siniestros se desprendían del silencio.

Por fin la azadilla de Serapio tropezó con el féretro, cuyas tablas resonaron sordamente; volvió la tapa, y vi a Clarimonda, pálida como un mármol, las manos juntas; su blanco sudario no hacía un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita roja brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Serapio, al verla, tuvo un arranque de furor.

—¡Aquí estás, demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y oro! Y aspergió con agua bendita el cuerpo y el féretro, sobre los cuales trazó la forma de una cruz con el hisopo. Apenas la pobre Clarimonda fue tocada por el santo rocío, cuando su hermoso cuerpo se desvaneció en polvo, y no fue ya más que una mezcla horriblemente informe de cenizas y huesos medio calcinados.

—He ahí vuestra amada, señor Romualdo (dijo el inexorable sacerdote, mostrándome los tristes despojos). ¿Tendréis aún deseo de ir a pasearos al Lido y a Fusina con vuestra hermosa?

Bajé la cabeza; algo grande acababa de arruinarse dentro de mí.

Volví a mi presbiterio, y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se separó del pobre clérigo a quien había hecho, durante largo tiempo, tan singular compañía. Solo a la noche siguiente volví a ver a Clarimonda, quien me dijo, como la primera vez, bajo el pórtico de la iglesia.

—¡Desgraciado! ¡Desgraciado! ¿Qué has hecho? ¿Por qué has escuchado a ese cura imbécil? ¿No eras feliz? ¿Y qué te había yo hecho para que violases mi tumba y pusieses al descubierto las miserias de mi nada? Toda comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos está rota para siempre. Adiós; tú me llorarás.

Disipose en el aire como un humo, y no la he vuelto a ver.

¡Ay! Dijo la verdad: la he llorado más de una vez, y la lloro aún. En alto precio ha sido comprada la paz de mi alma; el amor de Dios no era demasiado para reemplazar al suyo… Ved, hermano, la historia de mi juventud. No miréis jamás a una mujer, y marchad siempre con los ojos fijos en tierra, pues por muy casto y tranquilo que seáis, basta un minuto para haceros perder la eternidad.

Fin

Biblioteca de "El cosmos editorial". Madrid, Montera 24. 1884

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