Quedó Isabela como huérfana que acaba de enterrar sus padres y con temor que la nueva señora quisiese que mudase de costumbres en que la primera la había criado. En fin, se quedó, y de allí a dos días Ricaredo se hizo a la vela, combatido, entre otros muchos, de dos pensamientos que le tenían fuera de sí. Era el uno considerar que le convenía hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela, y el otro que no podía hacer ninguna si había de responder a su cathólico intento que le impedía no desenvainar la espada contra cathólicos; y si no la desembainaba había de ser notado de christiano, o de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en obstáculo de su pretensión. Pero, en fin determinó posponer al gusto de enamorado el que tenía de ser cathólico, y en su corazón pedía al cielo le deparase ocasiones donde, con ser valiente, cumpliese con ser christiano, dejando a su reina satisfecha, y a Isabela merecida.
Seis días navegaron los dos navíos con próspero viento, siguiendo la derrota de las islas Terceras, paraje donde nunca faltan o naves portuguesas de las Indias Orientales o algunas derrotadas de las Occidentales. Y al cabo de los seis días, les dio de costado un recísimo viento, que en el mar Océano tiene otro nombre que en el Mediterráneo donde se llama «Mediodía». El cual viento fue tan durable y tan recio que, sin dejarles tomar las islas, les fue forzoso correr a España; y junto a su costa, a la boca del estrecho de Gibraltar, descubrieron tres navíos: uno poderoso y grande y los dos pequeños. Arribó la nave de Ricaredo a su capitán para saber de su general si quería embestir a los tres navíos que se descubrían. Y antes que a ella llegase, vio poner sobre la gavia mayor un estandarte negro. Y llegándose más cerca, oyó que tocaban en la nave clarines y trompetas roncas, señales claras o que el general era muerto o alguna otra principal persona de la nave.
Con este sobresalto llegaron a poderse hablar, que no lo habían hecho después que salieron del puerto. Dieron voces de la nave capitana, diciendo que el capitán Ricaredo pasase a ella porque el general la noche antes había muerto de una apoplejía. Todos se entristecieron sino fue Ricaredo, que le alegró; no por el daño de su general, sino por ver que quedaba él libre para mandar en los dos navíos, que así fue la orden de la reina, que faltando el general, lo fuese Ricaredo. El cual con presteza se pasó a la capitana, donde halló que unos lloraban por el general muerto y otros se alegraban con el vivo. Finalmente, los unos y los otros le dieron luego la obediencia, y le aclamaron por su general con breves ceremonias; no dando lugar a otra cosa dos de los tres navíos que habían descubierto. Los cuales, desviándose del grande, a las dos naves se venían.
Luego conocieron ser galeras, y turquescas, por las medias lunas que en las banderas traían, de que recibió gran gusto Ricaredo, pareciéndole que aquella presa, si el cielo se la concediese, sería de consideración, sin haber ofendido a ningún cathólico. Las dos galeras turquescas llegaron a reconocer los navíos ingleses, los cuales no traían insignias de Inglaterra, sino de España, por desmentir a quien llegase a reconocellos, y no los tuviese por navíos de corsarios. Creyeron los turcos ser naves derrotadas de las Indias, y que con facilidad las rendirían. Fuéronse entrando poco a poco, y de industria los dejó llegar Ricaredo, hasta tenerlos a gusto de su artillería, la cual mandó disparar a tan buen tiempo que con cinco balas dio en la mitad de una de las galeras con tanta furia que la abrió por medio toda. Dio luego a la banda y comenzó a irse a pique, sin poderse remediar. La otra galera, viendo tan mal suceso, con mucha priesa le dio cabo y le llevó a poner debajo del costado del gran navío. Pero Ricaredo, que tenía los suyos prestos y ligeros, y que salían y entraban como si tuvieran remos, mandando cargar de nuevo toda la artillería, los fue siguiendo hasta la nave, lloviendo sobre ellos infinidad de balas.
Los de la galera abierta, así como llegaron a la nave, la desampararon, y con priesa y celeridad procuraban acogerse a la nave. Lo cual visto por Ricaredo, y que la galera sana se ocupaba con la rendida, cargó sobre ella con sus dos navíos, y sin dejarla rodear, ni valerse de los remos, la puso en estrecho; que los turcos se aprovecharon ansimismo del refugio de acogerse a la nave, no para defenderse en ella, sino para escapar las vidas por entonces.
Los christianos, de quien venían armadas las galeras, arrancando las branzas y rompiendo las cadenas, mezclados con los turcos, también se acogieron a la nave. Y como iban subiendo por su costado, con la arcabucería de los navíos, los iban tirando como a blanco; a los turcos no más, que a los christianos mandó Ricaredo que nadie los tirase. Desta manera casi todos los más turcos fueron muertos, y los que en la nave entraron por los christianos que con ellos se mezclaron, aprovechándose de sus mismas armas, fueron hechos pedazos; que la fuerza de los valientes, cuando caen, se pasa a la flaqueza de los que se levantan. Y así, con el calor que les daba a los christianos pensó que los navíos ingleses eran españoles, hicieron por su libertad maravillas.
Finalmente, habiendo muerto casi todos los turcos, algunos españoles se pusieron a borde del navío, y a grandes voces llamaron a los que pensaban ser españoles que entrasen a gozar el premio del vencimiento. Preguntóles Ricaredo en español que qué navío era aquél. Respondiéronle que era una nave que venía de la India de Portugal, cargada de especería, y con tantas perlas y diamantes que valía más de un millón de oro, y que con tormenta había arribado a aquella parte, toda destruida y sin artillería por haberla echado a la mar; la gente enferma y casi muerta de sed y de hambre; y que aquellas dos galeras, que eran del corsario Arnautemamí, el día antes la habían rendido, sin haberse puesto en defensa. Y que, a lo que habían oído decir, por no poder pasar tanta riqueza a sus dos bajeles, le llevaban a jorro para meterla en el río de Larache, que estaba allí cerca. Ricaredo les respondió que si ellos pensaban que aquellos dos navíos eran españoles, se engañaban; que no eran sino de la señora reina de Inglaterra, cuya nueva dio que pensar y que temer a los que la oyeron, pensando, como era razón que pensasen, que de un lazo habían caído en otro. Pero Ricaredo les dijo que no temiesen algún daño, y que estuviesen ciertos de su libertad con tal que no se pusiesen en defensa.
—Ni es posible ponernos en ella —respondieron—, porque, como se ha dicho, este navío no tiene artillería, ni nosotros armas; así que, nos es forzoso acudir a la gentileza, y liberalidad de vuestro general. Pues será justo que quien nos ha librado del insufrible cautiverio de los turcos, lleve adelante tan gran merced y beneficio, pues le podrá hacer famoso en todas las partes, que serán infinitas, donde llegare la nueva desta memorable victoria y de su liberalidad, más de nosotros esperada que temida.
No le precieron mal a Ricaredo las razones del español. Y llamando a consejo a los de su navío, les preguntó cómo haría para enviar a todos los christianos a España sin ponerse a peligro de algún siniestro suceso, si el ser tantos les daba ánimo para levantarse. Pareceres hubo que los hiciese pasar uno a uno a su navío, y así como fuesen entrando, debajo de cubierta, matarle; y desta manera, matarlos a todos y llevar la gran nave a Londres sin temor ni cuidado alguno.
A eso respondió Ricaredo:
—Pues que Dios nos ha hecho tan gran merced, en darnos tanta riqueza, no quiero corresponderle con ánimo cruel y desagradecido, ni es bien que lo que puedo remediar con la industria, lo remedie con la espada.Y así, soy de parecer que ningún christiano cathólico muera; no porque los quiero bien, sino porque me quiero a mí muy bien, y querría que esta hazaña de hoy, ni a mí, ni a vosotros, que en ella me habéis sido compañeros, nos diese mezclado con el nombre de valientes, el renombre de crueles; porque nunca dijo bien la crueldad con la valentía. Lo que se ha de hacer es que toda la artillería de un navío destos se ha de pasar a la gran nave portuguesa, sin dejar en el navío otras armas, ni otra cosa más del bastimento; y no alejando la nave de nuestra gente la llevaremos a Inglaterra, y los españoles se irán a España.
Nadie osó contradecir lo que Ricaredo había propuesto; y algunos le tuvieron por valiente y magnánimo, y de buen entendimiento; otros le juzgaron en sus corazones por más cathólico que debía.
Resuelto, pues, en esto, Ricaredo pasó con cincuenta arcabuceros a la nave portuguesa, todos en alerta, y con las cuerdas encendidas. Halló en la nave casi trescientas personas de las que habían escapado de las galeras. Pidió luego el registro de la nave, y respondióle aquel mismo que desde el borde le habló la vez primera que el registro le había tomado el corsario de los bajeles, que con ellos se había ahogado.
Al instante, puso el torno en orden y, acostando su segundo bajel a la gran nave, con maravillosa presteza y con fuerza de fortísimos cabrestrantes, pasaron la artillería del pequeño bajel a la mayor nave. Luego, haciendo una breve plática a los christianos, les mandó pasar al bajel desembarazado, donde hallaron bastimento en abundancia, para más de un mes y para más gente. Y así, como se iban embarcando, dio a cada uno cuatro escudos de oro españoles que hizo traer de su navío, para remediar en parte su necesidad cuando llegasen a tierra, que estaba tan cerca que las altas montañas de Abila y Calpe desde allí se parecían.
Todos le dieron infinitas gracias, por la merced que les hacía. Y el último que se iba a embarcar, fue aquel que por los demás había hablado, el cual le dijo:
—Por más ventura tuviera, valeroso caballero, que me llevaras contigo a Inglaterra, que no me enviaras a España; porque aunque es mi patria, y no habrá sino seis días que della partí, no he de hallar en ella otra cosa que no sea de ocasiones de tristezas y soledades mías. Sabrás, señor, que en la pérdida de Cádiz, que sucedió habrá quince años, perdí una hija que los ingleses debieron de llevar a Inglaterra, y con ella perdí el descanso de mi vejez y la luz de mis ojos; que después que no la vieron nunca han visto cosa que de su gusto sea. El grave descontento en que me dejó su pérdida, y la de la hacienda, que también me faltó, me pusieron de manera que ni más quise, ni más pude, ejercitar la mercancía, cuyo trato me había puesto en opinión de ser el más rico mercader de toda la ciudad. Y así era la verdad, pues fuera del crédito que pasaba de muchos centenares de millares de escudos, valía mi hacienda, dentro de las puertas de mi casa más de cincuenta mil ducados, todo lo perdí, y no hubiera perdido nada como no hubiera perdido a mi hija. Tras esta general desgracia, y tan particular mía, acudió la necesidad a fatigarme, hasta tanto que no pudiéndola resistir, mi mujer y yo, que es aquella triste que allí está sentada, determinamos irnos a las Indias, común refugio de los pobres generosos. Y habiéndonos embarcado en un navío de aviso seis días hace, a la salida de Cádiz, dieron con el navío estos dos bajeles de corsarios y nos cautivaron; donde se renovó nuestra desgracia y se confirmó nuestra desventura; y fuera mayor, si los corsarios no hubieran tomado aquella nave portuguesa que los entretuvo, hasta haber sucedido lo que él había visto.
Preguntóle Ricaredo, cómo se llamaba su hija. Respondióle, que Isabel. Con esto, acabó de confirmarse Ricaredo en lo que ya había sospechado, que era que el que se lo contaba era el padre de su querida Isabela. Y sin darle algunas nuevas della, le dijo que de muy buena gana llevaría a él y a su mujer a Londres, donde podría ser que hallasen nuevas de la que deseaban.
Hízolos pasar luego a su capitana; poniendo marineros y guardas bastantes en la nao portuguesa. Aquella noche alzaron velas y se dieron priesa a apartarse de las costas de España porque el navío de los cautivos libres... entre los cuales también iban hasta veinte turcos, a quien también Ricaredo dio libertad, por mostrar que más por su buena condición y generoso ánimo se mostraba liberal que por forzarle amor que a los cathólicos tuviese. Rogó a los españoles que en la primera ocasión que se ofreciese diesen entera libertad a los turcos, que ansimismo se le mostraron agradecidos.
El viento, que daba señales de ser próspero y largo, comenzó a calmar un tanto, cuya calma levantó gran tormenta de temor en los ingleses que culpaban a Ricaredo y a su liberalidad, diciéndole que los libres podían dar aviso en España de aquel suceso; y que si a caso había galeones de armada en el puerto, podían salir en su busca y ponerlos en aprieto, y en término de perderse. Bien conocía Ricaredo que tenían razón; pero venciéndolos a todos con buenas razones, los sosegó. Pero más los quietó el viento, que volvió a refrescar de modo que, dándole todas las velas, sin tener necesidad de amainallas, ni aun de templallas, dentro de nueve días se hallaron a la vista de Londres, y cuando en él, victoriosos volvieron, habría treinta días que dél faltaban. |