Acudieron las damas a la reina, contándole lo que pasaba y certificándole que la camarera había hecho aquel mal recaudo. No fue menester mucho, para que la reina lo creyese; y así, fue a ver a Isabela que ya casi estaba expirando. Mandó llamar la reina con priesa a sus médicos, y en tanto que tardaban, la hizo dar cantidad de polvos de unicornio, con otros muchos antídotos, que los grandes príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades. Vinieron los médicos, y esforzaron los remedios, y pidieron a la reina que hiciese decir a la camarera qué género de veneno le había dado, porque no se dudaba que otra persona alguna si no ella la hubiese avenenado. Ella lo descubrió, y con esta noticia los médicos aplicaron tantos remedios, y tan eficaces, que con ellos, y con el ayuda de Dios, quedó Isabela con vida o alomenos con esperanza de tenerla.
Mandó la reina prender a su camarera y encerrarla en un aposento estrecho de palacio, con intención de castigarla, como su delito merecía. Puesto que ella se disculpaba, diciendo que en matar a Isabela hacía sacrificio al cielo, quitando de la tierra a una cathólica y, con ella, la ocasión de las pendencias de su hijo.
Estas tristes nuevas, oídas de Ricaredo, le pusieron en términos de perder el juicio, tales eran las cosas que hacía y las lastimeras razones con que se quejaba. Finalmente, Isabela no perdió la vida; que el quedar con ella, la naturaleza lo comutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello, el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados, y los ojos lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea que como hasta allí había parecido un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad. Por mayor desgracia tenían los que la conocían, haber quedado de aquella manera que si la hubiera muerto el veneno. Con todo esto Ricaredo se la pidió a la reina, y le suplicó que se la dejase llevar a su casa, porque el amor que la tenía pasaba del cuerpo al alma; y que si Isabela había perdido su belleza, no podía haber perdido sus infinitas virtudes.
—Así es —dijo la reina—, lleváosla, Ricaredo, y haced cuenta que lleváis una riquísima joya encerrada en una caja de madera tosca. Dios sabe si quisiera dárosla como me la entregastes, pero pues no es posible, perdonadme; quizá el castigo que diere a la cometedora de tal delito, satisfará en algo el deseo de la venganza.
Muchas cosas dijo Ricaredo a la reina, disculpando a la camarera, y suplicándola que la perdonase; pues las disculpas que daba eran bastantes para perdonar mayores insultos. Finalmente, le entregaron a Isabela y a sus padres, y Ricaredo los llevó a su casa, digo a la de sus padres. A las ricas perlas y al diamante, añadió otras joyas la reina, y otros vestidos, tales, que descubrieron el mucho amor que a Isabela tenía; la cual duró dos meses en su fealdad, sin dar indicio alguno de poder reducirse a su primera hermosura; pero al cabo de este tiempo comenzó a caérsele el cuero y a descubrírsele su hermosa tez.
En este tiempo los padres de Ricaredo, pareciéndoles no ser posible que Isabela en sí volviese, determinaron enviar por la doncella de Escocia, con quien primero que con Isabela tenían concertado de casar a Ricaredo, y esto sin que él lo supiese, no dudando que la hermosura presente de la nueva esposa hiciese olvidar a su hijo la ya pasada de Isabela, a la cual pensaban enviar a España con sus padres, dándoles tanto haber y riquezas, que recompensasen sus pasadas pérdidas. No pasó mes y medio cuando, sin sabiduría de Ricaredo, la nueva esposa se le entró por las puertas, acompañada como quien ella era, y tan hermosa que después de la Isabela que solía ser, no había otra tan bella en toda Londres.
Sobresaltóse Ricaredo con la improvisa vista de la doncella, y temió que el sobresalto de su venida había de acabar la vida a Isabela. Y así, para templar este temor, se fue al lecho donde Isabela estaba, y hallóla en compañía de sus padres, delante de los cuales dijo:
—Isabela de mi alma, mis padres con el grande amor que me tienen aún no bien enterados del mucho que yo te tengo, han traído a casa una doncella escocesa, con quien ellos tenían concertado de casarme, antes que yo conociese lo que vales; y esto, a lo que creo, con intención que la mucha belleza desta doncella borre de mi alma la tuya que en ella estampada tengo. Yo, Isabela, desde el punto que te quise, fue con otro amor de aquel que tiene su fin y paradero en el cumplimiento del sensual apetito; que puesto que tu corporal hermosura me cautivó los sentidos; tus infinitas virtudes me aprisionaron el alma de manera que si hermosa te quise, fea te adoro. Y para confirmar esta verdad, dame esa mano. —Y dándole ella la derecha y asiéndola él con la suya, prosiguió diciendo—: Por la fe cathólica que mis christianos padres me enseñaron, la cual si no está en la entereza que se requiere, por aquella fe juro que guarda el pontífice romano, que es la que yo en mi corazón confieso, creo y tengo, y por el verdadero Dios que nos está oyendo, te prometo ¡oh Isabela mitad de mi alma! de ser tu esposo, y lo soy desde luego si tú quieres levantarme a la alteza de ser tuyo.
Quedó suspensa Isabela con las razones de Ricaredo, y sus padres atónitos y pasmados. Ella no supo qué decir, ni hacer otra cosa que besar muchas veces la mano de Ricaredo, y decirle, con voz mezclada con lágrimas, que ella le aceptaba por suyo y se entregaba por su esclava. Besóla Ricaredo en el rostro feo, no habiendo tenido jamás atrevimiento de llegarse a él, cuando hermoso. Los padres de Isabela solemnizaron con tiernas y muchas lágrimas las fiestas del desposorio. Ricaredo les dijo que él dilataría el casamiento de la escocesa, que ya estaba en casa, del modo que después verían; y cuando su padre los quisiese enviar a España a todos tres, no lo rehusasen, sino que se fuesen y le aguardasen en Cádiz, o en Sevilla, dos años, dentro de los cuales les daba su palabra de ser con ellos si el cielo tanto tiempo le concedía de vida. Y que si deste término pasase, tuviese por cosa certísima que algún grande impedimento, o la muerte, que era lo más cierto, se había opuesto a su camino. Isabela le respondió que no solos dos años le aguardaría, sino todos aquellos de su vida hasta estar enterada que él no la tenía; porque en el punto que esto supiese, sería el mismo de su muerte.
Con estas tiernas palabras se renovaron las lágrimas en todos, y Ricaredo salió a decir a sus padres como en ninguna manera se casaría, ni daría la mano a su esposa la escocesa, sin haber primero ido a Roma a asegurar su conciencia. Tales razones supo decir a ellos, y a los parientes que habían venido con Clisterna, que así se llamaba la escocesa, que como todos eran cathólicos fácilmente las creyeron. Y Clisterna se contentó de quedar en casa de su suegro hasta que Ricaredo volviese; el cual pidió de término un año.
Esto ansí puesto y concertado, Clotaldo dijo a Ricaredo como determinaba enviar a España a Isabela y a sus padres, si la reina le daba licencia; quizá los aires de la patria apresurarían y facilitarían la salud que ya comenzaba a tener. Ricaredo, por no dar indicio de sus designios, respondió tibiamente a su padre que hiciese lo que mejor le pareciese. Sólo le suplicó que no quitase a Isabela ninguna cosa de las riquezas que la reina le había dado. Prometióselo Clotaldo, y aquel mismo día fue a pedir licencia a la reina, así para casar a su hijo con Clisterna, como para enviar a Isabela y a sus padres a España. De todo se contentó la reina, y tuvo por acertada la determinación de Clotaldo. Y aquel mismo día, sin acuerdo de letrados, y sin poner a su camarera en tela de juicio, la condenó en que no sirviese más su oficio, y en diez mil escudos de oro para Isabela; y al conde Arnesto, por el desafío, le desterró por seis años de Inglaterra.
No pasaron cuatro días, cuando ya Arnesto se puso a punto de salir a cumplir su destierro, y los dineros estuvieron juntos. La reina llamó a un mercader rico que habitaba en Londres, y era francés, el cual tenía correspondencia en Francia, Italia y España. Al cual entregó los diez mil escudos, y le pidió cédulas para que se los entregasen al padre de Isabela en Sevilla, o en otra plaza de España. El mercader, descontados sus intereses y ganancias, dijo a la reina que las daría ciertas y seguras para Sevilla sobre otro mercader francés, su correspondiente, en esta forma: que él escribiría a París, para que allí se hiciesen las cédulas, por otro correspondiente suyo, a causa que rezasen las fechas de Francia, y no de Inglaterra, por el contrabando de la comunicación de los dos reinos, y que bastaba llevar una letra de aviso suya sin fecha, con sus contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de Sevilla, que ya estaría avisado del de París.
En resolución, la reina tomó tales seguridades del mercader que no dudó de no ser cierta la partida. Y no contenta con esto, mandó llamar a un patrón de una nave flamenca, que estaba para partirse otro día a Francia, a sólo tomar en algún puerto della testimonio para poder entrar en España, a título de partir de Francia y no de Inglaterra; al cual pidió encarecidamente llevase en su nave a Isabela y a sus padres, y con toda seguridad y buen tratamiento los pusiese en un puerto de España, el primero a donde llegase. El patrón que deseaba contentar a la reina, dijo, que sí haría, y que los pondría en Lisboa, Cádiz o Sevilla. Tomados, pues, los recaudos del mercader, envió la reina a decir a Clotaldo, no quitase a Isabela todo lo que ella le había dado, así de joyas como de vestidos.
Otro día vino Isabela, y sus padres, a despedirse de la reina, que los recibió con mucho amor. Dioles la reina la carta del mercader y otras muchas dádivas, así de dineros como de otras cosas de regalo para el viaje. Con tales razones se lo agradeció Isabela, que de nuevo dejó obligada a la reina para hacerle siempre mercedes. Despidióse de las damas, las cuales, como ya estaba fea, no quisieran que se partiera, viéndose libres de la envidia que a su hermosura tenían, y contentas de gozar de sus gracias y discreciones. Abrazó la reina a los tres, y encomendándolos a la buena ventura y al patrón de la nave, y pidiendo a Isabela la avisase de su buena llegada a España, y siempre de su salud, por la vía del mercader francés, se despidió de Isabela y de sus padres; los cuales, aquella misma tarde, se embarcaron, no sin lágrimas de Clotaldo y de su mujer, y de todos los de su casa, de quien era en todo extremo bien querida. No se halló a esta despedida presente Ricaredo, que por no dar muestras de tiernos sentimientos, aquel día hizo que con unos amigos suyos le llevasen a caza.
Los regalos que la señora Catalina dio a Isabela para el viaje fueron muchos; los abrazos infinitos; las lágrimas en abundancia; las encomiendas de que la escribiese, sin número; y los agradecimientos de Isabela y de sus padres correspondieron a todo, de suerte que, aunque llorando, los dejaron satisfechos.
Aquella noche se hizo el bajel a la vela, y habiendo con próspero viento tocado en Francia y tomado en ella los recaudos necesarios, para poder entrar en España, de allí a treinta días entró por la barra de Cádiz, donde se desembarcaron Isabela y sus padres. Y siendo conocidos de todos los de la ciudad, los recibieron con muestras de mucho contento. Recibieron mil parabienes del hallazgo de Isabela y de la libertad que habían alcanzado, ansí de los moros, que los habían cautivado, habiendo sabido todo su suceso de los cautivos a que dio libertad la liberalidad de Ricaredo, como de la que habían alcanzado de los ingleses.
Ya Isabela en este tiempo comenzaba a dar grandes esperanzas de volver a cobrar su primera hermosura. Poco más de un mes estuvieron en Cádiz, restaurando los trabajos de la navegación, y luego se fueron a Sevilla por ver si salía cierta la paga de los diez mil ducados que, librados sobre el mercader francés, traían. Dos días después de llegar a Sevilla le buscaron, y le hallaron; y le dieron la carta del mercader francés de la ciudad de Londres. Él la reconoció, y dijo que hasta que de París le viniesen las letras y carta de aviso no podía dar el dinero; pero que por momentos aguardaba el aviso.
Los padres de Isabela alquilaron una casa principal, frontero de santa Paula, por ocasión que estaba monja en aquel santo monasterio una sobrina suya, única y extremada en la voz. Y así, por tenerla cerca, como por haber dicho Isabela a Ricaredo que, si viniese a buscarla la hallaría en Sevilla, y le diría su casa su prima la monja de santa Paula, y que para conocella no había menester más de preguntar por la monja que tenía la mejor voz en el monasterio, porque estas señas no se le podían olvidar.
Otros cuarenta días tardaron de venir los avisos de París; y a dos días que llegaron, el mercader francés entregó los diez mil ducados a Isabela, y ella a sus padres. Y con ellos, y con algunos más que hicieron vendiendo algunas de las muchas joyas de Isabela, volvió su padre a ejercitar su oficio de mercader, no sin admiración de los que sabían sus grandes pérdidas. En fin, en pocos meses fue restaurando su perdido crédito, y la belleza de Isabela volvió a su ser primero, de tal manera, que en hablando de hermosas, todos daban el lauro a la española inglesa, que tanto por este nombre, como por su hermosura, era de toda la ciudad conocida.
Por la orden del mercader francés de Sevilla, escribieron Isabela y sus padres a la reina de Inglaterra su llegada, con los agradecimientos y sumisiones que requerían las muchas mercedes della recebidas. Asimismo, escribieron a Clotaldo y a su señora Catalina, llamándolos Isabela padres, y sus padres señores. De la reina no tuvieron respuesta, pero de Clotaldo y de su mujer sí, donde les daban el parabién de la llegada a salvo, y los avisaban como su hijo Ricaredo, otro día después que ellos se hicieron a la vela, se había partido a Francia, y de allí a otras partes donde le convenía a ir para seguridad de su conciencia, añadiendo a éstas, otras razones y cosas de mucho amor y de muchos ofrecimientos. A la cual carta, respondieron con otra no menos cortés y amorosa que agradecida. Luego imaginó Isabela que el haber dejado Ricaredo a Inglaterra sería para venirla a buscar a España; y alentada con esta esperanza vivía la más contenta del mundo, y procuraba vivir de manera que cuando Ricaredo llegase a Sevilla, antes le diese en los oídos la fama de sus virtudes que el conocimiento de su casa.
Pocas o ninguna vez salía de su casa, si no para el monasterio; no ganaba otros jubileos, que aquellos que en el monasterio se ganaban. Desde su casa, y desde su oratorio, andaba con el pensamiento los viernes de cuaresma la santísima estación de la cruz, y los siete venideros del espíritu santo. Jamás visitó el río, ni pasó a Triana, ni vio el común regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez el día, se le hace claro, de san Sebastián, celebrado de tanta gente, que apenas se puede reducir a número. Finalmente, no vio regocijo público, ni otra fiesta en Sevilla; todo lo libraba en su recogimiento, y en sus oraciones y buenos deseos, esperando a Ricaredo. Este su gran retraimiento tenía abrasados y encendidos los deseos, no sólo de los pisaverdes del barrio, sino de todos aquellos que una vez la hubiesen visto. De aquí nacieron músicas de noche en su calle, carreras de día; deste no dejar verse, y desearlo muchos, crecieron las alhajas de las terceras que prometieron mostrarse primas y únicas en solicitar a Isabela. Y no faltó quien se quiso aprovechar de lo que llaman hechizos, que no son sino embustes y disparates. Pero a todo esto, estaba Isabela como roca en mitad del mar, que la tocan, pero no la mueven las olas ni los vientos.
Año y medio era ya pasado cuando la esperanza propincua de los dos años por Ricaredo prometidos comenzó, con más ahinco que hasta allí, a fatigar el corazón de Isabela. Y cuando ya le parecía que su esposo llegaba y que le tenía ante los ojos, y le preguntaba qué impedimentos le habían detenido tanto, cuando ya llegaban a sus oídos las disculpas de su esposo, y cuando ya ella le perdonaba y le abrazaba y, como a mitad de su alma le recebía, llegó a sus manos una carta de la señora Catalina, fecha en Londres cincuenta días había. Venía en lengua inglesa, pero leyéndola en español, vio que así decía:
Hija de mi alma, bien conociste a Guillarte, el paje de Ricaredo. Éste se fue con él al viaje, que por otra te avisé, que Ricaredo a Francia, y a otras partes, había hecho el segundo día de tu partida. Pues este mismo Guillarte, a cabo de diez y seis meses que no habíamos sabido de mi hijo, entró ayer por nuestra puerta con nuevas que el conde Arnesto había muerto a traición en Francia a Ricaredo. Considera, hija, cuál quedaríamos su padre y yo, y su esposa, con tales nuevas; tales, digo, que aún no nos dejaron poner en duda nuestra desventura. Lo que Clotaldo y yo te rogamos otra vez, hija de mi alma, es que encomiendes muy de veras a Dios la alma de Ricaredo, que bien merece este beneficio el que tanto te quiso, como tú sabes. También pedirás a nuestro Señor nos dé a nosotros paciencia y buena muerte, a quien nosotros también pediremos y suplicaremos te dé a ti, y a tus padres largos años de vida.
Por la letra, y por la firma, no le quedó que dudar a Isabela, para no creer la muerte de su esposo. Conocía muy bien al paje Guillarte y sabía que era verdadero y que de suyo no habría querido, ni tenía para qué fingir aquella muerte, ni menos su madre, la señora Catalina la habría fingido, por no importarle nada enviarle nuevas de tanta tristeza. Finalmente, ningún discurso que hizo, ninguna cosa que imaginó, le pudo quitar del pensamiento no ser verdadera la nueva de su desventura. |