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Capítulo 4
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Biografía de Vicente Blasco Ibáñez en Wikipedia | |
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
Un idilio nihilista |
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IV El profesor Martens experimentó una verdadera alegría cuando al día siguiente Alejandro, con su elocuencia razonada y su lógica incontestable, le fué explicando el mecanismo de su invento y demostrando sus infinitas ventajas. —¡Bravo!, joven —dijo el viejo entusiasmado—. Así se trabaja; tu máquina es inimitable, lo que demuestra que posees las cualidades de los hombres eminentes que cuando trabajan lo hacen todo pronto y bien. En celebración de tu invento quédate hoy a comer con nosotros. Alejandro acogió con alegría la invitación del profesor. La esperanza de ver a Catya le causaba una secreta alegría. Su imaginación, después de despojarse de las preocupaciones mecánicas, sólo trabajaba a impulsos de una sola idea. El joven estudiante había sufrido en la noche anterior una completa transformación. En sueños había visto a Catya caminando sobre nubes, rodeada la cabeza de luminosa aureola y tal como él habíase figurado siempre la imagen de la futura Rusia en sus momentos de fiebre revolucionaria. Cuando la hija de Martens vino de la escuela de medicina y le dirigió un saludo, el joven sintió que su cuerpo se estremecía. Ya no quiso dudar más; aquellas sensaciones le eran desconocidas, y comprendió que debían formar aquel afecto que muchas veces había llegado a sus oídos con el nombre de amor. Mientras permaneció en la mesa, sólo se ocupó en mirar de vez en cuando a Catya sin pronunciar palabra alguna. Martens, en cambio, se encargaba de llevar la parte principal de la conversación y hablaba sin cesar de la nación y del Czar, y forjaba planes tan llenos de entusiasmo como bárbaros y sangrientos. Alejandro en tanto se sentía como en otra vida. El corazón parecía quererle saltar del pecho; su cerebro estaba como envuelto en nubes de color de rosa; las palabras de Martens (a quien no atendía) sonaban en su oído como música incomprensible y deliciosa, y no se ocupaba más que en fijar sus ojos en el hermoso y grave rostro de Catya. Ésta permanecía impasible ante las miradas del estudiante; pero éste, que algunas veces bajaba el rostro como avergonzado por tal impasibilidad, la sorprendió en dos o tres ocasiones con los ojos fijos en él. Cuando terminó la comida, el viejo Martens se levantó y dijo a los jóvenes: —Bajad al jardín; el aire de la tarde os será de provecho. Yo, en tanto, voy a repasar los diseños que éste me ha entregado de su máquina. Catya y Alejandro bajaron al jardín. Este era sombrío y melancólico. Lo componían algunos álamos de secular altura, y el suelo estaba cubierto por un musgo obscuro y tupido. En el centro del jardín alzábase una estatua bastante deteriorada representando a Espartaco rompiendo las cadenas de la esclavitud; estatua que el viento y las lluvias se habían encargado de cubrir de un moho verdoso. Los dos jóvenes dieron algunos paseos por el jardín, y su conversación versó sobre los males de la patria y los grandes trabajos que todavía se habían de llevar a cabo para colocar a ésta a la altura del resto de Europa. Pero a pesar de la gravedad del asunto, los dos al hablar se miraban, y Catya parecía haber depuesto parte de su serenidad. Aquellas miradas fueron comprendidas por los dos. Lo que unos amantes de raza latina hubieran encerrado en frases ardientes y en suspiros lánguidos, aquellos hijos del Norte lo expresaban en miradas intensas aunque tranquilas. Estas equivalieron a una declaración de amor. Desde aquel momento Alejandro y Catya se consideraron como amantes, sin decirse una sola palabra que declarase su pasión. Hablaron de mil distintos asuntos, atravesaron varias veces en distintas direcciones el jardín, y por fin llegó un instante en que cesaron en su conversación, parándose para mirarse con esa perplejidad del que queriendo decir una cosa se siente cohibido interiormente. En aquel instante el sol, rompiendo los nubarrones plomizos que se amontonaban en el cielo, derramó una luz pálida y amarillenta sobre el jardín. Catya y Alejandro se miraron silenciosos durante un buen rato, hasta que por fin la primera, como herida de una conmoción interior, arrojóse sobre el joven, y apoderándose de una de las manos de éste, dijo con una voz apasionada que no parecía propia de su carácter: —¿Me amáis mucho, Alejandro? —Hasta la muerte — contestó el estudiante. Y al decir esto levantó la mano como para tomar por testigo de sus palabras al sol que les envolvía con sus hilillos de oro a través de las nieblas del cielo y de los árboles del jardín. Desde aquella tarde Alejandro no cesó de acudir un solo día a casa de Martens. El viejo profesor tenía de continuo ocasión para hablar con él de su tema favorito y enseñarle a cada instante aquel armario secreto que tan terribles efectos guardaba. Alejandro había sufrido un cambio radical en su carácter, reemplazando su antigua sagacidad con una continua distracción. El amor le había ensimismado, y cuando todas las tardes salía de su vivienda con dirección a la casa de Martens, no lograba reparar en que le seguía un hombre que no era otro que el criado de la posada. El joven estudiante estaba cada vez más enamorado de Catya. ¡Qué momentos de felicidad experimentaba Alejandro! Mientras el profesor estudiaba en su biblioteca, él, con su amada del brazo, se paseaba por el jardín, embriagándose con la luz de aquellos ojos y el sonido de aquella voz grave y argentina a un tiempo. La elevación de ideas de Catya, su refinado idealismo y aquel amor a la Rusia, causaban grande impresión en el alma del estudiante, quien a cada momento descubría nuevos tesoros ocultos en el interior de su amada. ¡Qué tardes tan felices! En algunos instantes Alejandro y Catya se olvidaban de su patria, circunstancia verdaderamente extraordinaria. Muchas veces los dos, perdiendo su habitual serenidad, corrían entre los árboles; otras se sentaban en un banco de piedra al pie de la estatua de Espartaco, y allí, contemplando el sol poniente o las nieblas de la noche, cantaban a media voz y en delicioso coro un himno revolucionario compuesto por un poeta nihilista amigo de Alejandro. Los días eran entonces muy cortos para éste, pues sólo los pasaba en la contemplación o recuerdo de Catya. Poco a poco iba olvidándose de todo, y sólo alguna vez el recuerdo de sus amigos y de la misión que le habían confiado asaltaba fugazmente su imaginación así es que quedó sorprendido cuando una tarde en que, como de costumbre, se paseaba con Catya por el jardín, le llamó Martens para decirle: —Joven, el momento de que terminemos por completo nuestro invento se acerca. Sin decirte nada encargué a un herrero de la asociación que forjase las piececitas de tu máquina con arreglo al diseño que me diste, y hoy las tengo en mi poder. Y al decir esto, el viejo enseñó al estudiante un papel que contenía unos pedacitos de hierro de diversas formas. Alejandro al verlos se sintió poseído de su curiosidad de mecánico, y púsose a examinarlo con detención. —Esto está mal — dijo por fin —. El herrero ha trabajado las piezas burdamente y es preciso pulirlas para que engranen. —¿Cuándo piensas montar la maquinilla? —Esta noche misma. En mi equipaje tengo herramientas para ello. —Hazlo, pues. Mañana la cargaremos con la substancia de mi invención, y podré presentarla al comité ejecutivo de la asociación. Pierde cuidado, que no tardará mucho en ser arrojada por un brazo robusto a los mismos pies del Czar. Aquella misma noche al retirarse Alejandro a su posada, llevaba en los bolsillos de la tulupa las piezas de su invento. Cuando salió de la casa de Martens no reparó en dos hombres que estaban medio ocultos en un portal inmediato. Eran el mozo de la posada y un capitán de policía. —Ahí va nuestro hombre — dijo éste al ver a Alejandro —. Procura espiarle esta noche y avisarme si ves en él algo de extraño. Yo aguardaré con algunos agentes a la puerta de la posada. —¿Se han confirmado las sospechas, capitán? —Sí. Esta mañana uno de los nuestros ha visto al herrero Kotzebue, sospechoso de nihilismo, forjar unos hierrecilios con destino al profesor Martens. Este se sabe ya cierto que pertenece a la misteriosa asociación lo mismo que su hija, y es casi seguro que el estudiante Ischerkassy también es nihilista. De la amistad de un estudiante de mecánica y de un químico eminente, que no aman al Czar, ¿puede resultar otra cosa que una máquina infernal? —Decís bien, capitán. —Ve, pues, a vigilar a tu huésped y no olvides en caso extraordinario que abajo estoy yo. |
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