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Vicente Blasco Ibáñez

"Un idilio nihilista"

Capítulo 5

Biografía de Vicente Blasco Ibáñez en Wikipedia

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
Un idilio nihilista
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V

Apenas Alejandro entró en su cuarto y cerró cuidadosamente la puerta, abrió el viejo arcón que contenía su equipaje, y sacó algunas herramientas con las que se dispuso a trabajar.

Puso sobre la cama el papel que contenía las piezas de su invento, y comenzó a limarlas y a ajustarías unas con otras con sin igual cuidado.

La tarea era difícil. Las piececitas se escapaban a cada instante por entre los gruesos dedos de Alejandro y éste tenía que hacer grandes esfuerzos de habilidad para conseguir realizar su trabajo.

El estudiante estaba entregado por completo a aquella tarea que absorbía toda su atención.

De otro modo hubiera notado que la puerta se movía como si sobre ella se apoyara algún cuerpo humano.

Sin duda el criado de la posada le estaba espiando por el agujero de la cerradura.

Alejandro no percibió aquel detalle, y siguió trabajando con ardor durante una media hora.

En ese espacio de tiempo la diminuta máquina fué tomando forma poco a poco, y sus piezas y engranajes uniéndose unos a otros.

Poco faltaba ya para que Alejandro acabase de arreglarla cuando sucedió una cosa que hizo cambiar por completo la escena.

La cerradura de la puerta crujió como si en ella hubiesen introducido una llave; el estudiante, al apercibirse de ello, de un salto se colocó en el centro de la estancia, y aquélla por fin se abrió, dejando ver sobre el dintel al mozo de la posada y a un grupo de hombres con uniforme militar.

Alejandro dióse inmediatamente cuenta de la situación. Conoció que era la policía que venía a prenderlo, y no estando dispuesto a entregarse, metió la mano en uno de los bolsillos del pantalón y sacó un revólver y apuntó con él a uno de los polizontes que llevaba insignias de capitán.

—Daos preso en nombre del Czar — dijo éste con voz enérgica, y al mismo tiempo arrojóse sobre el estudiante, que con el deseo de defenderse disparaba su revólver.

El capitán al arrojare sobre el nihilista desvió el brazo de éste, y la bala fué a clavarse en el techo.

Alejandro no pudo ya resistirse.

Sintióse agarrado por un sinnúmero de brazos que le arrojaron bruscamente al suelo para atarle de manos y hacerle salir a empellones de la estancia.

Al salir vió una cosa que le hizo experimentar una fuerte emoción.

El capitán tenía entre sus manos la maquinilla que él había dejado sobre el lecho, y murmuraba:

—No andaba' yo desorientado en mis sospechas. ¡Una máquina infernal! Me lo imaginé desde el primer instante. Este es el mecánico que la construye, falta ahora el químico que la llena. Conduzcamos a este joven al cuartel y después iremos en busca del viejo nihilista.

...

A las once de la noche, el profesor Martens estaba en su biblioteca leyendo el periódico clandestino de la asociación, cuando sonó un golpe de aldabón en la puerta de la calle.

—A estas horas —murmuró el viejo— no puede ser más que algún compañero que me necesita. Mi sirvienta Iwana se encargará de abrirle.

Y abandonó la lectura para aguardar al recién llegado. Pasaron algunos instantes sin que nada viniese a turbar el silencio de la noche, hasta que de pronto la escalera de madera que conducía a la biblioteca desde el piso bajo, comenzó a conmoverse con un buen número de fuertes pisadas.

Aquello alarmó a Martens, pues al momento pudo conocer que eran muchos los que subían.

Levantándose del sillón fué a abrir la puerta de la biblioteca, y apenas esto hizo cuando vió ante sí los fieros rostros y los chacos de los agentes de policía.

—¿Qué queréis, señores? — dijo el profesor bastante sorprendido.

—En el nombre del Czar daos preso — contestó adelantándose el capitán.

—¿Y qué motivo hay para ello?

—Estáis acusado de maquinar contra la vida del amado padre. Tenemos prueba de ello. Al oir esto el viejo Martens transformóse por completo. Sus terribles ojuelos centellearon, su roja melena se erizó, y con la actitud de la fiera que se dispone a la defensa, fué retrocediendo hasta llegar a su mesa de estudio.

—Dejaos de resistencias —dijo el capitán—. Venimos dispuestos a reduciros a prisión como a Alejandro Ischerkassy, y además a registrar vuestra casa para ver si damos con cierta substancia explosiva, con la que sin duda pretenderíais cargar la máquina de vuestro amigo el mecánico.

Y al decir esto, los agentes de policía, precedidos por su jefe, penetraron hasta la mitad de la estancia revólver en mano y apuntando a Martens.

Este, al oir las últimas palabras del capitán y ver que con los suyos avanzaba en actitud hostil, transformóse hasta adquirir un aspecto horrible.

—¡Cómo, miserables! —gritó con voz ronca—. ¿Queréis apoderaros de mi invento? Esto es imposible. Me cuesta muchas inquietudes y desvelos, y no sois vosotros los destinados a apoderarse de él. Además es mi alegría, es mi medio de alcanzar la gloria. ¡Ay de aquel de vosotros que pretenda apoderarse de mi invento!

Y el viejo al hablar así gesticulaba como un energúmeno, y agitaba furiosamente los brazos que a la luz de una mezquina lámpara que alumbraba la estancia, semejaban garras de un enorme pulpo dispuesto a enroscarse.

Los agentes de policía, sin hacer caso de sus palabras y fiados en la superioridad numérica, avanzaron dispuestos a apoderarse del viejo a viva fuerza.

Entonces éste gritó con voz potente:

—¡Cobardes! Me atacáis viéndome solo y desarmado, pero vais a ver cómo se defiende un hombre de ciencia. ¿Queréis conocer mi invento?, pues voy a cumplir vuestro deseo. Disponeos a volar por el espacio en compañía de medio San Petersburgo.

Y el viejo, al decir esto, tocó el resorte oculto en la pared, y abalanzóse al armario secreto que se abrió rápidamente.

El capitán, al ver los numerosos frascos y redomas que aquél contenía, comprendió la intención del profesor, vió que éste iba a coger uno de los botes, temió por su vida y la de muchos, y oprimiendo el gatillo de su revólver hizo fuego sobre Martens.

Las paredes se conmovieron con el ruido de la detonación, y el profesor, dando un rugido, cayó muerto con la cabeza destrozada sobre la piel de oso que cubría el pavimento junto a la mesa.

Apenas esto sucedió, oyóse un grito dado al otro extremo de la casa, y a los pocos instantes una mujer medio desnuda penetró corriendo en la estancia.

Era la hija de Martens. Al ver el cadáver y la sangre de su padre, su rostro perdió su grave dulzura para animase con la feroz expresión propia del que le dió el ser, y con acento desgarrador exclamó:

—¡Asesinos! ¡Miserables!

Después, como si se ahogara por momentos, su pecho se agitó rápidamente, y por fin estallando en sollozos cayó de rodillas junto al cadáver de su padre, al que abrazó fuertemente.

Entonces el capitán acercóse a ella, y poniéndole sobre uno de los hombros su tosca mano, dijo con acento frío:

—Catya Martens, pertenecéis a la asociación nihilista y sois cómplice del atentado que aquí en vuestra casa se preparaba contra el Czar. Sois por lo tanto enemiga del orden. Vestios y seguidme.

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