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Capítulo 3
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Biografía de Vicente Blasco Ibáñez en Wikipedia | |
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
Un idilio nihilista |
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III Cuando Alejandro penetró en su habitación de la posada, arrojó su tulupa y la gorra al suelo, y se pasó las manos por la frente como aquel que pretende arrancar de su pensamiento una preocupación. A pesar del frío y de la nieve, su rostro estaba sudoroso y tenía todo el aspecto del que está sufriendo una penosa gestación cerebral. El joven estudiante estaba excitado por las palabras del viejo Martens. El profesor había mezclado a su habitual frialdad una gran dosis de entusiasmo, y Alejandro a impulsos de éste agitaba su cerebro con oleadas de pensamiento, y buscaba aún en los últimos rincones de su imaginación el medio de inventar aquella diminuta máquina que sirviera como de complemento a la substancia explosiva de Martens. El deseo de ser útil a sus hermanos le dominaba; además se sentía víctima de otra preocupación. Catya le había impresionado bastante. Alejandro era un hombre completamente virgen de las pasiones de la juventud. Primeramente los estudios, y después las cuestiones nihilistas habían absorbido toda su existencia. Alejandro nunca había sido joven. A todos los que con él hablaban les causaba gran extrañeza aquel rostro fresco y lozano, que jamás se descomponía a impulsos de una sonrisa. Sus amores habían sido los libros y la mecánica, y toda su correspondencia cariñosa se había limitado a las cartas que de vez en cuando remitía a su madre. Amaba una sola cosa: la Rusia; pero con un amor fanático y tranquilo, con un amor semejante en sus fines al del médico que amputa un miembro al cliente con objeto de salvarle de la muerte. Catya, la hija de Martens, como antes hemos dicho, produjo alguna impresión en el ánimo de Alejandro. Éste se extrañaba verdaderamente de aquello. Se decía interiormente que era una niñada impropia de hombres serios, pero de continuo veía en su memoria con los ojos del pensamiento aquel rostro hermoso aunque grave, aquellos ojos azules y profundos, aquella cabellera rubia y reluciente, y sobre todo aquella frente tersa cuya fina piel había rozado con los labios. Aquel pensamiento era el que le preocupaba fuertemente, borrando al mismo tiempo de su imaginación parte de la actividad desplegada para encontrar el apetecido invento mecánico. Alejandro luchaba interiormente para despojarse de aquel recuerdo que le impedía encontrar la forma de la máquina que deseaba Martens. Por fin, llamando en su auxilio las palabras de éste que aún vibraban en su oído, pudo lograr la victoria. Acordóse de Rusia, del Czar y de sus hermanos de asociación, y la imagen de Catya borróse por completo de su memoria. Lleno de fe púsose a pensar en el futuro invento, y para ensimismarse mejor y concentrar sus facultades en la misma idea, sentóse sobre el viejo arcón y apoyó su cabeza entre las rílanos. Largo tiempo permaneció así, y su cerebro trabajó sin cesar a impulsos del deseo. Todos los sistemas mecánicos desfilaron ante su pensamiento, acompañados de un verdadero ejército de muelles, tornillos, espirales y engranajes. De vez en cuando el joven se acordaba del viejo profesor, y del recuerdo de éste pasaba al de su hija; pero apenas esto sucedía, llamaba en su auxilio a las ideas patrióticas, y la mecánica volvía a presentarse con toda su esplendidez. Alejandro hacía trabajar mucho a su pensamiento. Las venas de su frente se hinchaban como bajo el poder de una idea secreta, y sus sienes latían cual si no pudieran resistir las agitaciones continuas del cerebro. Por fin el rostro del joven se iluminó con una expresión de alegría que no llegó a convertirse en sonrisa, y sus ojos brillaron con el gozo del sabio que ha encontrado la solución de un problema. Alejandro había dado con el invento destinado a satisfacer los deseos de Martens. Entonces su pensamiento, completamente libre de las meditaciones científicas, volvió a fijarse en la hija de aquél. El estudiante llegó a asustarse de esto. —¿Estaré yo enamorado? — se preguntó con extrañeza. Y luego, como para disipar el sobresalto que esta misma pregunta le causaba, murmuró: —Vamos a comer; estos pensamientos no son más que delirios hijos de la debilidad del estómago y de la fatiga intelectual. Y Alejandro, después de decir esto, salió de la habitación y siguió a lo largo de la galería hasta llegar al comedor de la posada. |
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