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O.HENRY

(William Sydney Porter)

"El sueño"

Biografía de O. Henry en Wikipedia

 
 
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El sueño
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Murray tuvo un sueño.

La psicología y la ciencia vacilan cuando intentan explicarnos las aventuras de nuestro propio ser inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.

Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocución tendría lugar a las ocho de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.

En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó como responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las ocho.

Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Bonifacio, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.

La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:

-Eh, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?

-Muy bien, Bonifacio -dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.

-Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez allá donde van a enviarnos.

La estoica broma de Bonifacio, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Bonifacio le quedaba todavía una semana de vida.

Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Len -no, eso era antes- ahora era el reverendo Leonard Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.

-Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel -dijo, al estrechar la mano de Murray. En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta. Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía que decir.

Los presos llamaban a este pabellón de 7 metros de longitud y casi 3 de ancho, Calle del Limbo. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:

-Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.

Murray bebió de la botella.

-¡Buen chico! -dijo el guardia-. Un buen calmante y todo irá suave como la seda.

Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo; había aprendido que cuando uno era privado de alguno de los sentidos lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las ocho y que Murray iría a la silla a las ocho. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una aristocracia del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña, y a la serpiente.

Por eso, de los siete, solo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor entre los guardias: Bonifacio, Marvin, que al intentar una evasión había matado a un guardia, y Bassett, el ladrón del tren, que tuvo que matar porque un inspector no quiso levantar las manos cuando él le ordenó que lo hiciera. Los otros cuatro guardaban humilde silencio en sus celdas, sin duda sintiendo el ostracismo social en la sociedad de la calle del Limbo de una forma más aguda que cuando recordaban sus ofensas a la ley.

Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...

Aquí, en la mitad de una frase, la mano de la muerte interrumpió el relato de la última historia de O. Henry. Él había planeado que ésta fuera diferente de las demás suyas, el comienzo de una nueva serie con un estilo que no había experimentado con anterioridad. "Quiero mostrar al público" dijo, "que puedo escribir algo nuevo, - una historia sin argot, una historia dramática cuya trama se desarrollará de manera tal que el resultado será lo más cercano a mi idea de lo que es escribir". Antes de comenzar a escribir el presente relato esbozó brevemente como iba a desarrollar la trama. Murray, el criminal acusado y condenado por el brutal asesinato de su amada - un asesinato incitado por un ataque de celos - en un primer momento se enfrenta a la muerte con calma, y según todas las apariencias, indiferente a su destino. A medida que se acerca a la silla eléctrica lo invade una ola de sentimientos de repulsión. que le dejan aturdido, estupefacto, atónito. Toda la escena en la habitación de la muerte, - los testigos, los espectadores, los preparativos para ejecución - se convierten en irreales para él. Pensó que un terrible error se estaba cometiendo. ¿Por qué lo están atando a la silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? En el momento en los que las correas están siendo ajustadas una visión le viene a la mente. Sueña un sueño. Él ve una pequeña casa de campo, brillante, iluminada por el sol, situada en un campo de flores. Una mujer y un niño están ahí. Él habla con ellos y se da cuenta de que son su esposa, su hijo y su casa. De modo que es un error. Espantosamente alguien ha cometido un terrible error. La acusación, el juicio, la sentencia, la condena a muerte en la silla eléctrica... es todo un sueño. Abraza a su esposa y besa al niño. Si, aquí está la felicidad. Fue un sueño. Entonces, a una señal, el oficial de la prisión dió la corriente a la silla eléctrica.

Murray había soñado el sueño equivocado.

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