- V -
Tuvieron así los años,
uno, dos, tres, hasta siete,
embozada en el misterio
aquella impensada muerte.
En vano acudieron pronto
vecinos a socorrerle,
para vengarle los hombres,
para mentir las mujeres.
En vano salieron unos
casi desnudos a verle,
y otros salieron jurando,
armados hasta los dientes.
Nada sirvieron entonces,
ni jubones ni broqueles;
Medina quedó sin vida,
y sin justicia el aleve.
En vano son las pesquisas
de los irritados jueces,
en vano son los testigos,
las citas y los papeles.
En vano el caso averiguan
una, dos, tres, quince veces;
cada vez más se confunden
los golillas y corchetes.
En vano sobre la rastra
anduvieron diligentes
olfateando la presa
los alanos de las leyes;
porque todos son testigos,
todos declaran contestes,
todos son los agraviados,
mas ninguno delincuente.
Hubo alborotos por ello,
y pendencias más de veinte;
mas Pedro, quedó sin vida,
y sin justicia el aleve.
Catalina le lloraba,
desconsolada y doliente,
minutos, horas y días,
noches, semanas y meses.
Un año estuvo en el lecho
con accesos de demente,
y un año a su cabecera
veló Juan Ruiz sin moverse.
Dio con la puerta en los ojos
a padrinos y parientes,
diciendo: «Mientras yo viva,
no faltará quien la vele.»
Y en vano le murmuraron
de tal conducta las gentes;
Juan se mantuvo constante
a la cabecera siempre,
sin que a sondear su alma
alcanzara algún viviente
a través de la reserva
y el misterio que mantiene.
Curóse al fin Catalina,
y el tiempo, que tanto puede,
siendo remedio y sepulcro
de los males y los bienes,
volvió la luz a sus ojos,
y el pudor volvió a su frente,
y el talismán de la risa
a sus labios transparente;
y salió ufana, diciendo
a cuantos por verla vienen
que la vida con que vive
sólo a Juan Ruiz se la debe.
Éste, a pretexto de amigo
del triste que en polvo duerme,
no se aparta de su lado
hasta que la noche viene.
Entonces a lentos pasos
la esquina inmediata tuerce,
y en las revueltas del barrio
como un fantasma se pierde.
Mas no faltó en él alguno
que a media voz se atreviese
a decir que cuando pasa
por ante el Cristo se tiene,
y el embozo hasta los ojos,
el sombrero hasta las sienes,
cruza azaroso la calle,
como si alguien le siguiese.
En estas conversaciones,
cada vez menos frecuentes,
pasaron al fin los años,
uno, dos, tres, hasta siete. |