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José Zorrilla en AlbaLearning

José Zorrilla

"La leyenda de Don Juan Tenorio"

XVII

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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.1 (Andante espressivo)
 
La leyenda de Don Juan Tenorio
OBRAS DEL AUTOR

Leyendas:

A buen juez mejor testigo
La leyenda de Don Juan Tenorio
Para verdades el tiempo, para justicia Dios

Poemas:

La orgía
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Poesía
<< - XVII - >>

  Don Luis Tenorio era entonces
lo que Quevedo llamó
después un loco repúblico
y de gobierno, y lo que hoy
se llama un hombre político,
de su edad observador
y que la juzga según
la experiencia que adquirió.
De la marcha de su siglo
habiendo en observación
pasado toda su vida,
más que otros conocedor
del origen de los hechos
que habían a su nación
traído al indescriptible
desorden en que él la halló,
juzgaba del porvenir
conforme a la deducción
que de sus bien o mal hechas
observaciones sacó.
   Revuelta tierra era España:
y de tal revolución
no podía ir más que al caos
si no la salvaba Dios.
   Don Luis, que era algo filósofo
y hombre de hechos, no fió
nunca en que hiciera por locos
un milagro el Creador.
Si los grandes de Castilla,
llevados por la ambición
de riquezas y de mando,
obraban con poca pro
de la patria y despeñándola
iban a su perdición,
no había otra vez por ella
de bajar el Redentor.
Dios, que les dio buena tierra
e inteligencia les dio,
lo que hará será juzgarles
según usen de su don.
Así que don Luis, que nunca
que trastornara esperó
Dios por Castilla las leyes
que rigen la creación
y la humanidad, remedio,
si es que le había, buscó
en los gérmenes vitales
de aquella generación.
Así que al ver que Isabel
de Castilla se casó,
fugándose de la corte,
con Fernando de Aragón,
a ver para el porvenir
la influencia comenzó
que iba a tener para España
su grande unificación.
Mas viendo que solamente
podía dar a los dos
poder para realizarla
de ambos pueblos el amor,
y que para granjear este
tenían por precisión
que dar a sus elementos
un impulso superior:
dar a sus discordes pueblos
con una nueva impulsión
una idea y una gloria
nuevas, que haciendo mejor
su condición, absorbiesen
su interés y su atención
en un nuevo fin que uniese
su fe, su fuerza y su honor:
y comprendiendo que sólo
podía la religión
llevar a España entusiasta
de aquellos reyes en pos,
previó que de aquella próxima
cierta regeneración
tendrían que hacer los reyes
del clero el primer motor.
Por lo que se ve, don Luis
se encontraba en condición
de juzgar su era y hubiese
hecho un buen compilador.
Se ve que don Luis miraba
su edad con ojo de halcón,
con filosófico juicio
y cálculo previsor;
mas, hombre al fin, al hacer
individualización
de sus ideas, su círculo
para sí empequeñeció,
y del partido pedrista
siendo, tuvo en su opinión
que ser por necesidad
parcial cuando en sí tocó.
Don Luis era hombre mundano:
tenía al clero rencor
porque el clero no fue amigo
del rey a quien él amó.
Don Luis tenía a los frailes
inquina grande, y mayor
a los frailes sus vecinos,
quienes, desde que pasó
a los Tenorios la casa
y por sus lazos de unión
con Ulloas y Mejías,
a los Tenorios mejor
tampoco querían; breve
en su fina apreciación
del porvenir, a los frailes
don Luis Tenorio temió,
porque un odio de familia
lo extingue una variación
de ideas o de individuos,
o el generoso valor
heroico de uno de ellos
que a los suyos de sí en pos
arrastra, por el efecto
de un generoso perdón
y de su virtud heroica
que sus almas arrastró:
los odios de estirpe ahogan
la fe, el tiempo y el honor.
Pero los odios de clase
y los de corporación
y comunidad no ceden
a influjo alguno exterior
de fe, generosidad
ni entusiasmo ni valor;
las corporaciones tienen
cuerpos, mas sin corazón,
interés sin sentimientos,
y sus odios y su amor
gérmenes de su existencia
y de su instituto son.
Don Luis sabía esto bien
en aquel tiempo, como hoy
sabemos el gigantesco
poder de la asociación.
Don Luis aun en este juicio
conservaba el superior
instinto y golpe de vista
que le caracterizó:
mas don Luis, hombre mundano
y de poca religión,
como suelen ser los hombres
que, mirando en derredor
de sí, buscan en la tierra
de sus hechos la razón,
juzgó a los hombres de iglesia
mundanamente, y erró
de las cosas eclesiásticas
al hacer apreciación
y al juzgar él, hombre lego,
a los siervos del Señor.
En la santa teología
quiso meter su razón
y corregir, sin ser teólogo,
a los ministros de Dios,
y es sabido que mal siempre
la humana razón juzgó
a los a quienes alumbra
la divina inspiración.
Y es claro que de esta lucha
de Jehovah con Astharoth,
de la luz con las tinieblas,
de la fe con la razón,
la razón humana siempre
fue vencida y sucumbió
como quien lidia con armas
malas por causa peor.
Lo mismo siempre sucede,
sucederá y sucedió
al que ve las cosas santas
por el prisma del error.

Mas ¡qué diablos!.. este libro
es leyenda y no sermón,
es un cuento y no discurso
de diputado hablador
que hace, aspirando a ministro,
al gobierno oposición:
y el autor que sólo el título
de poeta ambicionó,
la corta porque no quiere
ni aun en esta digresión
mostrar pujos de político
ni humos de predicador.

   Diez días después de ida,
don César su habitación
ponía en los aposentos
que su cuñada ocupó.
Estorbárselo intentaron
sus hermanos y el doctor
con juiciosas reflexiones
que don César no escuchó.
Dijo que él de los Tenorios
era el jefe y el mayor
ya, y que era derecho suyo
semejante instalación:
pues cuando tal fue la expresa
voluntad del fundador
de su casa, era evidente
que por algo la expresó.
En fin, por no ocasionarle
un acceso de furor
y respetando la extraña
póstuma disposición
del copero de don Pedro,
sometiéronse los dos
hermanos a lo que no era
al fin una sinrazón.
Lo que al médico inspiraba
y a sus hermanos temor
en tal mudanza, era sólo
el creer que su mansión
en las cámaras que un tiempo
la fugitiva habitó,
usando sus mismos muebles,
percibiendo aún el olor
de los perfumes que usaba
y de los cuales quedó
impregnado el aposento
en donde hacía labor,
y la alcoba en que dormía
y el espléndido salón
do solía recibirle
y el alegre comedor
ornado aún con su vajilla,
lleno aún con profusión
de flores y candelabros
su labrado aparador,
y en fin la vista perpetua
de aquel funesto balcón
por donde el ramo agresivo
de un Ulloa recibió,
no hicieran en su cerebro
una funesta impresión
y una influencia maléfica
que hiciera su mal peor.
Porque no cabía duda:
había en el corazón
de don César un misterio,
un gusano roedor,
un secreto mal velado,
una incendiaria pasión,
un volcán, en fin, de inmensos
odios o de inmenso amor.
Mas con asombro de todos
don César tranquilo entró
y se aposentó en sus cámaras,
la más mínima emoción
sin dejar ver en su faz
ni apercibir en la voz,
y de ella y de lo pasado
sin volver a hacer mención.
Tranquilizóles tal calma
y a la par les inquietó,
porque don César no era hombre
de cambiar de condición
ni de renunciar tranquilo
a una venganza que ansió
siempre, de amor o de odio
sin una oculta intención.
Comoquier fuese, don César
desde que Beatriz partió
pareció un poseso libre
de diabólica obsesión,
como un loco a quien un filtro
largo tiempo trastornó,
cuya influencia cortárase
de algún remedio a favor.
De cualquier modo, don César
en su nueva habitación
por algo que nadie alcanza
hombre nuevo se tornó.
Y en verdad que si el estar
bien alojado es razón
de mejorar de salud
y de estar de buen humor,
no era extraño que a don César
le pluguiera la mansión
de aquellas nobles estancias
que Don Pedro aderezó
con un gusto tan artístico
y lujosa ostentación
y en las cuales invitamos
a penetrar al lector,
aunque le parezca plano
que un arquitecto trazó,
o de gula de viajeros
minuciosa descripción.

   Mas tal es de las leyendas
el privilegio: su autor
va por donde se le antoja,
que vaya bien o que no.
Poema de nuestro siglo
destartalado, invención
romántica de moderno
cuño, aun no le reselló
con reglas un Aristóteles
de academia; que, doctor
en ciencia ajena, de suyo
nada supo ni inventó.

   De los Tenorios la casa
solar su real donador
con torres por sus cuatro ángulos
macizas apilaró:
las cuales dando por dentro
al edificio vigor,
le dan además por fuera
bizarra decoración.
   Ocupando la mitad
de su fachada exterior
que da a la plaza, y cogiendo
toda entera la extensión
de su ala izquierda, del área
total de su cuadro dio
la mitad a esta vivienda
puesta en el piso de honor.
Siendo árabes bizantinos
su estilo y su construcción,
tiene todas las bellezas
y defectos de los dos;
fábrica por demás sólida,
muros de grande espesor,
labores, alicatados
y tallas con profusión:
comodidad no muy grande,
pero amplitud... sin temor
de mentir puede un torneo
darse en cada habitación.
La de que tratamos, la
que Beatriz abandonó,
de uno de los cuatro ángulos
apoyada en el torreón,
abierta por dentro al patio
del homenaje o de honor
por una ancha galería
que Don Pedro avidrieró,
consta de una amplia antesala
do se abre a un primer salón
de espera, estucado de árabe
comarágica labor:
y sabido es que Don Pedro
a los moros empleó
en labrarle sus alcázares:
en Sevilla aún se ven hoy.
Paso este salón de espera
abre por un corredor
a la cámara del baño,
que es de pórfiro un tazón.
Luego hay una sala de armas,
arsenal proveedor
de todas las que aquel tiempo
de Fierabrases forjó.
Al fin, con tres grandes luces
sobre un jardín posterior,
está el comedor, servido
por un torno que, impulsión
dando a un contrapeso, trae
desde el oficio inferior
los manjares; con lo cual
no hay paje que en ocasión
de escondido huésped, cita
o antojo de su señor,
sepa quién come con él
ni oiga su conversación.
De rica vajilla henchido,
un inmenso aparador
da frente a una chimenea
en cuyo hogar se quemó
alguna vez medio roble,
y cuya ornamentación
es curiosidad artístico
de imponderable valor.
Sus dos morillos de bronce
son la representación
de dos galgos que tendidos
esperan a su señor,
y aunque esto es lujo excusado
donde la fría estación
es primavera en el Norte,
es adorno de rigor
en las mansiones feudales,
donde las veladas son
en familia y hechas siempre
del hogar en derredor.
Mas útiles en Sevilla,
doña Beatriz dejó
colgados en los remates
del tallado aparador
dos abanicos de sándalo
de la asiática región
con los cuales dos esclavas
la daban aire y olor.
Del salón de espera se entra
por un dorado portón
a otro cuya alta techumbre
casetonada es de boj
incrustado en cedro y ébano,
de plata con clavazón;
vístele cuero de Córdoba
que allá guadameciló
el arte moro, y la alfombra
blando tapiz de Lahor,
ofrenda que el rey Bermejo
con la cabeza pagó.
Desde este salón se pasa
al en que se abre el balcón
en donde el ramo de Ulloa
doña Beatriz recibió.
Allí estaban sus labores
y el laúd a cuyo son
vibraba el aire aromado
por su aliento, con su voz.
Allí estaban, ya no están;
consigo se los llevó;
hoy no hay ya más que los muebles
donde formaron montón.
Casa de que mujer bella
se fugó, dice un doctor
persa que es jaula vacía
de la que el pájaro huyó;
y tras ave y mujer queda
el vacío; y la impresión
de la vista del vacío
da frío en el corazón.
En esta cámara está
la alcoba en que ella durmió,
cerrada con dos vidrieras
de quien las ve admiración.
Son de ese extraño mosaico
de cristales de color,
hecho con miles de piezas
de prolija trabazón.
Como alas de mariposa
pintadas y con primor
ensambladas, como en hilos
de telarañas, aún son
timbres de artistas vidrieros
que son artesanos hoy:
artistas que hizo la antigua
masónica asociación
que fue la que esas católicas
catedrales fabricó
que al alma infunden poética
y religiosa emoción.
La alcoba era un camarín
que el rey Don Pedro mandó
labrar tal vez con intento
de hacerle nido de amor;
mas su delicioso asilo
tal vez nunca cobijó
más que sueños negros, hijos
de alguna mala pasión.
De este salón hay abierto
en el muro posterior
un postigo que festona
una aljamiada inscripción
en cúficos caracteres;
pero en idioma español
dice que aquella es la puerta
del cuarto que reservó
para sí el rey que a su súbdito
tan espléndida mansión
el año de mil trescientos
cuarenta y seis regaló.
Daba entrada a un gabinete
el cual me pesa al lector
no abrir... porque de su llave
don César se apoderó
desde el día que se puso
de su cuarto en posesión
y hay que esperar a que él le abra
el día que esté de humor.
   Tal era la hereditaria
y casi regia mansión
en que don César, ya jefe
de su casa, se instaló.
Siempre con su idea fija
y de ella con aprensión
sin duda, aunque de ella nadie
por entendido se dio,
dos fieles criados puso
de su alcoba en rededor;
uno de aquel gabinete
al umbral, y en el salón
inmediato otro, aunque quien
tal medida aconsejó
e insistió en que se observara
semejante precaución,
fue el médico, que temía,
de su mal conocedor,
algún acceso nocturno
de febril exaltación.
Don César no estaba aún sano:
aún le molesta una tos
nerviosa que le amenaza
con una sofocación,
y aún en postura supina
respira, aunque sin dolor,
mal, sintiendo el mal servicio
de la tráquea y el pulmón.
Cada día, a pesar de esto,
iba de bien a mejor
y ya no tomaba más
que una calmante poción
que al dormir y al despertar
el doctor le recetó,
y que a ojos vistas le daba
tranquilidad y vigor.
Ya salía sin apoyo
de brazo ajeno, aunque en pos
llevando un criado fiel
por prudente precaución.
   Y así pasó una semana
y así noviembre pasó
y nadie de lo pasado
volvió ante él a hacer mención;
ni él a doña Beatriz
ni a Per Antúnez mentó,
y olvidado todo ya
parecía en conclusión.

   A mediados de diciembre,
el trece al ponerse el sol,
con su esclavina, sus conchas,
su calabaza y bordón,
ver con instancia a don César
pidiendo se presentó
un peregrino vulgar
del palacio en el portón.
Volvía de su paseo
aquél, y en cuanto le habló
con él se metió en sus cámaras.
Estaban ojo avizor
sus hermanos para asirle
cuando se fuese; mas no
lograron su intento, pues
César en conversación
volvió con el peregrino
a salir, y enderezó
con él hacia el río, donde
vogando a una embarcación
que zarpaba para Cádiz,
de ella a bordo le dejó
sin dar ni de su venida
ni de su ida explicación.

Pero hubo otra inexplicable
circunstancia, y fue que en pos
de sí traía don César,
cuando a su casa volvió
al anochecer, un mozo
cargado con un cajón
que parecía pesado,
y que en su cuarto metió.
Que hiciera compras don César
no era cosa que en rigor
pudiera causar asombro;
mas lo que sí lo causó
fue que desde aquella noche
echó de su habitación
a sus criados, y en ella
como Beatriz se encerró.
Pero antes que la sorpresa
que tal determinación
causó a todos, a don Luis
asombró un hecho anterior,
pues no fue aquel todavía
el más extraño, sino
el de que don Luis echando
tras del mozo del cajón,
lo que en el cajón había
traído le preguntó,
y él dijo sencillamente
sin miedo o vacilación:

«Útiles de carpintero
y de herrero. -¡Vive Dios!,
dijo don Luis, que si a burlas
te atreves, villano... -Yo
respondo a vuestra pregunta
como Dios manda, señor.
Mi padre comercia en fierro
y herramientas; y el cajón
contiene sierra, martillo,
lima, destornillador,
tenazas, cepillo, pinzas,
cortafrío, hacha, formón;
todo doble y del tamaño
que ha pedido el comprador.»
   Don Luis quedó estupefacto
al oír tal relación,
y el mancebo, aprovechándose
de su asombro, se marchó
sin comprender de aquel hombre
la ira ni el estupor.

   Don César, en cuanto a solas
en su cuarto se quedó,
como con prisa y urgencia,
mas sin precipitación,
del rey Don Pedro al postigo
(sin atender al primor
de su rica entalladura)
hoja y quicio barrenó.
Atornilló en los taladros
de cada uno de los dos
cuatro armellas cuyos ojos
uno sobre otro ajustó;
metió en ellas de un candado
de mástil el espigón;
encajó en él la manija;
dio vuelta a su pasador
con la llave; de lo sólido
de lo hecho se aseguró;
y quedando satisfecho
de la tal operación,
dijo, de su idea fija
sin ceder: «Esto es mejor;
de nadie así necesito;
a nadie parte así doy
del secreto; madriguera
de dos bocas, si el hurón
por la otra entra, que no husmee
por la que he cogido yo.»
Desnudóse; bebió un vaso
de su calmante poción,
y guardándose en el pecho
su secreto, se durmió.

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