El secreto de don César
era una carta traída
por el peregrino: entonces
aún la posta no existía.
Las cartas de entonces eran,
puesto que tampoco había
entrado el papel en uso,
de pergamino una tira
que se enrollaba y se ataba
con un cordón o una cinta
cuyos cabos con un sello
o con muchos se cogían.
Algunas veces las cartas
en que iban secretos, iban
ocultas en canuteros
de diminutas medidas,
que esconder e introducir
fácilmente se podían
en objetos necesarios
y por estrechas rendijas.
El peregrino trajo ésta
de una manera sencilla
entre el regatón y el asta
de su bordón escondida.
Y aquí, aunque para los cultos
no hay necesidad maldita
de dar de tal portacartas
explicación más explícita,
como hay aún gente cándida
que ignora ciertas cosillas
que no menciona la historia
por gentes de iglesia escrita,
voy yo a decirla unas pocas
palabras explicativas
sobre peregrinaciones,
romeros y romerías.
Lo mismo entonces que ahora,
desde la primer basílica
de Roma hasta la más pobre
ermiteja de Castilla,
o rentas o donaciones
de ánimas caritativas
para hacer y sostener
su fábrica necesitan.
Todo por santo que sea
lo que en la tierra edifica
el hombre, es obra de tierra
y se hunde si no la cuida.
Conque no habiendo hecho Dios
el milagro todavía
de dar ni al de Salomón
un ser con que por sí exista,
a templo alguno en el mundo,
hay necesidad precisa
de acudir a mantenerlos
como cuanto se fabrica.
Así que, como hoy entonces,
mas sobre todo en la antigua
edad de la propaganda
católica primitiva,
donde no daban millones
los reyes, o no morían
millonarios que los dieran
al morir para erigirlas,
para alzarse y sostenerse
desde la primer basílica
romana hasta la más pobre
ermiteja de Castilla,
empleando humanos medios
y recurriendo a medidas
y arbitrios, si no mundanos,
propios del mundo, solícitas
se procuraban, compraban,
labraban o descubrían
antiguas y legendarias
imágenes o reliquias.
Al fin siempre hacían éstas
un milagro o maravilla,
y las almas que en su fe
candorosa de Dios fían
en que las dé lo que haber
les mandó Dios por sí mismas,
al rumor de estos portentos
de las imágenes, iban
a ver si de sus milagros
eran las favorecidas.
Los Obispos de sus diócesis,
los Papas desde su silla,
a las reliquias e imágenes
indulgencias concedían,
instituyéndose fiestas,
jubileos, romerías
y épocas para ganarlas,
y a ganarlas acudían
desde lejanas comarcas
de peregrinos cuadrillas.
Y ¡cuenta! que en lo que llevo
dicho hasta aquí no hay de crítica
ni la intención más remota;
antes creo que existían
razones para dar vuelo
a estas piadosas hégiras
naturales, necesarias,
apremiantes y legítimas;
porque la España de entonces
sola con su fe impedía
lidiando que no invadiese
a Europa la grey muslímica;
y todo cuanto a inflamar
esta fe contribuía,
bien merecía pasarse
sin ponerle cortapisas.
Pero en las fiestas sagradas
de estas peregrinerías
se metió el diablo, que en todo
mete la pata y lo vicia,
metiendo a los mercaderes
por fuerza de la partida,
y es claro que la fe acaba
do empieza la granjería.
Que fueran por devoción
o por falsa hipocresía
o por lucro comercial
o por pasarse la vida
alegremente, del aire
mantenerse no podían
los peregrinos devotos
de estas fiestas peregrinas.
La fiesta paraba en feria,
y aparte la santa misa
y la procesión, el resto
más tenía aire de orgía.
Instalábanse en el campo
de la fiesta las cocinas
al aire libre, los puestos
de hojuelas y de rosquillas,
de panecillos y pastas,
fiambres y golosinas
más o menos necesarias,
más o menos nutritivas,
más o menos indigestas,
más o menos exquisitas,
más o menos exigentes,
con el jugo de las viñas,
perseguidor de las penas
y padre de la alegría.
A sombra de este comercio,
necesidad de la vida,
vileza ruin inherente
a nuestra humanidad mísera;
a sombra de aquellos puestos
de aloque y de golosinas,
se instalaban los del santo
o de la santa bendita
con su imagen hecha en barro
o encerrada en capillitas
o presentando sus hechos
en aleluyas ridículas
metidas entre cacharros,
silbatos y campanillas
para ahuyentar al demonio
que se hace el sordo al oírlas,
y de otras mil olvidadas
piadosas baratijas
más o menos ortodoxas,
más o menos prohibidas
más tarde por los concilios
y las bulas pontificias.
Mas como gasto y limosnas
los peregrinos hacían,
y al santuario donaciones
y almas ofrendas votivas,
entre la fe y la farándula,
la devoción y la chispa,
la procesión y las danzas,
el rosario y las palizas,
se hacía el lugar famoso
y el pueblucho y la capilla
paraban en ciudad franca
y en catedral suntuosísima.
Los peregrinos de entonces,
que andaban a pie y sufrían
o vagos o penitentes
desventuras positivas,
gozaban de ese respeto
que naturalmente inspiran
la fe y las personas santas,
las que a penitencias rígidas
se condenan y las que
a obras santas se dedican.
Los verdaderos devotos
que de buena fe creían,
propalaban por el mundo
en leyendas aprendidas
de memoria, y en cantares,
de aquellas milagrosísimas
imágenes los portentos
hechos de otros a la vista;
y de aquella edad creyente
las poblaciones sencillas
les guardaban sus inmunes
fueros y prerrogativas.
De aquí fue que a peregrinos,
más que con fe con malicia,
se echaron muchos que al diablo
en nombre de Dios servían.
Y en aquella edad revuelta
de contiendas intestinas
y de guerras religiosas,
de peregrinos vestían,
como los arrepentidos
penitentes y eremitas,
los mensajeros, los prófugos,
los amantes, los espías
y cuantos necesitaban
ocultarse o mudar clima
por huir de una venganza
o burlar a la justicia.
Los peregrinos estaban
de la fe bajo la egida
y su bordón y sus conchas
les dejaban expeditas
las vías y daban de éxito
a sus planes garantías.
Conque de los peregrinos
muchas gentes se valían,
de buena o de mala fe,
para dar o haber noticias
y para traer y llevar
de unas a otras provincias
señas, dineros, avisos
y documentos y epístolas.
A más de que ciertas armas
les estaban permitidas
por defensa en despoblado,
como un estoque en la espiga
del bordón o un chuzo al cuento,
que en lanza se convertía.
En suma, como hoy entonces
paso en el mundo se abrían
muchos Janos de dos caras,
sociales hermafroditas
que profesando una fe
y una religión anfibias,
eran plaga al mismo tiempo
de ferias y sacristías.
Por lo ampliamente explicado
en las precedentes líneas,
en digresión tan excéntrica
como útil hoy y verídica,
es por lo que un peregrino
fue el portador de una epístola
a don César, quien leyéndola
se dio a la cerrajería.
Como él sin dar cuenta a nadie
de qué trae ni quién la firma
se acostó y bajo la almohada
la guardó mientras dormía,
no ha sido al autor posible
sustraérsela ni abrírsela
de los lectores curiosos
para ponerla a la vista.
Mas ahora que el alba nueva
da otra vez luz a Sevilla,
que se despierta y madruga
don César al percibirla,
se viste y vuelve su carta
a leer, y en interrumpida
lectura sobre el secreto
que encierra a solas medita,
podemos por sobre su hombro
mirarla, ver que la firma
Per Antúnez, y en fin leer
la carta que así decía:
Por la Pista del carro cogí la de la dama y sus caballeros, y tras ellos di en Córdoba, donde ella asistió a los funerales de su padre, envuelta en el mismo velo con que asistió a los de don Gil.
Vuestras sospechas, señor don César, eran fundadas. La dueña era la mismísima nodriza de doña Beatriz, y su mayordomo el propio marido de aquella: ella portera y él sacristán, mandadero y correveidile de unas monjitas del arrabal de aquella ciudad. El 17 de diciembre, en la penúltima cámara de sus aposentos, dio a luz doña Beatriz dos gemelos, los cuales recogió un enmascarado que entraba todas las noches por el último camarín.
Con el secreto de este cuarto podéis vos dar, puesto que no habiendo doña Beatriz permitido la entrada en él ni a la dueña ni al mayordomo, no he podido yo arrancarles ni con la piel más que lo que del secreto de su señora sabían: y no creáis que haya sido tan aínas, porque a consecuencia de ello me encuentro imposibilitado de moverme de donde estoy, valiéndome de Antón Miera, que será el dador, y de quien podéis fiaros por ser hijo de Juan Miera, primo materno de Juan Diente el macero del rey Don Pedro: el cual Antón Miera, herrador hoy en el arrabal y vecino de las monjitas, sabiendo que mi empresa era servicio de los Tenorios, me ha servido en ella de grande auxilio para llevar a cabo vuestro encargo, que nada sabe de vuestro secreto, como os contaré cuando Dios permita que nos volvamos a ver.
Pagadle bien y detenedle poco, pues sólo en él fía para salir del atolladero en que por voluntad propia y servicio vuestro, sin arrepentirse de lo hecho, está vuestro fiel criado.
Per Antúnez
Tal era de Per Antúnez
la carta: conque don César
comenzó sus precauciones
a tomar en consecuencia.
Desde que al caer la noche
entró en su cuarto de vuelta,
después de dejar a bordo
al que portador fue de ella,
lo primero que hizo fue
asegurar bien la puerta
del cuarto por do el incógnito
entraba según sus nuevas;
no fuese que, como entraba
de la adúltera belleza
por amor, a entrar por odio
de su cuñado volviera.
Después se acostó tranquilo,
como hemos visto; mas no era
fácil conciliar el sueño
con el afán que le inquieta.
Don César en este intervalo
inapreciable que media
entre el sueño y la vigilia,
y en el cual se nos presentan
en la mente y por el cuadro
de nuestra memoria ruedan
y se confunden errantes
e ilógicas las ideas,
recordó todas las vagas
circunstancias que sospechas
le inspiraron; con sus átomos
fugaces recogió prendas,
y a fuerza de dar al caso
en su fantasía vueltas,
determinó, hombre de práctica,
su situación verdadera.
Pensó que una vez lograda
de los Tenorios la afrenta,
la salvación de la adúltera
y de las nacidas pruebas,
y después de haber partido
Beatriz, en toda regla
rompiendo todos los lazos
que a ellos unirla pudieran,
no era probable que nadie
diera a Sevilla la vuelta
por darle una muerte inútil
perdiendo una dicha cierta.
Mas como de su venganza
la desconocida senda
comprende que en el secreto
de aquel camarín empieza,
se entregó al sueño afirmándose
en la decisión resuelta
de dar, cueste lo que cueste,
tras él en cuanto amanezca.
Y allá en los momentos últimos
de la fluctuación incierta
de entre el sueño y la vigilia,
se le acordó la leyenda
de los viejos, que contaban
que en aquella casa, hecha
por el rey Don Pedro, nunca
se le vio entrar por sus puertas
ni salir; aunque mil veces
se le vio estar dentro de ella,
o asomado a sus balcones
o a través de sus vidrieras.
De modo que concibiendo
en su casa la existencia
de un secreto poseído
por casualidad adversa
por otros que los Tenorios,
tanto más que pertenencia
fue de los Ulloas antes
de que Don Pedro la hubiera,
entre los vagos fantasmas
de tal tradición, don César
se hundió en las sombras del sueño
que espesó sobre él sus nieblas. |