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William Shakespeare

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La violación de Lucrecia

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La violación de Lucrecia
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Presenciar tristes espectáculos conmueve más que oír su narración, porque entonces los ojos interpretan a los oídos la dolorosa representación que están contemplando. Cuando cada uno de los sentidos percibe aisladamente una parte de la catástrofe, solo es una parte de dolor la que comprendemos. Las aguas profundas hacen menos ruido que las vadeables, y el dolor refluye cuando es impulsado por el viento de las palabras.

Ya está cerrada la carta, y en la dirección escribe: «Para mi marido, con la mayor urgencia. Árdea.» Preséntase el correo, y ella le entrega la misiva, ordenando al taciturno mozo que vuele con la ligereza de las aves tardías ante las tempestades del Norte. Una rapidez más que excesiva no le parece sino lenta y rezagada; las situaciones extremas producen siempre tales extremos.

El rústico esclavo se inclina ante ella reverentemente, y, ruborizándose, recibe con ojos fijos el papel, sin articular ni un sí ni un no, y se aleja a toda prisa con la timidez de la inocencia. Pero aquellos cuyo pecho encierra una falta se imaginan que todos los ojos advierten su culpa, y Lucrecia cree que el esclavo ha enrojecido viendo su deshonor.

Cuando, ¡pobre siervo!, Dios lo sabe, se turbaba por falta de ánimo, entereza y audacia temeraria. Tales seres honrados tienen un verdadero respeto que habla por sus actos, mientras otros prometen, insolentemente, mayor rapidez y cumplen a su antojo. Tipo característico del buen tiempo viejo, este criado se contrataba por sus miradas; pero no daba en prenda palabra alguna.

El celo inflamado del sirviente inflama la desconfianza, lo que hace que dos fuegos rojos iluminen los semblantes de ambos; ella creyó que él se ruborizaba porque conocía la lujuria de Tarquino, enrojeciendo con él, y ella le dirigió una mirada penetradora, y sus ojos horadantes le hundieron más aún en su confusión. Cuanto más veía afluir la sangre a sus mejillas, tanto más sospechaba que advertía en ella alguna mancha.

Largo tiempo queda Lucrecia esperando su retorno, y, sin embargo, el leal servidor apenas acaba de alejarse. La matrona romana no sabe cómo pasar el tiempo de fatigosa lentitud, pues ya ha agotado sus lágrimas, sollozos y suspiros. El dolor ha consumido al dolor; los gemidos, cansado a los gemidos. Así, detiene un instante sus querellas y busca un medio de desolarse bajo una nueva forma.

Al fin, recuerda cierto aposento donde está colgado un cuadro de hábil pincel representando la Troya de Príamo. Frente a ella, el ejército griego, venido a destruir la ciudad en castigo del rapto de Elena, amenaza con sus golpes a Ilion, cuya cima se pierde en las nubes. Porque el diestro pintor había representado tan alta la ciudadela, que el cielo parecía inclinarse para besar sus torres.

El arte, a despecho de la Naturaleza, había sabido infundir una ilusión de vida a mil objetos dolientes. Más de una mancha seca semejaba una lágrima vertida por la esposa sobre su marido asesinado. La sangre de púrpura, que parecía humear, mostraba el esfuerzo del artista, y de los ojos de los moribundos escapábanse rayos cenicientos, como las claridades murientes de carbones que se consumen en las largas veladas.

Hubierais visto allí al zapador en su tarea, inundado de sudor y tiznado de polvo. En lo alto de las torres de Troya se percibían ya claramente, a través de las troneras, los rostros de los sitiados mirando a los griegos con poca confianza; pues era tal la hábil exactitud de esta obra, que podía distinguirse, a pesar de la distancia, que estas miradas hallábanse marcadas de tristeza.

En el rostro de los grandes caudillos podía contemplarse el triunfo de la arrogancia y de la majestad; en el de los jóvenes resplandecía el ágil portante y la destreza. Aquí y allá, el pintor había colocado lívidos cobardes, que marchaban con paso tembloroso, tan exactamente parecidos a aldeanos sobrecogidos de miedo, que se habría jurado verlos temblar y rechinar los dientes.

En Ayax y en Ulises, ¡oh, qué arte de expresión cabía admirar! Los rostros de ambos explicaban sus corazones y revelaban con la más extremada precisión sus caracteres. En los ojos de Ayax rodaban la rabia brutal y la dureza; pero la apacible mirada del astuto Ulises denunciaba la observación profunda y el tranquilo dominio de sí.

Con ánimo de arengar, como incitando a los griegos al combate, hubierais podido ver al grave Néstor: el ademán de su mano era tan sobrio, que cautivaba la atención y seducía la mirada. Mientras hablaba, su barba, tan absolutamente blanca como la plata, parecía agitarse, y de sus labios se escapaba como un tenue aliento ondulante que subía en espiral hasta el cielo.

En torno de él apiñábase una masa de rostros con la boca abierta, que parecía engullir sus sólidos consejos. La actitud de todos juntos era la de la atención; pero con una expresión particular en cada uno; escuchaban como si alguna sirena encantase sus oídos. Unos eran altos; otros, bajos; el pintor había sabido agruparlos tan diestramente, que distinguíanse por detrás las cabezas de personajes casi enteramente ocultos que parecían hacer esfuerzos por empinarse; con tal verdad, que se quedaba asombrado el espectador.

Aquí, la mano de un guerrero se posa sobre la cabeza de otro, y su nariz está sombreada por la oreja de su vecino; más allá, un personaje empujado por la masa, recula, todo abotagado y rojo; otro, casi sin respiración, parece vomitar injurias y jurar, y todos muestran tales signos de cólera en su cólera, que dijérase que se hallan dispuestos a servirse de espadas enfurecidas, a no ser por el temor de perder las áureas palabras de Néstor.

Porque el artista había llamado a la imaginación del espectador para que trabajase con él en su obra, mostrando a la vez tanto arte, naturalidad e ingenio, que le era suficiente una lanza asida por una mano armada para hacer parecer al personaje de Aquiles, relegado a último plano e invisible, salvo para los ojos del espíritu. Una mano, un pie, un rostro, una pierna, una cabeza, eran lo bastante. El cuidado de completar el resto de la figura se encomendaba a la imaginación.

Sobre los muros de la bien asediada Troya, en el momento en que el bravo Héctor, su heroica esperanza, marcha al combate, las madres troyanas estallan de alegría al ver a sus jóvenes hijos blandir las relucientes armas; y su gesticulación ofrece algo tan singular, que una especie de temor sombrío, semejante a una mancha sobre un objeto luminoso, parece mezclarse a su radiante alegría.

Y desde la costa de Dardania, sitio de la lucha, hasta los carrizosos bordes del Simois, corría la sangre bermeja, cuyas olas, como para imitar la batalla, luchaban con las altas riberas; sus ondas rompíanse contra la costa corroída por el agua salada, y refluían acto seguido, para agregarse a nuevas olas, engrosarlas y lanzar su espuma sobre las riberas del Simois.

Ante esta obra maestra de la pintura se dirige Lucrecia para dar con un rostro en que se hallasen impresos todos los dolores; pero, aunque ve muchos que llevan grabada la imagen de algunas penas particulares, ninguno contempla donde moren el colmo de la angustia y del sufrimiento, hasta que al fin halla a Hécuba, presa de la desesperación, cuyos viejos ojos no se apartan de las heridas de Príamo, que yace ensangrentado a los pies del orgulloso Pirro.

 

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