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William Shakespeare

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La violación de Lucrecia

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La violación de Lucrecia
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El pintor había anatomizado en Hécuba las ruinas del tiempo, el naufragio de la belleza, el reino de la sombría zozobra. Sus mejillas aparecían desfiguradas con arrugas y grietas; nada quedaba de lo que había sido; y en sus venas la sangre azul, privada del fresco manantial que había alimentado sus resecos canales, se había trocado en negro licor, y presentaba la imagen de la vida aprisionada en un cuerpo muerto.

Lucrecia concentra sus ojos en esta triste sombra, ajustando sus dolores a los de la anciana reina, a quien nada falta para contestarle sino gritos y amargas palabras de maldición contra sus crueles adversarios. El artista, no siendo un dios, no había podido dotarla de acentos, y Lucrecia, que lo comprende, jura que ha obrado mal el pintor dando a aquella un dolor tan grande sin concederle una lengua.

«Pobre instrumento mudo –exclama–, yo entonaré tus desgracias en mi voz plañidera y verteré dulce bálsamo en la herida pintada de Príamo; lanzaré invectivas contra Pirro, que ha causado este mal; extinguiré con mis lágrimas el prolongado incendio de Troya, y arrancaré con mi puñal los ojos feroces de todos los griegos que son tus adversarios.

»Muéstrame la prostituta que ha dado origen a esta guerra, para que desgarre con mis uñas su belleza. La fogosidad de tu lujuria, insensato Paris, es la que atrajo sobre la incendiada Troya el peso de este furor; tus ojos han prendido el incendio que arde aquí, y aquí, en Troya, por el crimen de tus ojos, perecen a la vez el padre, el hijo, la madre y la doncella.

»¿Por qué el goce particular de uno solo se torna para tan gran número en calamidad pública? ¡Que el pecado cometido por uno solo caiga solamente sobre la cabeza del transgresor! ¡Que las almas inocentes se libren del dolor merecido por el culpable! ¿Por qué han de perecer tantos seres por la ofensa de uno solo? ¿Por qué un pecado individual ha de acarrear una maldición general?

»¡Ved! Aquí llora Hécuba; aquí, Príamo expira; aquí, el esforzado Héctor sucumbe; allá, Troilo se desvanece; más lejos, el amigo yace junto a su amigo, en el mismo charco de sangre, y el compañero hiere al compañero sin conocerle. ¡Y solo la lujuria de un hombre destruye tantas existencias! Si el demasiado tierno Príamo hubiese refrenado la pasión de su hijo, Troya brillaría de gloria y no con las llamas del incendio.»

Aquí llora con emoción sobre las pintadas pintadas desdichas de Troya, pues el dolor, semejante a una pesada campana ya puesta en vaivén, se balancea por su propio peso, y es preciso entonces una fuerza insignificante para hacer resonar su fúnebre tañido. Así Lucrecia, en la fiebre de su agitación, conversa con estas melancolías diseñadas y estos pesares en color; ella les presta palabras y recibe de ellos su fuerza expresiva.

Lucrecia recorre con los ojos todo el lienzo y se lamenta ante cada figura que ve desamparada. Por último, distingue la imagen de un infeliz encadenado que lanza miradas de compasión sobre unos pastores frigios. Su rostro, aunque lleno de inquietudes, expresa, no obstante, satisfacción. Marcha hacia Troya, conducido por los rústicos pastores, tan resignado, que su paciencia parece despreciar su desgracia.

Para ocultar la disimulación y darle un aspecto inofensivo, el pintor le había infundido hábilmente un continente humilde, miradas tranquilas, ojos humedecidos por las lágrimas, una frente serena, que parecía desear la bienvenida a la contrariedad; mejillas ni pálidas ni rojas, sino de un color tan bien mezclado, que el encarnado, enrojeciendo, no apuntaba el menor indicio de culpabilidad, ni la palidez nada de este temor que se apodera de los corazones pérfidos.

Por el contrario, como un constante y consumado demonio presentaba una apariencia tan honesta y escondía tan bien bajo esta máscara sus malos y secretos designios, que la sospecha misma no hubiera podido adivinar que la perfidia deslealmente sutil y el perjurio fuesen capaces de encubrir tempestades tan tenebrosas bajo un día tan resplandeciente, o de manchar con pecados del infierno formas tan parecidas a las de los santos.

El muy concienzudo artista había creado esta dulce figura para representar al perjuro Sinón, cuyo seductor relato debía perder al crédulo anciano Príamo, y cuyas palabras, como un fuego devorador, incendiarían la gloria brillante de la rica y suntuosa Ilion; catástrofe de que los cielos quedaron tan afligidos, que las pequeñas estrellas lanzáronse fuera de sus esferas fijas cuando fue roto el espejo en que gustaban contemplarse.

Ella examina atentamente esta pintura y reprende al pintor por su asombroso talento, diciendo que algo ha sido falseado en la imagen de Sinón; que una forma tan bella no puede alojar un alma tan infame. Y vuelve a mirarla, y a medida que la contempla, nota en su noble semblante tales signos de franqueza, que termina por decir que esta figura ha sido calumniada.

«No es posible –dice– que tanta doblez… » –iba a añadir: «se oculte detrás de tal mirada»; pero en el mismo instante la imagen de Tarquino se ofrece a su memoria, y su lengua, reemplazando el «no es posible» por el «es», formula así su pensamiento–: «es posible, segura estoy de ello, que tal semblante encubra un alma criminal.

»Porque igual a como aquí se muestra el artero Sinón, con ese aire de tan grave tristeza, tan abrumado, tan fatigado como si estuviera consumido por el trabajo o el pesar, llegó armado hasta mí Tarquino, con su aspecto exterior de honradez, pero gangrenado por el vicio interiormente. Yo acogí a Tarquino como Príamo a Sinón, y así ha perecido mi Troya.

»¡Mirad, mirad cómo los ojos del atento Príamo enjugan sus lágrimas ante el fingido llanto que vierte Sinón! Príamo, ¿por qué eres anciano, y, no obstante, careces de cordura? Por cada una de las lágrimas que deja caer va a sucumbir un troyano; no es agua lo que destilan sus ojos, sino fuego. Esas redondas perlas diáfanas que excitan tu piedad son globos de fuego inextinguible que van a incendiar tu Ilión.

»Tales diablos van a buscar sus sortilegios en el infierno tenebroso, pues Sinón tiembla de frío en medio de su fuego, y un fuego ardiente reside, sin embargo, en el seno de este hielo. Estos adversarios no se funden en una unidad sino para seducir a los simples y darles audacia. Así, la buena fe de Príamo acoge las mentidas lágrimas de Sinón, que con el agua encuentra medio de incendiar a su Troya.»

Al llegar aquí, toda exasperada, la posee tal ímpetu, que la paciencia se escapa de su seno y desgarra con las uñas la inanimada figura de Sinón, comparándola al malvado huésped cuyo crimen la ha obligado a detestarse a sí propia. Por fin, abandona sonriendo esta venganza imaginaria, y dice: «¡Qué loca, qué loca soy! ¡Estas heridas no le causarán daño!»

Así fluye y refluye el oleaje de su pesar, mientras emplea el tiempo en fatigar al Tiempo con sus quejas. Desea la noche, luego suspira por la aurora, y halla que una y otra son demasiado lentas en partir; el tiempo, tan breve, parece largo cuando tiene que sostener el peso abrumador del pesar. Aunque el dolor sea agobiante, rara vez halla descanso, y los que padecen de insomnio saben con cuánta lentitud marcha el tiempo.

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