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José Selgas Carrasco en AlbaLearning

José Selgas Carrasco

"Día aciago"

Capítulo 5

Biografía de José Selgas Carrasco en Wikipedia

 
 
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Día aciago

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CAPÍTULO V

¡Martes!.... Esa fue la sombra que acabó de cubrir de espanto la imaginación de Martín. En el umbral tenebroso del día de los desastres se le había aparecido aquella mujer imprevista, que con la magia de su presencia, y con el hechizo de su voz, y con el magnetismo de su mirada, en un instante, como deslumhra el relámpago y hiere el rayo, había encendido su sangre, subyugado sus sentidos y esclavizado su pensamiento.

Detrás de la visión luminosa que llenaba sus ojos, ofreciéndole todas las delicias de la tierra, aparecía como un fantasma el día de las catástrofes, el portador lúgubre de las horas aciagas.... ¡el martes! Era la muerte detrás de la vida.

Martín se revolvía en su cama, cambiando a cada instante de postura en busca del sueño, que huía de sus párpados. Tenía delante la imagen de la mujer que había conmovido sus entrañas con el resplandor misterioso de una mirada lenta, profunda, inmensa. La veía flotar delante de sus ojos, dejando descubrir al través de los pliegues de su fantástico ropaje las vagas líneas de sus espléndidos contornos: la veía risueña, vaporosa. sumergida en la indolencia del más voluptuoso abandono. La sentía acercarse, oía los latidos de su corazón, percibía el calor de su aliento y respiraba el ambiente perfumado de sus rizos. Pero de pronto huía, y se alejaba hasta perderse en las profundidades de la obscuridad. Entonces la sombra del martes lo rodeaba de tinieblas, y veía manos descarnadas, rostros cadavéricos que le arrojaban al pasar mudas carcajadas; veía esqueletos humanos que se abrazaban, danzando al compás de una música sin sonidos; distinguía cuencas sin ojos, ojos sin mirada que lo cercaban, dando vueltas a su alrededor en torbellino silencioso; sentía en su frente el aire frío de aquella danza fúnebre, y sentía el crujir de los huesos de aquel cementerio animado.

Apretaba los párpados para huir del espectáculo que le perseguía, y dentro de sus propios ojos se encendían luces siniestras, llamas sin calor que cruzaban las tinieblas sin iluminarlas, vagando en el aire con la inquietud con que los fuegos fatuos vuelan sobre las sepulturas.

¡Pobre Martín! Alargaba, si se me permite decirlo así, la mano de su deseo para asir la mano que le tendía la imagen de su bella aparición, y al cogerla se disipaba la perspectiva, y se helaban sus dedos al tocar el espectro de su destino.

Y volvía la imagen con el fuego en los ojos y la sonrisa en los labios, y se disipaban sus terrores, tendía los brazos para estrecharla, y otra vez el espectro se interponía: siempre la imagen y siempre el espectro. Mil veces más horrible que el suplicio de Tántalo, el tormento de Martín era propio del infierno. Se le ofrecía el néctar del deleite en copa de oro, y al acercar los labios, la copa de oro se convertía en vaso fúnebre y el néctar resultaba amargo como la muerte.

Así pasó la noche, revolviéndose en la cama con la angustia del que después de un letargo se despertara dentro del sepulcro. La luz de la mañana asomó tímidamente por las junturas de las maderas que cubrían los balcones de su dormitorio, y empezaron los objetos a tomar sus formas naturales: todo estaba en su sitio; ningún desorden anunciaba las escenas que allí habían pasado. Martín lanzó un gran suspiro, entornó los párpados, y al fin se quedó dormido.

Durmió hasta muy tarde, y al despertarse miró a su alrededor con ojos extraviados, como si desconociese el lugar en que se hallaba. Sentóse sobre la cama, y apoyando el codo en la rodilla y la barba en el hueco de la mano, permaneció algunos minutos pensativo. No acertaba a darse cuenta de lo que había presenciado durante la noche. Sus recuerdos le presentaban las cosas con cierta confusión; no querían darle cuenta exacta de lo que había presenciado en el transcurso de unas cuantas horas.

Sacudiendo la cabeza para despertar a su memoria, decía :

—Sí, yo la he visto, la estoy viendo ahora mismo. No es un ser fantástico que yo he imaginado. Tengo sus ojos clavados en los míos. Todo mi pensamiento está lleno de su belleza; el timbre de su voz resuena todavía en mis oídos.

Su mirada errante fue a fijarse en el calendario que pendía de la pared junto a su cama; el número de la fecha asomaba por la abertura recortada en blanco sobre el fondo negro del cuadro, y parecía un ojo que miraba. Más abajo, otra abertura mayor, semejante a una boca que se ríe, dejaba ver en gruesos carácteres las letras que formaban el nombre del día de la semana.

— Bueno (dijo asiendo el cordón de seda que caía sobre la cabecera de la cama). Ya lo sé. Hoy es martes.

Y tiró del cordón con tanta violencia, que la campanilla repiqueteó a lo lejos toda atribulada.

Su criado de confianza apareció a los pocos momentos, y, sin detenerse, se dirigió al balcón y lo abrió de par en par, dejando que al través de los cristales y de las cortinas entrara la luz de golpe, como entra en todas partes, franca y alegre. Martín no pudo soportar la intensidad de aquella claridad repentina, y tuvo que cerrar los ojos. Guando pudo abrirlos, vióal criado que, delante de la cama, lo miraba de hito en hito.

—¿Qué miras?— le preguntó.

El criado se encogió de hombros por toda respuesta, y su señor le dijo:

— Ea, a vestirme.

Envuelto en su gran bata, dejó el dormitorio y pasó al tocador. Allí acudió a un espejo, sin duda a preguntarse a sí mismo qué tal había pasado la noche; el espejo no vaciló, y al puntó le presentó su imagen....; pero una imagen pálida, descompuesta, con la boca algo fruncida y los ojos un tanto encendidos. Dejó el espejo con el gesto desabrido con que se deja a un amigo demasiado ingenuo, y pasó a un gabinete contiguo. Se acercó resueltamente a la mesa en que solía escribir, y sacando el cuaderno terrible en que anotaba las catástrofes de los martes, tomó la pluma, y al pie de las últimas apuntaciones escribió lo siguiente:

«Martes 15 de.... de.... Anoche la vi por primera vez, y, después de las doce, desapareció. Aún puede sucederme otra desgracia: no volver a verla».

Hecha esta anotación, cerró el cuaderno y lo guardó en el cajón de la mesa, y como hombre a quien las ocupaciones no le asedian, dando vueltas entre los dedos a los cordones de la bata, comenzó a pasearse de un extremo a otro del gabinete.

Este gabinete era un pequeño museo, y no era el arte el que había escogido las obras que allí se ofrecían a la vista, porque, en honor de la verdad, no podían tenerse por obras maestras; pero, en cambio, lo mismo los cuadros que las esculturas, ostentaban tal desnudez de formas y de actitudes, que era preciso hacer un grande esfuerzo para mirarlas frente a frente. Si había en aquellas obras algún arte, debía ser el arte verdaderamente libre.

La mujer se veía repetida muchas veces.

Martín se detuvo delante de una de ellas, la contempló un instante, y dijo:

— No; esta no vale tanto.

Pasó a otra, y le volvió la espalda, diciendo:

— ¡Bah!.... No tiene ni su mirada ni su perfil.

En la tercera se fijó más atentamente, exclamando :

—¡Oh! Estos son sus hombros; esa es la expresión de su boca.

Paróse delante de otro cuadro, y se dijo a sí mismo :

— Esas son sus formas. Estoy seguro de ello. Esos ojos son los suyos, pardos, velados; pero les falta a éstos aquella sombra que los hace inmensos.

Dio media vuelta, y siguió diciendo :

— ¿Quién es esa mujer? Nadie la ha visto hasta ahora. ¿Cómo se llama? No se sabe. ¿Y qué me importa ni su nombre ni su familia? Es bella como una Venus; es una aventura deliciosa: he ahí todo. Aquel gigante horroroso, ¿será su marido? ¡Bueno fuera! Entonces sí que podré decir: Eureka. Hasta ahora no me he reído más que de hombres como los demás, y debe ser una delicia reirse de un gigante. Sí; esta noche volverá al teatro. ¡Demonio! (exclamó, rascán dose la cabeza.) ¡Hoy es martes! Bien (añadió, reflexionando): yo iré...., y veremos.

Guando el criado le sirvió el almuerzo, le en contró más animado, de mejor color y con buen apetito.

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