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Jose María Sánchez-Silva en AlbaLearning

Jose María Sánchez-Silva

"El tonto"

Biografía de Jose María Sánchez-Silva en Wikipedia

 
 
 
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El tonto
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El tonto
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El pueblo era tan viejo. No se sabía, desde la orilla, qué cosa fuese más vieja. Si el pueblo o el mar.

Había huellas de fenicios y de cartagineses, de griegos y romanos. Había castillo arruinado y coso taurino. Había juzgado y mercado y grupo escolar y hasta sucursal de Banco. Era un pueblo tan completo. Había hasta tonto.

Pepe el Tonto. El pueblo estaba orgulloso de su tonto. Alguna discusión de rivalidad comarcana, solía terminar así:

- Pero vosotros no tenéis tonto.

Y Pepe el Tonto poseía unos ojos castaños y bellos, muy suaves y como llenos también de amor. A veces, hasta los hombres en quienes alentaba aún cierto pequeño pedazo de corazón, habían de hurtar la mirada ante aquellos ojos mansos, dulces, obendientes. Pepe el Tonto trabajaba a su manera. De la manera más trabajosa del mundo. Hacía pequeños mandados, ayudaba a cargar bultos en el coche de línea. Tenía, desde niños, algo roto dentro del cerebro. O quizá era que le faltaba algo. A veces, vagaba una mañana entera con un pequeño cesto de pescado sin saber a dónde tenía que dejarlo ni qué cosa se hubiera propuesto al cargar con él. Otras, durante todo el santo día, buscaba algo perdido por la playa, entre las algas. Miraba al cielo de cuando en cuando, quizá para descansar sus doloridos riñones, y repetía:

-Aquí era, pero ya no está. Aquí era, pero ya no está.

A Pepe el Tonto le gustaba un vaso de vino de cuando en vez. Por broma, lo emborrachaban y entonces Pepe sufría, sufría. Era como si se volviese listo y no pudiese explicarlo. Nebulosamente, en su interior, en algún lugar que muy bien pudiera ser cualquier lugar de su cuerpo menos el cerebro, algo parecía avisarle de que corría el peligro de volverse listo.

El pueblo vivía de su campo y de su mar. Pero, más aún, de su verano. Por el verano venían los veraneantes y Pepe el Tonto creía buenamente que el verano lo hacían, lo traían, lo extendían sobre el campo y sobre el mar, por debajo de los cielos, aquellos veraneantes que alquilaban las casitas de la playa y algunas del montañar. Los veraneantes trataban muy bien a Pepe el Tonto. Y sus niños, mejor aún. Era la gran época del pueblo y, por alguna rara paradoja, como si el pueblo fuese concretamente la persona de Pepe el Tonto, también para él era la gran época. Durante ella, siempre tenía dinero, que le duraba tanto cuanto se lo permitían sus convencinos más desaprensivos.

Aquel año, con el verano en puertas, en la taberna de la playa adonde a la caída de la tarde recalaban, de camino para el pueblo, los caseros con propiedades junto al mar, se hablaba del verano tan próximo. Para el verano oficial, faltaban muy pocos días. Ya habían venido los primeros buscadores de casitas, de hotelitos, de pequeños albergues junto al mar. Eran el anuncio de los veraneantes, cuando no los veraneantes mismos. Y los propietarios de casas para alquilar bajaban a la playa con sus bicicletas, a pintar las fachadas, a repasar los tejados, a corregir los defectos en las instalaciones de luz o de agua.

Desde los primeros de junio, la tabernita de la playa se animaba. Allí se hacían tertulias con esperanzas de ganancia, allí funcionaba la pequeña bolsa de alquileres, allí se bebía un poco y se jugaba algo. All llegar esta época, el contertulio más puntual era Pepe el Tonto. Y una noche, faltó.

Se notaba mucho la ausencia de Pepe el Tonto en la tabernita. Sin él, había menos risas y también menos seriedad. A su lado, ni un solo hombre dejaba de gozar del dominio de las potencias de su alma y eso, a los hombres sencillos, les daba un respeto; a su lado, cualquier graciosa crueldad, casi siempre inofensiva, despertaba hilaridad. O cualquier frase de Pepe el Tonto, o cualquiera de sus pacíficos desvaríos.

Terminada la partida, Julián el del Autobús, pidió otra ronda porque había perdido. La mesa estaba rodeada de mirones, que fumaban en silencio. Entonces, Julián habló:

-No ha venido Pepe hoy, qué raro.

Miraron en torno, porque les parecía imposible. Pero na había venido. Era cierto.

Entonces, Serafín el Fontanero, repentinamente, se echó a reír. Se había hablado mucho durante el creúsculo de la inmediata llegada del verano. Y dijo Serafín el Fontanero:

-Se me está ocurriendo algo gracioso tocante a Pepe el Tonto.

Bebieron el vino con lentitud y Serafín se explicó. ¿Por qué no hacerle creer a Pepe el Tonto que este año habría una fiesta de despedida a la primavera? ¿Por qué no decirle que irían todos a despediarla al camino del Mediodía? ¿Por qué no hacerle creer que, alguna vez, la primavera, en su camino hacia el mar, había sido vista y que era una bella joven que tenía por costumbre manifestarse a algún niño o muchacha o espíritu simple parecido al suyo y concederle un don?

-Yo seré la primavera- dijo Julián que había comprendido rápidamente.

Resonó una gran carcajada en la taberna

 

Pepe el Tonto creyó. Pepe el Tonto siempre creía. Por eso, tanatas veces, había paseado de un extremo del pueblo al otro extremo bajo el peso de algún falso encargo. Como un payaso, como uno de esos "tontos" listísimos de los circos, a veces, a Pepe el Tonto podía vérsele atrajinado durante todo el día con un enorme cesto de piedras, yendo del pueblo a la playa y de la playa al pueblo. Hasta que algún alma caritativa, deshaciendo el maldito hechizo de la broma, se hacía pasar por el destinatario del cestón de morralla y le daba a Pepe unas perras para un vaso.

Pepe creyó. Pepe el Tonto siempre creía.

Le habían dicho que ellos le recogerían aquella noche de junio en que la primavera caminaría hasta el mar y dejaría paso al verano. Había que ser muy puntual porque las doce en punto del reloj de la iglesia tenían que darles a la entrada del camino del Mediodía, que era de donde la primavera partía antes y marchaba de allí hasta el fondo del mar, a dormir hasta el año que viene, por marzo.

La noche era calma y sin luna. Estaban muy lejanas las estrellas, ensimismadas en su luz. De la partida eran: Serafín el Fontanero, Marcial el del Pósito, Gabriel el Tabernero y seis o siete más. Habían bebido todos lo suyo y Pepe el Tonto también. Por si acaso, llevaban una bota bien llena.

-Tú ya sabes: -le aleccionaban a Pepe- le pides lo que quieras. Si la ves, claro, que a lo mejor no la vemos ninguno ni tú tampoco...

-Y tendrás que ponerte de rodillas ante ella -aseguraba Gabriel el Tabernero.

-Y llamarla de vuecencia -afirmaba Marcial el del Pósito.

Y la risa les reventaba a todos sin disimulo, pero Pepe el Tonto creía y estaba deseando que sus ojos castaños, suaves y misericordiosos, alcanzasen aquel prodigio.

El camino del Mediodía se abría junto al antiguo bosque. Era un lugar umbrío, cuyos árboles altos y espesos parecían las columnas de un templo en construcción. Allí se sentaron todos y corrió el vino de la bota alegremente. Pepe el Tonto bebía también, reflexivo, ensimismado. El gozo, por el contrario, brillaba en los ojos de todos los demás. Por fin, Serafín reclamó silencio y atención. Todos se pusieron de pie bajo la noche estrellada, oscura entre los árboles y palpitante del mar tan próximo. Lenta y solemne, llegó rodando en el aire calmo la primera campanada de las doce desde el reloj de la iglesia.

-¡Atención - dijo en voz baja Serafín-, abrid bien los ojos!

Todos fingieron mirar y Pepe el Tonto, en la oscuridad, abría sus grandes ojos oscuros, melosos, llenos de fe.

Una sombra avanzó entre los árboles y Pepe la vio el primero.

-¡Allí! - exclamó.

Los demás hacían como que no la veían y preguntaban:

-¿Dónde, dónde?

- ¡Allí, allí va! decía Pepe el Tonto estremecido, señalando.

-¡Pues corre tras ella! - ordenaba Serafín-. Nosotros no vemos nada. ¡Ya sabes, arrodíllate, pídele el don, lo que tú quieras...!

Pepe el Tonto avanzó tras la sombra y los demás tras él, conteniendo la risa. Poco a poco fue viendo que aquella sombra correspondía a una mujer con túnica y cabellos largos y un brazado de flores. Pepe corrió. Pepe llegó y con sus manos la detuvo y se arrodilló diciendo:

-Señora primavera, señora primavera... Soy Pepe el Tonto y quiero un don.

Pero en aquel instante resonó una múltiple carcajada y Pepe el Tonto levantó los ojos. Todos los amigos estaban en torno suyo y de la primavera, que también se reía a carcajadas y se sostenía la abultada barriga con las manos. Pepe el Tonto miró mejor. Aquella señora primavera se parecía a Julián el del Autobús como una gota de agua a otra gota. La broma se quebró en atronadoreas risotadas y volvió con la algazara el vino y Pepe el Tonto fue momentáneamente olvidado.

Pepe el Tonto se había sentado en el suelo. No era tan tonto como para creer, pese a su fe, que Julián el del Autobús fuese la primavera ni le pudiera hacer ningún don, aparte del de los puntapiés acostumbrados.

-Vamos, Pepe, ha sido una broma, hombre - le llamaban los otros.

Pepe se mantuvo silencioso por primera vez y se negó a caminar con ellos. No importaba. La noche era dulce, quedaba vino en la bota y la broma había sido consumada. Se fueron, no sin llamarle de cuando en cuando, desde lejos.

Pepe el Tonto se quedó solo a la entrada del camino del Mediodía, en el bosque alto y rumoroso de estrellas, de aguas cercanas. Pasó media hora y luego mucho más. De pronto, junto a Pepe el Tonto se levantó una extraña claridad. Pepe abrió los ojos y miró: una mujer bellísima, núbil y desnuda, con una flor en la mano, caminaba hacia el mar. Pepe corrió, se abrazó a las piernas de la mujer y ella le preguntó con una melodiosa voz:

-¿Qué deseas de mí?

Levantó sus ojos oscuros el tonto y mirando embobado aquella radiante y purísima belleza, rogó:

-Quiero un don, quiero el don que das.

-Dime antes quién soy - ordenó ella sonriendo.

-Eres la primavera - dijo Pepe el Tonto con fe.

-Pues ya es tuyo el don - dijo ella echando a andar.

Pepe la siguió un trecho desde lejos porque ella caminaba ligera y como sin rozar el suelo.

Luego, Pepe se detuvo y se buscaba el don y sus manos estaban vacías y sus bolsillos también. Ella se había perdido hacia el mar. Pepe el Tonto subió lentamente hacia el pueblo.

 

Sólo a la mañana siguiente, cuando Pepe se despertó y entró en la taberna, junto a la parada del autobús de línea, Serafín le pasó la mano por el hombo y lo llevó afuera, para consolarle de lo de la noche pasada.

-Te convidaré a un vaso, Pepe - le dijo en voz baja-. Vamos, olvídalo.

Y entonces, sin darse cuenta de uq ya hacía mucho que Pepe lo había olvidado todo, le miró por primera vez a los ojos. Eran los mismos ojos de siempre, puros, misericordiosos, grandes, transparentes, llenos de amor. Pero verdes. Verdes claros como el mar, verdes claros como la primavera, verdes claros como la inocencia.

-¡Verdes! ¡Se le han vuelto verdes!- gritaba Serafín corriendo, gritando como un loco por la calle abajo.

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