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Efrén Rebolledo en AlbaLearning

Efrén Rebolledo

"El enemigo"

Capítulo 6

Biografía de Efrén Rebolledo en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto
 
El enemigo
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VI

La sutil suspicacia de Gabriel habíase asomado al alma de Clara, y en su fondo visto relucir la fe como un reflejo de amatista. Había descubierto su predisposición mórbida al misticismo, y encontrado la manera de insinuarse en su vida sin esgrimir el manoseado florete del enamoramiento. Cultivaría en ella esa escondida y profunda inclinación, pacientemente, malignamente, hasta formar de ella su ideal místico; y seguro estaba de que lo conseguiría; porque Clara, la inocencia más acabada, la candidez misma, no pondría ningún escollo, sino al contrario, sumisa y benévola se dejaría guiar confíadamente, abandonando su alma sencilla y sin mácula, tan dócil, que sólo esperaba para manifestarse la cárcel de algún molde.

Pero habría de ser el ajuste amañadamente, sin advertirlo ella; y para esta labor Gabriel acudió a toda su paciencia, derrochó todo su análisis, y poco a poco desenrolló ante los ojos de su amada místicos horizontes, misteriosos como vagos jardines, y con su constancia y su amor labró las facetas de aquella alma, en cuya belleza, obra suya, habría de recrearse después.

Un día en la conversación hablole intencionadamente de santa Clara, su patrona, como de un modelo de pureza y fervor, sugiriéndole la idea de imitarla, supuesto que hasta se le asemejaba un poco físicamente. Para que entrara en el misticismo por el hechizo y por el amor, relatole la vida de la santa: de cómo su nombre le vino de que los labios de un crucifijo predijeron que sería una lumbre que despediría luz más clara que la del sol; de cómo desde niña repetía la oración dominical cierto número de veces que marcaba con piedrecillas para que su fidelidad fuese exacta; de que abandonó a sus padres por seguir a Francisco de Asís, teniendo el valor y la fuerza de abrirse paso con sus propias manos a través de una puertecilla tapiada con piedras; y acercándose más, como quien hace una confidencia, refiriole cómo un día que comían juntos los dos santos en el convento de San Damián, desbocáronse por las ventanas y bardas del templo lenguas de fuego y remolinos de humo, producidos por las palabras que se decían y el infinito amor que los abrasaba.

En otra ocasión le dijo después de interesarla con silencios y reticencias, que la había soñado con el hábito y el velo de las monjas, abrazando los pies del Salvador: un crucifijo hermoso e incruento, como el Cristo en mármol, hecho de un solo bloque, de Benvenuto Cellini.

Y cuando la vio dispuesta, cuando creyó a aquella alma perfectamente preparada y removida, comenzó a nutrirla con sobrias y adecuadas lecturas: Santa Teresa que había deseado a Jesús carnalmente; la vida de Francisco de Asís amado por santa Clara; la de Francisco de Borja, enamorado de la esposa de su rey; la Pasión de la hermana Emmmerick; tales fueron las lecturas que puso ante los ojos de Clara, ávida de misticismo.

Los éxtasis de Santa Teresa producíanle extraños trastornos, y como la histérica, Clara anheló la conquista del Castillo Interior, donde el alma se funde en Dios.

Buscaba Gabriel para ella todos los libros propicios a su exaltación, las obras en prosa o poéticas de místicos o de autores que sin tener precisamente ese carácter hubiesen llevado el hábito. Así fue como le regaló una vez, empastadas elegantemente y con cariñosa dedicatoria, las poesías del candoroso y sencillo Navarrete, donde ciertamente no había misticismo, pero en cambio una sensibilidad tan delicada en los versos amorosos, no sé qué de vago y melancólico que la hablaría del amor que Gabriel deseaba infundirle, y que él vanamente hubiera querido expresar.

Al abrir el libro para hojearlo, había visto Clara el retrato del poeta, y para hacérselo más simpático, lo había completado Gabriel con la descripción que del tierno escritor hacen los biógrafos: le había dicho temblándole ligeramente la voz:

—¿No es verdad que era guapo el Padre Navarrete? Y eso que no está aquí como fue el original: de alta estatura, de ojos azules y candorosos, de pelo castaño y rizo, y talle naturalmente airoso. Cuando lo haya Ud. leído, Clara, lo amará, y hasta querría haberlo tenido de hermano.

Y al despedirse pensaba Gabriel:

La poesía de Navarrete... La ternura y la ingénita sencillez de Clara se acercarían a beber a aquella fuente de agua pura; verían brotar los versos del inagotable surtidor, y al caer deshojarse en mil pétalos como liquidas margaritas: y en sus noches perfumadas de santa beatitud oiría la inefable música de la rima, y la miraría deslizarse tranquilamente u ocultarse en su alma quejándose, como entre el césped un arroyo cristalino.

Obsequiole también las obras de Sor Juana, y antes de que las comenzara le habló de ella: de su notable discreción y hermosura, de su gran inteligencia y de las tiernas consideraciones de que en la corte fue objeto. A la misma edad que ella y que Santa Clara, había tomado el hábito de las Carmelitas y profesado a poco en el convento de San Jerónimo. Y alí, vestida humildemente, y prisionera dentro de los muros limpios y blancos de su celda, lejos del mundo, ocultaba su rostro bellísimo de boca diminuta y afilada nariz, de ojos grandes, negros y rasgados; feliz en la calma de su biblioteca, donde entre cartas geográficas, aparatos científicos e instrumentos de música, sufriendo la nostagia de los dos gigantes que la vieron nacer, hería con sus manos delicadas la lira suave y religiosa, que sonaba triste y seráficamente, con ayes empapados de la resignación y el misterio de los claustros.

Contábale cómo, debido a una carta de una monja ignorante, el obispo de Puebla le prohibía a la poetisa sus trabajos literarios, y después de una confesión general y de escribir dos protestas de fe con su propia sangre, se encerraba obstinadamente en su celda, mortificando su cuerpo con cilicios y disciplinas; y cortaba para siempre las cuerdas de la vagorosa lira, cuya ausencia no hacía olvidar la fe, ni la ciega obedienciaf ni la resignación.

Y la lectura producía sus frutos: porque en efecto; ninguna seducción, ningún estimulante, ningún tóxico, son tan eficaces como ella; ella sólo habla directamente al espíritu y lo seduce mañosamente y a solas; cuando nadie observa y se puede dar libre curso a los sentimientos, y llorar y reir, y reconocerse en lo que se lee, sin que ninguno lo penetre; ella únicamente educa o transforma la personalidad que su agua riega en las raices más hondas; espoleando aptitudes ya descubiertas o mostrando facultades desconocidas; escarbando en la obscuridad de la conciencia y explotando el filón de oro; ejerciendo incansable su oficio de consoladora, o reveladora o corruptura; sondeando sin tregua los más recónditos pensamientos; despertando los más profundos instintos, y dirigiendo las más inexploradas tendencias.

¿Y cuánto más seguros serían en Clara estos efectos; en Clara que era la inocencia más acabada, la candidez mísma, y que sólo esperaba para manifestárse la cárcel de algún molde?

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