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Capítulo 8
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Biografía de Santiago Ramón y Cajal en Wikipedia | |
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo |
El pesimista corregido |
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VIII Al cabo, cumplióse el plazo señalado por el genio. Cierto día, tras sueño letárgico y restaurador, los ojos y el cerebro del afligido filósofo recobraron su normal modo de ser. Al contemplar por primera vez, después de un año de análisis despiadado, los seres vivientes con sus matices continuos y estructuras veladas; al volver a hallar el aire, el agua, los alimentos y vestidos limpios de asquerosos detritus y de amenazadores microbios, creyó haberse remontado a un planeta nuevo, presidido por algún Dios paternal, benéfico y misericordioso. Progresivamente recobró nuestro protagonista la antigua ingenua serenidad, y curó de sus rebeldías y pesimismos. La dura lección recibida le hizo más justo con los hombres y más severo consigo mismo. Una gran luz surgió en su inteligencia, y como consecuencia de sus nuevas reflexiones, se propuso variar radicalmente de conducta. En adelante, fue su más firme resolución ajustar estrictamente su acción y su pensamiento a las incontrastables leyes de la evolución moral e intelectual de la vida, sin contrariarlas en lo más mínimo, antes bien sacando de ellas normas y principios de conducta individual y social. Su divisa fue la de Epícteto: «¡oh Naturaleza! yo quiero lo que tú quieres». Por de contado, abandonó para siempre la satánica manía de hacer responsable a la Providencia del mal físico y moral, considerándolos ahora como indeclinable consecuencia de la flaqueza o imperfección del mecanismo cerebral. Comprendió que el dolor y la desgracia, irremediables en el fondo, en cuanto arrancan de la esencia y contextura misma de la máquina orgánica, solo pueden paliarse educando a los pueblos en el altruista amor del organismo colectivo, y sugiriendo a los hombres la firme convicción de que son células hermanas y equivalentes de una unidad viviente superior, Nación o Estado, cuya prosperidad y felicidad representan la suma de las abnegaciones y sacrificios individuales. Fue tolerante con el error, y singularmente con el filosófico y religioso, en los cuales, cuando la sinceridad les santifica y ennoblece, veía ahora meras reacciones ideales compensadoras del infortunio, o consoladoras leyendas destinadas a llenar, con el perfume del ideal, el desierto de una mente sin conceptos y el vacío de un corazón sin amores. Y cuando el error, por no afectar a lo íntimo de la sensibilidad ni asociarse a un sistema de icleas compensador de la realidad dolorosa, podía y debía ser desvanecido, procedía a su extirpación con la suavidad, dulzura y miramiento con que se limpia la mancha que afea delicada y preciosísima estofa. Hasta las propias desgracias presentáronsele ahora bajo un aspecto nuevo y singularmente alentador. Descubría en ellas una como providencial advertencia de la debilidad creciente de su raza y de la nece sidad inaplazable de vigorizarla física y moralmente. Y ya en el camino de la justicia y de la sinceridad, cayó en la cuenta de que, en los desdenes y pretendidas injusticias de los hombres para con él, palpitaba un gran fondo de sabiduría y previsión social. Lo que, apreciado desde el punto de vista del yo egoístico, parecía crueldad, mirado desde la serena cima de la utilidad colectiva, transformóse en caridad bien entendida. Convertido gradualmente de esta suerte al culto fervoroso de la especie, fue pío o indulgente con sus adversarios; pues echó de ver que no pocos de los im pulsos, al parecer antipáticos y egoístas de los hombres, representan, detenida y serenamente analizados, sagradas o imperativas exigencias de la continuidad y prosperidad de la raza. —Bien hicieron mis jueces — decía — en desairar a un opositor, estudioso y despierto sin duda, pero exaltado, desordenado y agrio. Razón tienen también mis amigos en desdeñar a un camaracla pedante y enfático, que cifra su vanidad en acibarar, con sombrías y desoladoras filosofías, el optimismo y la fe necesarios a la lucha y a la felicidad. No menos prudente y razonable se mostró Elvira al interrumpir toda relación de afecto con un hombre débil, enfermo y, por añadidura, estrambótico y malhumorado. En sus frías repulsas, intolerables entonces para mi egoísmo, hablaba, sin duda, el genio de la especie. Por irreverente que parezca a los mantenedores del individualismo militante, preciso es reconocer que, en el contrato del amor, la humanidad por venir es un testigo con derecho a ser oído y a oponer su veto, si el presumible resultado de la unión conyugal contraría las sacrosantas leyes de la evolución. Ese testigo de cargo habla a menudo en la mujer desde el fondo del inconsciente. Atento al equilibrio de la forma y al progreso de la inteligencia, él fue, sin duda, quien transmitió a la conciencia de Elvira la sorda protesta de miles de gérmenes inmaturos recelosos de no ver la luz, el lamento agorero de toda una futura humanidad amenazada de morir en agraz o de arrastrarse acaso en las ignominias de la degeneración o de la locura. |
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